– ¡Hematuria!
Luego el rosado de las aguas se fue volviendo cereza, el cereza encarnado, el encarnado lacre, el lacre escarlata, la escarlata carmesí, el carmesí bermellón, el bermellón ladrillo, el ladrillo granate, el granate púrpura.
Carmen Rosa surgió en el boquete de la puerta y corrió desolada hasta la orilla del catre.
– ¿Qué te pasa, mi amor?
– Es la hematuria -respondió Sebastián calmosamente-. O se aclara la orina o se tranca la orina. Y si se tranca la orina, te quedaste sin novio.
Aquello fue la primera tarde. Sebastián habló largo rato, con una mano de Carmen Rosa entre las suyas, y le dijo que después de meditarlo mucho en su casa solitaria de Parapara había resuelto casarse para la Navidad, que le traía esa sorpresa. Pero ahora estaba ahí, tendido con la hematuria, y se hacía más oscura la orina, más insufrible el malestar, más estallante la cabeza.
– Nos íbamos a casar en diciembre y te iba a vestir de reina como en los cuentos, a llevarte cargada en mis brazos como una ternerita y a meterte las manos en la blusa como aquella noche que tú no quisiste, al pie del cotoperí.
– Nos vamos a casar en diciembre -replicó Carmen Rosa subrayando las palabras-. Tú te levantarás muy pronto de ese catre y yo me dejaré meter la mano en la blusa cuando tú quieras.
Pero Sebastián repetía con despiadada convicción:
– Si se aclara la orina me levanto. Pero si se tranca la orina, te quedas sin novio.
Después subió la fiebre y Sebastián se adormeció, semicerrados los pesados párpados sobre las córneas enrojecidas. Carmen Rosa sacudió en rebeldía la cabeza, a punto de ser vencida en su lucha porfiada contra el llanto. Había sentido en la mejilla el hilillo caliente de una lágrima, la sal de otra lágrima en la boca.
Al anochecer entró el padre Pernía, portador de una lámpara de largo tubo y abombado vientre cristalino que Carmen Rosa había visto encendida muchas veces en el altar de la Virgen del Carmen. El cura la colocó sobre la mesa, alargó la mecha hasta convertir en lengua de luz la pequeña gota amarilla que traía y vino a sentarse, silencioso y hosco, junto a la mujer en pena.
La fiebre seguía subiendo, aflorando en lampos colorados sobre la frente y sobre los pómulos de Sebastián. La lengua densa comenzó a modular incoherencias entre los labios resecos:
– Pásame mi escopeta que lo voy a matar. Ése es el tigre de la pinta menudita que se come los perros y espanta a los cazadores. Dénme mi escopeta.
Sebastián andaba por una selva de árboles torcidos, abriéndose paso entre bejucos espinosos que se movían como culebras, chapoteando en aguas verdes de malignos reflejos violáceos. Olfateaba el olor, escuchaba el rugido, vislumbraba en la espesura la silueta del tigre de la pinta menudita.
– Dénme la escopeta ligero que lo tengo muy cerca, que se viene acercando más que se está agachando para saltar.
Pero no era solamente el tigre de la pinta menudita. Bajo sus pies, estremeciendo las aguas verdosas, eran caimanes
Retornó del delirio y permaneció largo rato jadeante por el esfuerzo, sudoroso por la fatiga. Mas la fiebre seguía quemándole la sangre y de nuevo se oyó su voz extraviada:
– No toques el arpa, Epifanio, que me duele la cabeza. Cuéntame cómo es aquello, Epifanio, pero sin levantar la voz.
Ahora andaba por el mundo de los muertos y conversaba con Epifanio, el de la bodega. El mundo de los muertos era una sabana gris, un horizonte yermo, un espacio sin luz ni sombra, por donde caminaba Epifanio con el arpa a cuestas como un espacio sin luz ni sombra, por donde caminaba Epifanio con el arpa a cuestas como un Nazareno.
– Mejor es que toques el arpa. Epifanio, para que no te pese tanto. Y cuéntame por qué te han dejado solo.
Pero no estaba solo Epifanio. De la corteza gris de la llanura surgían, como el cogollo del maíz, cabezas pálidas, cuerpos enclenques, manos de esperma, piernas llagadas, pies hinchados de niguas. Los que había matado la perniciosa en Ortiz y en Parapara, los soldados asesinados en el presidio, don Casimiro Villena e infinidad de muertos desconocidos transformaban el peladero en tupido morichal y gritaban palabras que Sebastián no lograba entender.
– Hablen más fuerte que no oigo, que no sé lo que dicen, que necesito saber lo que dicen, que me voy a morir como ustedes si no comprendo lo que dicen.
Y así un día y otro día, una noche y otra noche. Sebastián se contorsionaba en amargos vómitos cetrinos, contemplaba con aterrado fatalismo la mancha cada vez más sombría sobre el peltre de la bacinilla, sonreía cuando Carmen Rosa estaba presente para que ella no le adivinara el frío que le entumía el alma, caía en la atmósfera algodonosa del sopor, crepitaba en la fogata de la fiebre, se escapaba a la región alucinada del delirio.
– ¡Adentro, muchachos! ¡Viva la libertad! ¡Viva Sebastián Acosta, el León de Parapara!
A su lado peleaban hombres de todos los rincones del Llano, montados en caballos de todas las pintas, empuñando todas las armas de la tierra. Su compadre Feliciano mandaba un escuadrón de lanceros que embestía contra las trincheras del gobierno y reculaba un instante, con las lanzas floreadas de sangre enemiga, para volver a embestir en ventarrón de polvo, sudor y gritos.
– ¡Abajo Gómez, muchachos! ¡Viva la revolución! ¡Que toque la cometa! ¡Que toque paso de vencedores! ¡Que Sebastián Acosta está entrando en La Villa!
En las calles de La Villa era preciso hacer saltar los caballos para no pisar los cadáveres uniformados. Aquel de bruces sobre la acera, con un tiro feo en la nuca y un caño de sangre oscura que borboteaba como un manantial, era el coronel Cubillos.
El púrpura de la orina se fue tornando en vino, el vino en castaño, el castaño en pardo, el pardo en marrón, el marrón en café tinto, el café tinto en málaga, el málaga en negro.
34
Al cuarto día se negó la orina. La mirada anhelante buscaba vanamente en el peltre blanco un rastro de cualquier color. Los ojos acerados del padre Pernía, las pupilas cansadas del señor Cartaya, también se aferraban al círculo blanco donde estaba escrita una sentencia inapelable. Sebastián lo comprendía perfectamente. Así se había extinguido su compadre Eleuterio, en Parapara, seis meses antes.
Después que se secaba el manadero negro, sólo restaba acostarse de espaldas y esperar la muerte mirando las vigas del techo.
Cartaya y Pernía enmudecían impotentes. Darle quinina era agravarlo, ya lo sabían. La señorita Berenice trajo una jarra de cocimiento de guamacho. El curandero recetó riñón de cochino disuelto en agua caliente. Pero la orina no volvió. Las pupilas envenenadas de Sebastián se habían reducido a un punto negro, diminuto y fijo, como los ojos de los canarios.
Se estaba muriendo, sí, pasó dos días con sus noches muriéndose, pero no perdía la conciencia del trance, no dejaba de ser Sebastián Acosta sino cuando escapaba hacia la bruma enloquecida del delirio. Por el contrario, calculaba los pasos de la muerte con una precisión despiadada. Ya estaba en las calles de Ortiz esperándolo. Vino en su busca desde los túmulos abandonados del viejo cementerio. Estaría sentada ahora en los bancos de la plaza, soportando por culpa suya el arañazo del sol en los huesos desnudos. Del campanario de la iglesia volaría espantada una lechuza de cara chata. El próximo domingo, quizá el lunes, sería su entierro. Carmen Rosa lo lloraría mucho tiempo y cortaría cayenas y flores de capacho para su tumba.
– Yo no me quiero morir a los veinticinco años ¡carajo!
Estaba solo con el padre Pernía y dirigía a él las palabras destempladas, desafiantes, como si el cura tuviese la culpa de cuanto estaba sucediendo. Pero el padre Pernía respondió humildemente, con los ojos aguados:
– Tienes razón, hijo, tienes razón.
El moribundo cerraba los ojos y veía mosquitos brillantes titilando sobre un diminuto cielo oscuro. Y no vio nada más. Se desplomó en una larga postración insondable, obnubilado, casi ciego. Apenas las manos se movían, esbozaban gestos, se abrían en una diástole temblorosa.