– Está bien, déjalos.
Recibió los huevos y pagó lo que Pascual le pedía.
Pero éste no se marchó. Tomó la moneda entre las manos, la miró unos segundos fijamente y luego dijo:
– Ahora déme un real de quinina, niña…
38
Olegario hizo un viaje a San Juan de los Morros, con el propósito de vender el burro, las gallinas y la casa, y de contratar un camión que los transportara a Oriente con los cachivaches de la tienda. Vendió el burro y las gallinas, sí, pero por la casa nadie ofreció un centavo. «La mejor casa de Ortiz -decía- en todo el centro del pueblo, con cuartos grandes, un patio lleno de flores, se le vende por lo que usted diga.» Pero ninguno dijo nada. Apenas: «¿Comprar una casa en Ortiz? ¿Usted cree que yo estoy loco?» Los altos techos, los espaciosos corredores de ladrillo, las arrogantes ventanas, con torneados barrotes de madera, las habitaciones resonantes y profundas, el jardín apretado de verdes y salpicado de flores, el anchuroso zaguán de lajas pulidas donde huesitos de ganado dibujaban las iniciales del constructor, todo aquello no valía un centavo si estaba plantado en Ortiz porque estar en Ortiz significaba sentencia de derrumbamiento. Carmen Rosa escuchó sin inmutarse el acongojado relato de Olegario y se limitó a decir a la señorita Berenice:
– Quédese usted con la casa. Así tendrá más espacio para la escuela.
Y luego, comprendiendo que ya la escuela deshabitada no necesitaba espacio:
– La casa no vale nada, señorita Berenice. Pero me causa dolor abandonar las matas del patio para que se las trague el monte, para que las tumbe el viento. Solamente usted me las puede salvar.
Estaba lista para la partida. Sólo le faltaba, ¡más vale que no llegara!, el momento de las despedidas. Decir adiós como desgarrándose la mitad de sí misma a la vieja iglesia de Santa Rosa, a la poza de Plaza Vieja, a las trinitarias de su jardín, a los bancos de la escuela, a los robles y al Bolívar de la Plaza, a la tumba de Sebastián, al señor Cartaya, al padre Pernía, a Marta y a Panchito, a la señorita Berenice, a Celestino.
A Celestino volvió a verlo en aquellos días. Salía ella del Cementerio, como todas las tardes, después de dejarle a Sebastián las más hermosas clavellinas de su patio. En la lejanía, silueta desvaída sobre el muro gredoso de la última casa del pueblo, divisó a Celestino. La estaba esperando, más rama de árbol seco que figura de hombre, los ojos más desolados que nunca.
– Buenas tardes, Carmen Rosa.
– Buenas tardes, Celestino.
Y se puso a caminar a su lado, graduando las zancadas para adaptarse al paso menudo y lento de la muchacha.
– ¿Es verdad que te vas de Ortiz?
– Sí. Me voy con mamá y Olegario.
– ¿Es verdad que te vas a Oriente?
– Sí. Nos vamos a Oriente.
Siguieron caminando vacilosos hasta la puerta de «La Espuela de Plata». Ella iba pensando una vez más en el viaje, del cual hablaba con tan serena firmeza, sin dejar vislumbrar su escondido temor al incierto destino. Celestino iba pensando en Carmen Rosa, que se marchaba de Ortiz, a quien jamás volvería a ver. Un rictus como de llanto le contraía los rasgos. Pero tampoco le dijo nada esa vez, esa última vez. No tuvo valor para enfrentarse a lo que ella, sin duda alguna, le respondería: que no lo quería, que no podría llegar a quererlo nunca.
– Buenas tardes, Carmen Rosa.
– Buenas tardes, Celestino.
Y en tres trancos se borró de su vista. Para siempre.
39
Un día de agosto abandonaron las casas muertas. Olegario había contratado el camión en San Juan y el vehículo se hallaba estacionado a la puerta de «La Espuela de Plata» desde la noche anterior. Lo manejaba su propietario, un negro trinitario de nombre Rupert, que también marchaba a Oriente en busca del petróleo. Habían proyectado salir de madrugada para que el sol del mediodía los alcanzara lejos, llano adentro. Pero Carmen Rosa echó una mirada al interior del camión embadurnado de excrementos de gallina, esterado de manchas de barro y semillas secas de mango.
– Hay que lavar esto -dijo.
Y Olegario invirtió toda la mañana en asear el tinglado del camión, balde de agua sobre balde de agua, utilizando por última vez la vieja escoba deshilachada de la casa villenera. El trinitario lo miraba trabajar con ojos socarrones, cruzado de brazos junto a la ventana, tarareando entre dientes pícaras canciones de su isla:
Sofia went to the sea to bath.
Why, why, Sofia?
Sobre los listones del entarimado, ahora relucientes y húmedos, situaron los cajones que contenían las mercancía de «La Espuela de Plata» dejando un rincón libre para los tres pasajeros. Esa vez el trinitario si metió el hombro, junto con Olegario y Panchito. El cura y el viejo Cartaya, también presentes, observaban los preparativos, el ir y venir de los hombres cargando cosas, sin decir una palabra. Al padre le escocía un extraño impulso de subir a la torre de su iglesia a tocar tristemente las campanas, como cuando se moría un niño en el pueblo.
Al mediodía partieron. A la puerta de la tienda quedaron, silenciosamente huraños y afligidos, el cura y Cartaya, la señorita Berenice, Panchito y Marta embarazada. Frente a la casa, presenciando inmóviles el ajetreo de los viajeros, habían permanecido largo rato tres hombres llagados. Eran tres habitantes de los escasos que le restaban a Ortiz y Carmen Rosa conocía bien sus nombres: Pedro Esteban, Moncho, Evaristo. En cuanto a las llagas, eran el distintivo humillante de la gente de aquella región. ¿Quién no tenía llagas en Ortiz? Los débiles tejidos desnutridos, la sangre vuelta agua por el parásito del paludismo y envenenada por la ponzoña del anquilostomo, la piel sin defensa a merced de los microbios, no soportaban rasguño, o magulladura sin que éstos se convirtieran en úlcera babosa y maloliente, en gelatinoso costurón repugnante. Aquellos tres hombres, Pedro Esteban con el pantalón arremangado y una purulenta rosa abierta entre la ceniza amarilla del yodoformo, Moncho con el tendón del pie izquierdo desflecado por una herida honda y contumaz, Evaristo con la pierna deforme y tumefacta, eran los supervivientes maltrechos de la inacabable tormenta de fiebre y de miseria, de encarnizada fatalidad, que había arrasado la hermosa ciudad de Ortiz. Carmen Rosa los miró por última vez, con compungido amor de hermana, cuando ellos dejaron un instante de contemplarse las llagas para agitar las manos y gritarle: «¡Buen viaje!».
El camión tomó pesadamente el rumbo de la calle real, esquivando baches y peñascos. La cabeza absorta de Carmen Rosa asomaba al nivel del entablado. Sus ojos veían desfilar las familiares casas en escombros: la de dos pisos, como tronchada por el mandoble de un gigante; la de los blancos frisos anidados de plantas salvajes en los boquerones de las grietas; la de la hermosa puerta de cedro que sólo conducía a un corralón arenoso y huraño; la de las ventanas cortadas como la mandíbula de una calavera rota; la de las altas paredes llagadas como las piernas de los hombres; la del árbol plantado en la sala, la del árbol que había roto, al crecer, las vigas endebles del techo y cuyas ramas irrumpían a la calle por entre los barrotes de la ventana colonial.
En aquel mediodía caliente y sordo se percibía más hondamente la yerma desolación de Ortiz, el sobrecogedor mensaje de sus despojos. No transitaba un ser humano por las calles, ni se refugiaba tampoco entre los muros desgarrados de las casas, cual si todos hubiesen escapado aterrados ante el estallido de un cataclismo, ante la maldición de un dios cruel. Apenas, desde un rancho miserable, llegaba el estertor de un hombre que sudaba su fiebre agarrotado entre los hilos sucios de su chinchorro. A su alrededor volaban sosegadamente las moscas, moscas verdes, gordas, relucientes, único destello de acción, única revelación de vida entre los terrones de las casas muertas.
Cuando el camión pasó frente a la última pared tumbada y enfiló hacia la sabana parda, dijo doña Carmelita:
– ¡Qué espanto, Dios mío!
– ¡Qué espanto! -respondió Carmen Rosa.
– ¡Qué espanto! -repitió Olegario.
Rupert, el trinitario, aceleró el camión y canturreó una canción de su isla:
Sofia went to Maracaibo
¡Bye, bye, Sofia!