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En las dos mujeres Pensaba el domingo en la tarde, al pie del cotoperí, cuando Sebastián le hizo la pregunta:

– ¿En qué piensas?

Y ella dijo por vez primera unas palabras que Sebastián estaba esperando desde hacía varias semanas:

– Tengo miedo de que te vayas, estaré muy triste cuando te hayas ido, pero la verdad, Sebastián, es que me siento orgullosa de ti.

24

A la puerta de la casa de Sebastián en Parapara sonaron tres duros golpes impacientes. Golpes de madera sobre madera que bien pudieran haber sido producidos por el garrote de un visitante o por la culata de un fusil. Eran las doce de la noche y jamás nadie llamó antes a aquella puerta a tal hora y en tal forma.

Sebastián se enderezó lentamente sobre la red del chinchorro. Pensó en el viejo revólver que le había regalado la señorita Berenice y que estaba ahí, en un baúl sin cerradura, al alcance de su mano. ¿Con qué objeto? Si venían a buscarlo, de nada valdría el revólver, sino para que lo dejaran muerto como un perro junto a la acera y nadie se atreviera a acercarse a su cadáver durante largo tiempo.

Los golpes a la puerta volvieron a sonar mientras caminaba hacia ella. Oyó una voz familiar que se filtraba por las rendijas:

– ¡Abra, compadre!

Era Feliciano, su compadre de El Sombrero. Sebastián saltó hacia la puerta sin encender luces, descorrió lentamente el cerrojo y escuchó las noticias en el angosto zaguán oscuro:

– Compadre, se descubrió todo. Alguno delató la cosa y se descubrió todo.

Caminaron sin cruzar palabra hasta el fondo de la casa y se sentaron en una laja del patio terroso y sin matas. En el cielo fosco parpadeaba una sola estrella.

– Al soldado Pedro García, que nos traía la correspondencia del presidio, lo tumbaron de un tiro sobre la carretera. A los estudiantes los están torturando para hacerlos cantar. Pero no han dicho nada.

Sebastián escuchaba con huraña ansiedad, fijos los ojos en la epidermis seca del patio.

– A los soldados y caporales del presidio que estaban comprometidos en el golpe les han caído a latigazos, a planazos, a bayonetazos. Ya han matado a dos.

La voz del compadre Feliciano se hizo más cautelosa:

– En El Sombrero agarraron al bachiller Montilla y a tres más. El próximo preso iba a ser yo.

Por ese motivo había decidido escapar esa misma, noche. En el tinglado de un camión de carga logró obtener un sitio sin decir su nombre. Se bajó en la carretera, más acá de Ortiz, a una legua de Parapara. Y aquí estaba.

– ¿Y qué piensa hacer ahora, compadre?

– Pues yo tengo un amigo con un hato por aquí cerca, rumbeando al norte, usted sabe. Para allá pienso irme, a vestirme de peón y a trabajar en el hato y a esperar lo que pase. Si me buscan o no me buscan, si se olvidan de mí.

Tenía razón el compadre Feliciano. De haberse quedado en El Sombrero tal vez estaría ya acurrucado en el cepo de campaña, con el espinazo doblado por el peso de los fusiles, con los guarales rompiéndole los dedos de las manos, con el rostro sangrante bajo los cuerazos.

– Llévese mi caballo -dijo Sebastián. Y caminó lentamente a ensillar el alazano.

El compadre Feliciano siguió su camino, en el caballo de Sebastián esa misma noche. Aún parpadeaba una sola estrella y apenas ladró un perro cuando jinete y cabalgadura cruzaron las últimas casas del pueblo. Sebastián esperó la luz de la mañana, sentado en el chinchorro, sin vestirse. Desfilaban por su mente los soldados muertos, los estudiantes bajo el cepo, las guerrillas de Arévalo Cedeño cruzando a nado un río crecido, el revólver inútil que le regaló la señorita Berenice.

Lo sobresaltó el canto del primer gallo. Era un canto desgarrado, angustioso, como de corneta desafinada. Le respondió otro, timbrado y desafiante. Y otro de pollo que estrenaba su canto. Y de nuevo la corneta desgarrada. Y luego un largo silencio sin gallos. Un amanecer lechoso entrelucía sobre la noche que se apagaba.

El compadre Feliciano y su caballo alazano estarían ya lejos, monte adentro. Entre los alambres del presidio amanecería otro soldado muerto y otro herido gritando «Ay, mi madre!». Y él tendría que seguir rumiando su resignación entre hombres llagados y casas en escombros.

– Me iré a buscar a Arévalo de todos modos -dijo de repente para sus adentros. Y añadió en alta voz, mirando hacia el corral vacío: -Tendré que conseguir otro caballo.

Capítulo IX. Petra Socorro

25

El coronel Cubillos, jefe civil de Ortiz, estaba en Ortiz cumpliendo un castigo, o condena si se quiere. No de otra manera podía interpretarse que quien había sido en otro tiempo primera autoridad de una, floreciente población de los Andes, luego ayudante personal -entre amigo y espaldero de confianza- de uno de los hijos más mentados del general Gómez, viniera a parar a este pueblo en desintegración, expuesto a la picada ponzoñosa de los mosquitos que por igual embestían a gobernantes y a gobernados.

Hermelinda, la de la casa parroquial, lo averiguó todo, nadie supo cómo. Era cierto lo de la jefatura civil de los Andes, era cierto lo de la cercanía al hijo del general Gómez, también era cierto que su nombre sonaba ya como candidato a una presidencia de Estado, cuando Cubillos se cayó a tiros con otro tipo no menos coronel y no menos allegado a la cepa gomecista. Sobre los motivos y la ocasión de esos balazos, Hermelinda exponía dos versiones. Cubillos, según la una, pretendió cobrarle al otro una parada de dados que éste no reconocía, y la discusión violenta degeneró en revólveres desenfundados y en los disparos del cuento. No existieron tal parada de dados ni tal duelo a tiros, según la versión posterior, sino simplemente una brusca, arrebatada y generosa inclinación erótica de la querida de Cubillos hacia el otro sujeto.

El suceso, de esto sí no abrigaba Hermelinda la menor duda, fue que el otro apareció muerto en un arrabal de Maracay, con tres balazos en el cuerpo, disparados por el mismo revólver e igualmente mortales, dos en el abdomen y uno que le entró por la espalda y le perforó un pulmón. Fue un crimen misterioso que no reseñaron los periódicos ni dio quehacer a ningún juzgado. No obstante, todos comprendieron que el general Gómez había obtenido un fidedigno relato de los acontecimientos, porque a los pocos días Cubillos fue detenido, sin que le valieran su coronelato ni sus amistades poderosas, y enviado con grillos y sin consideración alguna a un castillo junto al mar. Se necesitaron la intervención acuciosa del hijo de Gómez y las gestiones repetidas de otras personas influyentes para que el viejo dictador, al cabo de varios meses, se ablandara.

– Bueno -dijo a los amigos de Cubillos-. No solamente lo voy a sacar de la cárcel sino que también lo voy a nombrar jefe civil.

Y, en efecto, lo designó jefe civil de Ortiz. Jefe civil de cuatro casas derrumbadas, de una ciénaga verdosa y de un puñado de hombres medio fantasmas. Lo cual no era obstáculo para que, cuantas veces oía mencionar el nombre de Gómez, el coronel Cubillos interviniese con un entusiasmo y una convicción irrefrenables:

– ¿El general Gómez? Ese es el hombre más bueno del mundo.

Pero, a pesar de esas efusiones y de los cohetes que hacía estallar el 19 de diciembre, se percibía a simple vista que el coronel Cubillos no permanecía muy a gusto en aquel pueblo, y que un sordo rencor le corroía las entrañas. Miraba a todos torcidamente, como si anduviera buscando a alguien en quien vengarse del menguado destino que lo condujo a aquel moridero.

Era harto difícil encontrar en Ortiz un ser humano apropiado para descargar sobre sus espaldas aquel encono soterrado. ¿Ladrones? No había ladrones en tan desamparada soledad; nadie disponía de ánimos para cuidar la propiedad, ni tampoco para robarla. Se cerraban la tienda, la bodega y algunas casas al anochecer, era la costumbre, pero bien podrían haberse dejado abiertas que ningún llagado, ningún estremecido de escalofríos, se habría levantado del chinchorro para tomar lo que no le pertenecía. ¿Reyertas? Tampoco había reyertas en Ortiz, ni estaban jamás en trance de irse a los puños aquellos hombres a quienes los anquilostomos habían desgastado la voluntad y el vigor. Se recordaba apenas la ocasión en que Pascual, el carpintero, le hizo una herida diminuta y honda con el punzón a un forastero borracho que se metió en su casa gritando palabras soeces delante de las mujeres. Pero ni la herida fue grave, ni había llegado todavía al pueblo el coronel Cubillos. ¿Política? Eso, muchísimo menos. Las conversaciones inconformes de Cartaya, la señorita Berenice, Carmen Rosa y Sebastián no trascendían un metro más allá de los helechos de la casa villenera. En cuanto al resto de la población, ni siquiera sabía qué cosa era la política.