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No así las otras plantas. Ni siquiera las añosas trinitarias que trepaban a uno y otro extremo del corredor desde que el padre Tinedo, cuando fue cura del pueblo, las sembró para doña Carmelita. Pero era Carmen Rosa quien las limpiaba de hojas secas, quien las podaba con las tijeras de la costura, quien las humedecía con agua del río cuando el cielo negaba su lluvia. Y ellas retribuían el esmero cubriéndose de flores para Carmen Rosa, farolillos encarnados la de la izquierda, farolillos púrpura la de la derecha, y elevándose ambas hasta el techo para servir de pórtico florido a todo el jardín.

Tampoco las cayenas, éstas sí sembradas por Carmen Rosa, que se alejaban hasta el confín del patio y cuyas flores rojas y amarillas sabían mecerse alegremente al ritmo seco de la brisa llanera. Mucho menos los helechos, plantados en latas que fueron de querosén o en cajones que fueron de velas, alineados como banderas verdes en el pretil, los más gozosos a la hora de beber ávidamente el agua cotidiana que Carmen Rosa distribuía. Y aún menos los capachos, nunca hechos para ser abatidos por aquel viento áspero, a los cuales la solicitud de Carmen Rosa y la sombra del cotoperí hacían reventar en flores rojas cual si se hallasen en otra altura y bajo otro clima.

Ni otras plantas más humildes que no engalanaban por las flores sino por la gracia de sus hojas y cuyos nombres sólo Carmen Rosa conocía en el pueblo: una de hojas largas veteadas en tonos rojos y pardos; otra de hojas redondas y dentadas, casi blancas, como de cristal opaco; otra de hojas menuditas que ascendían y caían de nuevo con la elegancia de un surtidor. Todas ellas, y la pascua con sus grandes corolas rosadas, y los llamativos racimos de las clavellinas, y el guayabo cuyos frutos eran protegidos desde pintones con fundas de lienzo que los libraban de la voracidad de los pájaros, todas aquellas plantas debían su lozanía, su vigor, su existencia misma a las manos de Carmen Rosa.

Tanto o más le debía la mujer al jardín. Sembrar aquellas matas, vigilar amorosamente su crecimiento y florecer con ellas cuando ellas florecían, fue el sistema que Carmen Rosa ideó, desde muy niña, para abstraerse de la marejada de ruina y lamentaciones que sepultaba lenta y fatalmente a Ortiz bajo sus aguas turbias. Aquel largo corredor de ladrillos que daba vuelta al patio, aquel claustro con pórtico de trinitarias y relieves de helechos, eran su mundo y su destino. Desde ese sitio había visto transcurrir tardes, meses, años, toda su adolescencia, oyendo el canto de los cardenales y de los turpiales, respirando el aroma de las flores y el olor de las plantas recién mojadas por la lluvia. Y ella creía con firmeza -¿cómo podría ser de otra manera?- que solamente su presencia en aquel pequeño cosmos vegetal del cual formaba parte, su contacto constante con el verde pulmón del patio, le había permitido crecer y subsistir, no abatida por fiebres y úlceras como los habitantes del pueblo, sino fresca y lozana como la ramazón del cotoperí.

3

El patio era diferente después de la muerte de Sebastián. Las lágrimas habían retornado a los ojos de Carmen Rosa y la silueta altanera del tamarindo le llegaba difuminada, como cuando la enturbiaba el aguacero. Aquel tamarindo de duro tronco era el árbol más viejo del patio y también el más recio. Ella creyó que Sebastián era invulnerable como el tamarindo, que jamás el viento de la muerte lograría derribarlo. Y ahora no acertaba a comprender exactamente cómo había sucedido todo aquello, cómo el pecho fuerte y el espíritu indócil se hallaban anclados bajo la tierra y el gamelote del cementerio, al igual que los cuerpos enclenques y las almas mansas de tantos otros.

En el interior de la tienda trajinaba doña Carmelita. Escuchaba su ir y venir detrás del mostrador, cambiando de sitio frascos y botellas, abriendo y cerrando gavetas. Sabía que su madre realizaba aquellos movimientos maquinalmente, con el pequeño corazón estremecido por el dolor de la hija, debatiéndose entre el ansia de venir a murmurarle frases de consuelo y la certeza de que esas frases de nada servirían. La tienda ocupaba un amplio salón de la casa, situada justamente en la esquina de la manzana, con dos puertas hacia la calle lateral y otra hacia la plaza de Las Mercedes.

– ¡Medio kilo de café, doña Carmelita! -chilló una voz infantil y Carmen Rosa reconoció la de Nicanor, el monaguillo que decía «Amén» en el cementerio.

Después llegaron dos o tres mujeres que hablaban en voz baja y respetuosa. Hasta el corredor trascendió apenas el rumor de esas voces, la resonancia del trajín de doña Carmelita, el tintineo de las monedas y el sonido amortiguado de los pasos que entraron y salieron de la tienda.

Así fue atracando la tarde en el patio, haciendo más oscuro el verde del cotoperí y apagando el aliento caliente del resol. Por la puerta del fondo entró Olegario con el burro. A lomos del animal venía del río el barril con el agua. Olegario lo descargó al pie del tinajero, como todos los días, y se acercó tímidamente, dándole vueltas al sombrero entre las manos torpes, para decir:

– Buenas tardes, niña Carmen Rosa. La acompaño en su sentimiento.

En ese instante sonaron de nuevo las campanas. Era el toque de oración pero Carmen Rosa se sobresaltó porque no había sentido correr las horas, ni apercibido la llegada del atardecer. En el vano de la puerta que unía el salón de la tienda con el corredor de la casa se dibujó la silueta de doña Carmelita.

– ¡El Angel del Señor anunció a María! -dijo.

Y Carmen Rosa respondió, como todas las tardes:

– Y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo.

Capítulo II. La rosa de los Llanos

4

Aquella noche Carmen Rosa permaneció muchas horas inmóvil, a la luz de la lámpara que doña Carmelita había traído consigo. Las sombras borraron el color de las flores y el perfil de las matas, destacándose solas contra el cielo las ruinas de la casa vecina. Había sido una casa de dos pisos y las vigas rotas del alto apuntaban por sobre de las ramas de los árboles como extrañas quillas de barcos náufragos. Una casa muerta, entre mil casas muertas, mascullando el mensaje desesperado de una época desaparecida.

Todos en el pueblo hablaban de esa época. Los abuelos que la habían vivido, los padres que presenciaron su hundimiento, los hijos levantados entre relatos y añoranzas. Nunca, en ningún sitio, se vivió del pasado como en aquel pueblo del Llano. Hacia adelante no esperaban sino la fiebre, la muerte y el gamelote del cementerio. Hacia atrás era diferente. Los jóvenes de ojos hundidos y piernas llagadas envidiaban a los viejos el haber sido realmente jóvenes alguna vez.

Carmen Rosa había prestado siempre más atención que nadie a aquellas historias de un ayer alucinante. Cuando niña no empleó su imaginación en crear un mundo donde las muñecas son seres vivos, la tortuguita un ogro y el arrendajo un príncipe que espanta a las brujas con su canción. Eso quedaba para su hermana Marta que se ponía a llorar cuando a Titina, la muñeca, le daba calentura. Pero Carmen Rosa Prefería reconstruir a Ortiz, levantar los muros derruidos, resucitar a los muertos, poblar las casas deshabitadas y celebrar grandes bailes en «La Nuñera», con orquesta de siete músicos y farolitos de papel pintado.

Y como a todos los viejos les deleitaba hablar del pasado, como ya no vivían sino para hablar del pasado, a Carmen Rosa le resultaba faena sencilla recoger evocaciones aquí y allá -un personaje, un decorado, un episodio, una canción- para reedificar con ellas una imagen viva de la ciudad muerta. Hermelinda la de la casa parroquial, la señorita Berenice la maestra de escuela, el descreído señor Cartaya, hasta Epifanio el de la bodega, tan gruñón y tan de pocas palabras, todos murmuraban más o menos lo mismo al ver asomar a Carmen Rosa:

– Ya viene esa muchachita con su curiosidad y su preguntadera.