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Un día cayó Epifanio. El cura Pernía acudió a su llamado y lo encontró tumbado en la trastienda de la bodega, inmóvil sobre la tela tensa del catre, entre ristras de cebollas que colgaban del techo y el arpa que callaba agazapada en un rincón.

– Me fuñí, padre. Es la fiebre fría -masculló sombríamente.

Pernía puso su mano sobre la frente de mármol. Dentro del rostro pálido resaltaba el tinte violeta de los labios y atisbaban los ojos, los ojos taladrantes, acorralados, como pugnando por escapar de aquel incendiado navío de hielo.

– Es la fiebre fría, padre. Yo la conozco porque vi morirse con ella a la comadre Jacinta, a Encarnación Rodríguez, al sargento Romero. Y ahora me toca a mí.

Las palabras eran un soplo glacial, brisa de sierra, aire de ventisquero que batía sobre el dorso de la mano del cura. Epifanio soportaba el peso de las vigas del techo sobre las costillas y percibía la llegada de la muerte con certeros pasos de nieve.

Cuando aparecieron los otros, Epifanio había enmudecido. La hoguera fría en que se consumía le había quemado el don de la palabra, le había entumecido el movimiento de las manos. Apenas los ojos taladrantes seguían mirando a los que entraban, al perfil familiar del arpa, al caliente lustre de sol que se tendía inútil, inaccesible, sobre los ladrillos del aposento. Y al cabo, en brusca extinción, como se apagan las llamitas de las velas, se apagó también la mirada y un frío inexorable, esta vez el de la muerte, se extendió sobre el cuerpo de Epifanio.

Los hombres, sombras escuálidas, rostros cetrinos, pómulos aguzados, desfilaron frente al cadáver de Epifanio arrastrando los pasos con desesperanza de condenados a muerte. «Hoy Epifanio, mañana tú, luego yo, después el otro, todos somos apenas sangre caliente para la baba del mosquito que lleva la fiebre perniciosa en el espolón».

– Nos estamos quedando solos -dijo melancólicamente el padre Pernía.

– ¡Dios mío, haz un milagro! -gimió la señorita Berenice.

– Mándanos, al menos, un médico -gruñó el señor Cartaya.

Capítulo XI. Hematuria

32

No volvió a llover. Ahora era sol y sequedad, sol y sudor, sol y sabana, sol y silencio. El caballo de Sebastián, no su viejo caballo alazano de cola rubia y estrella en la frente, sino un rucio prestado y mañoso, hacía de mala gana el camino de Parapara a Ortiz, la última vez que Sebastián cruzó sus andurriales habituales, un domingo caliente y blanco. El rucio se espantaba ante la huida verde de las lagartijas y ante el grito del aguaitacaminos. El jinete lo sujetaba con mano dura y lo increpaba en la soledad del monte:

– ¡Rucio cobarde!

El día comenzó a entibiarse más temprano que de costumbre y Sebastián apuró el caballo para amenguar la dosis de sol llanero que estaba destinada a su cabeza. El sudor le mojaba la franela, le corría en goticas por entre los pelos del pecho y de las axilas.

En aquel trayecto, más cuando iba de Parapara a Ortiz que cuando regresaba, le era grato soltar la imaginación y tejer una historia fantástica que de tanto forjarla y precisar sus detalles ya le parecía haberla vivido realmente y ello le causaba un pueril deleite porque en realidad la historia valía la pena de ser vivida. Eso sucedía cuando no pensaba en Carmen Rosa. Porque cuando iba pensando en Carmen Rosa -los ojos de Carmen Rosa, la boca de Carmen Rosa, la voz de Carmen Rosa, el cuerpo de Carmen Rosa-, le colmaban de tal manera la mente y los sentidos, que aún no había comenzado a reconstruir su apasionante leyenda cuando ya aparecían ante su vista las siluetas de las primeras casas derrumbadas de Ortiz.

Su fantasía cm hazañosa y justiciera. Sebastián no se detenía en Ortiz sino continuaba de largo hasta El Sombrero, hasta Valle de la Pascua. Su voz iba levantando hombres de a caballo, en los ranchos, en los hatos, en los caseríos, en las ciudades. A su lado marchaban en caballos blancos, negros alazanos, manos, moros, zainos, mosqueados, castaños, canelos, caretos, estrellados, patiblancos, en mulas claras y prietas, en burros trotones, a pie. Llevaban fusiles, máuseres, carabinas, pistolas, revólveres, chopos viejos, escopetas de caza, lanzas, machetes, puñales, hojas de bayoneta, banderas. Pasaban, con Sebastián al frente, cantando por las sabanas y asaltaban las ciudades dando vivas a la justicia. Las huestes crecían, liberaban presos, fusilaban verdugos y marchaban hacia el centro por las trochas de Boves y Páez, de Monagas y Crespo. Sebastián imaginaba minuciosamente las batallas, escuchaba el estruendo de los disparos, los quejidos de los heridos, los alaridos de triunfo, el cobre de la cometa tocando a paso de vencedores. Por las abras de los valles de Aragua bajaba el huracán de llaneros, en pos del alazano de Sebastián, entre vítores de un pueblo libre y enardecido.

En ese punto la historia se tomaba imprecisa, vacilante. ¿Qué iba a hacer después? Sobre los campos de batalla sería necesario levantar un edificio, una república, un gobierno decente. Sebastián no se sentía con fuerzas, ni en sus momentos de mayor confianza en sí mismo, para emprender tamaña proeza. Comenzaba a titubear al frente de sus batallones victoriosos. Tal vez la mejor solución fuese la de llamar a los estudiantes, a aquellos dieciséis que pasaron por Ortiz en un autobús amarillo, y confiarles la misión que él no era capaz de cumplir. Sí, era justamente eso lo que haría. Después regresaría solo a Parapara, en su caballo de estrella en la frente, recibiendo bendiciones de ancianas llorosas, adioses en pañuelos blancos de las muchachas de las ventanas, y escuchando a los hombres del Llano decir con varonil orgullo al verlo pasar: «¡Ahí va Sebastián!».

El rucio atravesaba una breve y escuálida selva de árboles ariscos y Sebastián aminoró el paso de la cabalgadura para disfrutar algunos minutos de desflecada sombra. El sudor de la franela se había secado lentamente. El hombre se despojó del sombrero para recibir un aliento de brisa cálida que apenas movía las hojas de los cujíes.

Más allá, después del talud arenoso, después del rimero de pascuas moradas, después del araguaney florecido, estaba Ortiz, estaba Carmen Rosa esperándolo.

Pero Sebastián ya no era el mismo que echó pierna al rucio en Parapara. Le dolía en punzada la cintura, como después de haber realizado un esfuerzo físico superior a su resistencia. Violentos escalofríos le sacudían las vértebras.

Descendió en el caserón de Cartaya, metiendo el caballo por el zaguán hasta el patio, quitándose el sombrero para no tropezar con las vigas del corredor, y contrajo el gesto en una mueca dolorosa al caer en tierra. Sentía una daga de afilada piedra clavada en los riñones.

– Vengo con calentura -dijo a Cartaya-. Avísele a Carmen Rosa y déme quinina.

Advertía el subir de la fiebre en sus venas, el desbocarse del pulso, el secarse de los labios. Los huesos del cráneo le pesaban como lingotes.

– Métete en el chinchorro y arrópate bien que el frío que se te viene encima no es para gente- le aconsejó el viejo Cartaya.

Se tendió en el chinchorro y se dispuso estoicamente a recibir la acometida del acceso palúdico. Pero la quinina, lejos de mejorarlo como en anteriores ocasiones, agravó sus males. Se le descuadernaba la quijada en el castañeteo de los dientes. El dolor de la cabeza remontaba en una escala enloquecedora. Sebastián se arqueó al borde del chinchorro y se volcó en un vómito amargo y turbio. Tenía el rostro amarillo como el corazón del huevo, como las flores silvestres de la sabana.

El señor Cartaya acudió de nuevo a su lado.

– Pásate al catre, muchacho- dijo.

Y, mientras lo ayudaba penosamente a trasladarse, el viejo estaba pálido de espanto.

33

Cuando llegó Carmen Rosa, ya no sólo Cartaya sino también el propio Sebastián sabían cabalmente de qué se trataba. No les quedó a ninguno de los dos la menor duda cuando el enfermo virtió en el peltre blanco de la bacinilla un líquido rosado, color de la pulpa del cundeamor, color de la carne del novillo. Sebastián se quedó mirando fijamente la orina rosa y exclamó con atónito, atormentado acento: