Era una mujer pálida, de una pulcritud impresionante, siempre olorosa a jabón y a agua del río, siempre recién bañada y vestida de blanco. Cuando el pelo rubio comenzó a encanecer y, más aún, cuando encaneció totalmente, Berenice fue adquiriendo visos de lirio, de nube, de velero.
No era Carmen Rosa la consentida, como pensaban las otras, sino el orgullo de la señorita Berenice. Había pasado muchos años dando clases en aquella escuelita -algún día la jubilaría el Ministerio de Instrucción, ya se lo habían prometido- y jamás se sentó en los bancos de su corredor una muchacha más atenta, más estudiosa, más curiosa que aquella. Llegaba la primera, con Martica a rastras y se marchaba la última, después de comerse las mejores guayabas y de hacer mil preguntas fuera de clase que las más veces ponían en grave aprieto a la maestra:
– Señorita Berenice, ¿a qué distancia de nosotros queda la estrella más lejana?
– Señorita Berenice, ¿por qué no se derrama el agua de los mares cuando la tierra da vueltas?
– Señorita Berenice, ¿por qué las gallinas necesitan un huevo para tener sus hijos?
– Señorita Berenice, ¿de dónde salió la madre de los hijos de Caín?
Tal vez Berenice escondía la añoranza de haber tenido una hija exactamente igual a Carmen Rosa. Tal vez pensaba acongojadamente en ese deseo no cumplido, a la hora del ángelus, cuando la casa se quedaba sola y la luz amarillenta de la lámpara de carburo hacía más desolada su soltería. Pero eso no significaba que Carmen Rosa fuera la consentida.
Cuando se realizaron los exámenes de instrucción primaria, la señorita Berenice tuvo la oportunidad de demostrar a las demás alumnas, y de demostrárselo a sí misma, que su interés hacia Carmen Rosa no se debía a una predilección caprichosa, ni a una injusta discriminación para con las otras niñas del pueblo. Había llegado un bachiller desde Calabozo, representando al Consejo de Instrucción, y constituyó el jurado examinador junto con ella misma y el señor Núñez, maestro de la escuela de varones.
Por mucho tiempo recordaron en Ortiz aquellos aciagos exámenes que no pasaron de la prueba escrita. Se presentaron diecisiete alumnos, entre hembras y varones, de edades muy diversas. Pericote, por ejemplo, que era el mayor, ya usaba pantalones largos y se afeitaba el bigote. Aspiraban todos a pasar al quinto grado, a servir de semilla para la creación de un quinto grado en Ortiz, que no existía desde mucho antes de la peste española. El señor Núñez y la señorita Berenice, infinitamente más nerviosos que sus discípulos, sabían de antemano que aquello no era posible. Con anquilostomos, con paludismo, con miseria, con olvido no era posible que aquel puñado de rapaces infelices aprendiera lo suficiente para aprobar un examen que iba a cumplirse de acuerdo con las sinopsis elaboradas en Caracas para niños sanos y bien nutridos. La señorita Berenice estaba más lirio que nunca y el señor Núñez se secaba el sudor con un pañuelo a cuadros mientras el bachiller de Calabozo dictaba las tesis correspondientes a la prueba escrita: «El Estado Trujillo. Población, ríos, distritos y municipios…». O la de gramática: «El adverbio. Definición y clasificación». O la de Instrucción Cívica: «Derechos constitucionales de los venezolanos».
Al día siguiente sucedió lo inevitable. El bachiller de Calabozo llegó apenadísimo a la escuela del señor Núñez, donde había de celebrarse la prueba oral. Como quien lanza al agua un objeto inútil, dejó caer sobre el pupitre del maestro un espeso fajo de cuartillas.
– Ni haciendo un esfuerzo caritativo pueden aprobarse -dijo-. Casi todos dejaron páginas enteras en blanco y los que intentaron desarrollar algún tema lo hicieron cometiendo infinidad de errores. Y luego la caligrafía, tan rudimentaria, como si fueran niños de seis años. Y la ortografía, no se diga. Ustedes deben comprender…
Núñez y Berenice comprendían demasiado. Inclusive deseaban hablar de otro asunto, del verano que había sido muy riguroso ese año, de la salud del obispo que se venía haciendo precaria. Pero el bachiller de Calabozo, insistió, esta vez sonreído:
– Por supuesto que hay una excepción. Las tesis de esta niña son excelentes.
Y extrajo de una carpeta de cuero las páginas que había escrito Carmen Rosa. Un carmín candoroso se extendió por el rostro de la señorita Berenice. El propio señor Núñez, conmovido, estrechó efusivamente la mano de la maestra.
Al bachiller de Calabozo le correspondía el trago amargo de anunciar la hecatombe al tropel anhelante que esperaba a la puerta de la escuela.
– Pueden regresar a sus casas. No hay prueba oral.
Y la señorita Berenice, tomando de un brazo a Carmen Rosa:
– Tú te quedas.
Presentó la prueba oral, única a responder ante tres examinadores, sin darse cuenta exacta de lo que estaba sucediendo. Y luego, comprendió que había llegado sola y sobresaliente a un quinto grado que nunca existiría, se echó a llorar.
Capítulo IV. La iglesia y el río
10
El padre Pernía, cura de Ortiz, mulato yaracuyano, era muy diferente al padre Franceschini. Tampoco tenía nada del padre Tinedo. De que ardía en su espíritu una fe inquebrantable en su religión, de eso no había duda. Y de que bajo la sotana llevaba pantalones de hombre, tampoco la había. Solamente esa fe y esos pantalones lograron sostenerlo tantos años en medio de aquellos escombros, sin lamentarse de su destino, sin pedir traslado, como si su dura voluntad emprendedora no tuviera como finalidad la de presenciar impotente la desintegración de aquellos caseríos llaneros. Él, que había nacido para fundar pueblos y no para verlos morir, para suministrar agua de bautismo y no óleo de extremaunción.
Ante el reclamo interior ineludible de fundar algo, fundó tres sociedades: La Sociedad del Corazón de Jesús -rosarios y vía crucis, lectura de Kempis, obras de caridad- para las señoras y las solteronas viejas; las Hijas de María -flores para el altar, «Tantum ergo» en coro, «No me mueve mi Dios para quererte»- para las solteras jóvenes; y las Teresitas del Niño Jesús -estampitas de la Virgen, catecismo de Ripalda, «Venid y vamos todas con flores a María»- para las niñas. Con los hombres nunca logró fundar nada. Profesaban una extraña teoría, impermeable a los más irrefutables argumentos, según la cual la religión era función específica y privativa de las mujeres.
No eran sociedades muy nutridas, naturalmente. Si es que ya casi no quedaba gente en el pueblo, y entre la que quedaba, ¿de dónde sacaban las pobres para comprar los zapatitos de las Teresitas y los velos blancos de las Hijas de María? En cada una de las agrupaciones las integrantes no pasaban de quince, que ya era bastante y que a tantas llegaban porque el padre Pernía era el padre Pernía.
Carmen Rosa fue Teresita del Niño Jesús y ya anhelaba que la ascendieran a Hija de María porque comenzaban a apuntarle los senos. En ese entonces le agradaba infinitamente el recinto de la iglesia, los santos que lo poblaban, las oraciones que se rezaban en su penumbra, el canturreo de las letanías, la música del viejo órgano.
– ¿Cómo no te va a gustar si es la única diversión que existe en Ortiz? -gruñía su descreído amigo el señor Cartaya.
Ciertamente, la iglesia y el río eran ya los dos únicos sitios de solaz, de aturdimiento, que le restaban al pueblo. Ya no se rompían piñatas los días de cumpleaños, ni se bailaba con fonógrafo los domingos, ni retumbaban los cobres de la retreta. En mitad de la plaza, montado en su columna blanca desde 1890, el pequeño busto del Libertador, demasiado pequeño para tan alta columna, no supo más de cohetes ni de charangas, de burriquitas ni de palos ensebados.
Un oscuro silencio se extendía, desde el anochecer, sobre los samanes y los robles de la plaza. Y en el día, cuando se marchaban las lluvias, un sol despiadado amenazaba con hacer morir de sed al desvalido Bolívar del busto.
La iglesia era un edificio digno del viejo Ortiz, el señero vestigio que quedaba en pie del viejo Ortiz. Es cierto que nunca concluyeron la construcción, pero la parte levantada era sólida y hermosa, no enclenque y remilgada capillita a merced del viento y del aguacero, sino robusto templo hecho, medio hecho porque no estaba hecho del todo, para hacerle frente a las fuerzas destructoras de la naturaleza.