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– Ya me imagino a lo que viene, padre -lo recibió el coronel parándolo en seco-. Y le aconsejo que se devuelva. Tengo pruebas de que ese hombre estaba tramando algo contra el gobierno y usted se compromete, como sacerdote y como ciudadano, si se pone a defenderlo.

Y le dio la espalda, sin aceptar réplica.

En cambio, al señor Cartaya tuvo que oírlo. El viejo masón se coló en la Jefatura cuando menos lo esperaba Cubillos renqueando y sin anunciarse, por una puerta del corral.

– Coronel Cubillos -comenzó sin saludar, tratando de evitar una reproducción de la frustrada gestión del cura-. He venido a hablarle de ese asunto de Pericote.

– Es inútil -respondió Cubillos cortante-. La acusación es muy grave y tenemos pruebas de que hablaba mal del general Gómez, y pruebas también de otras cosas peores.

– Pero usted sabe muy bien que eso es mentira -arguyó Cartaya sin inmutarse.

– ¿Se atreve usted a desmentirme a mí? ¿Sabe usted a lo que se está exponiendo? ¿No será usted cómplice del preso? -rugió Cubillos amenazante, dando sobre la mesa puñetazos salvajes que levantaban nubes de polvo y hacían saltar las hojas de papel.

Pero Cartaya continuó en impasible voz baja:

– Yo tengo setenta y cinco años y me voy a morir de un momento a otro. Hasta mejor sería que me muriera ahora mismo. Y tanto usted como yo sabemos que ese pobre muchacho, Pericote, ni es político, ni se ha metido jamás con el gobierno.

– ¡Salga inmediatamente de la Jefatura! -gritó Cubillos cárdeno de furia-. Y no lo mando preso a Palenque, junto con el otro vagabundo, porque usted está tan viejo y tan chorreado que es capaz de morirse en el camino.

No fue posible impedirlo. A la media luz de una madrugada seca, mientras cruzaban hacia el sur bandadas clamorosas de pájaros llaneros, metieron a Pericote en un camión que iba hacia Palenque. El vehículo había salido de Maracay, con su ración de presos, y se detuvo a la puerta de la Jefatura para incorporar al último del cupo. A Pericote lo sacaron de las tinieblas del calabozo, desgreñado y pálido, alucinado y hambriento. Ya no gastaba sus gritos en protestas inútiles. Juan de Dios y el otro policía lo subieron a la tarima del camión, alzándolo como un fardo.

– Adiós, Juan de Dios -fue lo único que dijo Pericote-. Que en la hora de la muerte te acuerdes de mí.

Arriba lo recibieron las risotadas de cuatro soldados y el gruñido de quince presos. En la acera de enfrente, con las uñas clavadas en los barrotes de madera de una ventana trunca, Petra Socorro, que ya no era la putica de El Sombrero sino la mujer de Pericote, lloraba desgarradoramente, como un animal golpeado.

Capítulo X. Entrada y salida de aguas

28

De repente comenzó a llover. Se tornaron grises los cielos azules, se escondió tras los grises del despiadado sol del Llano, se arremolinó en las bocacalles un viento en espirales de polvo y hojas secas. Y comenzó a llover sobre Ortiz, sobre Parapara, sobre El Sombrero, sobre las sabanas peladas, sobre la soledad y el llanto.

No siempre llovía igual, pero siempre llovía. A veces descendía una llovizna menudita, un polvillo ingrávido, polen de las estrellas, corpúsculos de nubes, que mojaba lentamente los techos, empapaba las calles y ponía brillos de pedrería en el verde lustroso de los cotoperíes. Otras veces caían goterones que golpeaban la tierra como salivazos, chasqueaban como látigos sobre las planchas de zinc, se esparcían sobre el polvo como monedas de agua. Y una y otra lluvia se transformaban al cabo en un mismo aguacero obstinado, turbio muro de plata, estero de pie, farallón de cristal, que convertía la mañana en tarde, la tarde en noche, la noche en oscuro corazón del río.

Carmen Rosa, prisionera inmóvil en su corredor de ladrillos, veía bajar toda el agua de los cielos. Las plantas del patio, que recibieron alegremente las primeras lluvias, sufrían ahora la furia asoladora del llover sin acabar. Se doblegaron mustias las cayenas, se desnudó de blanco el jazminero, se hundieron en la entraña del fango los capachos, se fugaron en busca de azul los arrendajos y los turpiales. Entre los charcos del jardín nacieron deformes sapos terrosos. Lenguas de ocre invadían los corredores, se deslizaban bajo los muebles y avanzaban hasta el zaguán para fundirse con lenguas de ocre idénticas que ascendían desde la calle inundada.

Llovía implacablemente sobre el Paya, agua del cielo integrándose al agua del río, anchando sus márgenes, engrosando su caudal. Ya el Paya no era una corriente escuálida y tranquila sino un torrentoso rugido de linfa y pantano que arrastraba esquifes verdes, árboles tronchados, el cadáver de un becerro, en su desatada cabellera de almagre.

Llovía con saña sobre las casas medio derruidas, sobre los techos carcomidos, sobre los muros sin asideros, sobre los dinteles sin puertas, sobre las tumbas desvalidas del viejo cementerio. Súbitamente, desleída por las lluvias, trocada en murallón de fango, se tambaleaba una pared para derrumbarse luego al embate del viento. Sobre un oscuro solar anegado se desplomó el segundo piso de una antigua casa abandonada, en la calle real. Quedó en pie la escalera, inválido camino de madera que ya no conducía a ninguna parte.

En una de esas noches lluviosas, atendiendo al llamado primordial del agua, se apagó el alma de don Casimiro Villena, el padre de Carmen Rosa. Murió silenciosamente, mientras dormía, y solamente llegaron a enterarse en la casa después del amanecer, cuando doña Carmelita entró al cuarto con el pocillo de café que le llevaba todas las mañanas. Se le había detenido el corazón a la luz de un relámpago, el estampido de un trueno, y conservaba en la región de la muerte el rostro tranquilo y apacible del sueño, la difusa inexpresión de su demencia.

Para doña Carmelita fue el derrumbamiento. Ella seguía considerando un ser vivo y presente a don Casimiro Villena, no obstante que su mente se había ausentado de este mundo hacía tantos años. Desde el instante en que lo encontró muerto hasta muchas horas más tarde, que después serían días enteros, se sentó a llorarlo humildemente en una mecedora de esterilla, mientras pasaba maquinalmente entre los dedos cuentas de un rosario y repetía como autómata palabras latinas cuyo sentido no penetraba: «Agnus Dei qui tollis peccata mundi, parce nobis Domine …»

Estaban solas en la casa, las dos mujeres y la lluvia, con el cadáver de don Casimiro. Carmen Rosa se lanzó a la calle con la cabeza descubierta, abriéndose paso entre cortinas de agua. Llegó a la casa parroquial vuelta un guiñapo, las greñas pegadas al rostro, dejando en los ladrillos del zaguán un rastro de pantano, goteante y jadeante como si acabase de cruzar a nado el río crecido.

– Muchacha, ¿qué te pasa? -gritó el padre Pernía saltando de su viejo y duro sillón de madera.

– Papá amaneció muerto -dijo simplemente Carmen Rosa.

Y le tocó al cura salir con ella a desafiar el aguacero. Fueron en busca de Pascual, el carpintero, para encargar la urna y regresaron a la casa, metiéndose de frente a los charcos sin saltarlos, a rezar las oraciones. Ya estaba ahí Olegario contemplando el cadáver con los brazos cruzados sobre el pecho. Aquel hombre que yacía ahora, definitivamente quieto, lo había arrancado de la choza donde comía tierra y lo picaban bichos extraños, para traerlo a vivir consigo y enseñarlo a trabajar. Parado ante la cama del muerto, empapado por el aguacero, Olegario reconstruía mentalmente esa historia tan lejana de su infancia. Por el rostro curtido le corrían gotas de lluvia y llanto.

Por la tarde fue el entierro. Seguía lloviendo reciamente como en la noche anterior. Y se sabía que seguiría lloviendo al mismo ritmo durante mucho tiempo porque el cielo era una gran nube pizarra sin una sola grieta azul. No estaba Sebastián en Ortiz, ni pasó por la carretera, ¡quién iba a pasar bajo aquel diluvio!, un ser humano a caballo o en vehículo que quisiera llevarle la noticia a Parapara. El padre Pernía asumió íntegramente la difícil tarea de dar sepultura al cadáver bajo un cielo volcado en el furor del agua, en un suelo convertido en espeso barrizal.

Al principio no había quien cargara la urna. La noticia de la muerte de don Casimiro tardó en atravesar la tempestad. El primero en llegar fue Panchito, con Marta deshecha en lágrimas, ambos chorreando agua, con las huellas de fango más arriba de los tobillos. Luego se acercaron cuatro o cinco hombres del vecindario. Pero la urna pesaba más bajo aquel diluvio indeclinable, sobre aquella tierra pegajosa. El propio padre Pernía, tuvo que meter el hombro en la cuesta que conducía al portal del cementerio, con la sotana arremangada y sujeta a la cintura por la correa del pantalón.