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Tanto como el patio de su casa, el ámbito de la iglesia era un rincón de Ortiz que Carmen Rosa tenía en gran estima. Una sola nave, largo rectángulo de alto techo sostenido por poderosas vigas de madera. A la entrada, a la izquierda, trepaba la empinada y angosta escalera que conducía al coro, tan empinada que casi llegaba vertical. Pericote, el muy sinvergüenza, se arrodillaba junto a la puerta, simulando que miraba hacia el altar mayor, cuando en realidad estaba pecando mortalmente por atisbar las pantorrillas de las mujeres que subían por la escalera.

Santa Rosa esplendía en el altar mayor desde una ordinaria tricomía, reproducción de un lienzo adocenado y dulzón, de una cursilería enternecedora. La monjita limeña meditaba arrodillada en un reclinatorio de piedra, absorta en su libro de oraciones. Pero no era ella la única figura del cuadro. También estaba el Niño Jesús sentado en una nube de algodón, al nivel de la cabeza de la santa. El Niño extendía la mano derecha para ceñir la frente de la joven con una corona de rosas. La otra mano del pequeño Jesús empuñaba una vara de nardos. Por tierra, campo o jardín y no piso de iglesia o convento, esparció el pintor cuatro rosas.

Para todos, con excepción del señor Cartaya, aquel cuadro era una obra maestra, de insuperable belleza, primorosa y tierna como el alma de Santa Rosa. El señor Cartaya, por su parte, negaba todo mérito artístico al retrato de la santa y lo comparaba despectivamente a los almanaques de colores que repartía el jabón de Reuter. Atribuía mayores virtudes el señor Cartaya a un cuadro de grandes dimensiones, muy antiguo, tal vez colonial, situado a la derecha del confesionario; un Purgatorio, Cristo en los cielos, entre dos santos anónimos, mientras las ánimas emergían de las llamas, auxiliadas por un arcángel descomunal de manto rojo. Los demás habitantes de Ortiz hallaban sólo desproporción y fealdad en aquel lienzo pintado por mano inhábil, posiblemente esclava, y se limitaban a encogerse de hombros murmurando:

– ¡Chocheras del señor Cartaya!

A Carmen Rosa le causaba inquietud la extravagante opinión del señor Cartaya. Lo consideraba más inteligente que los otros y lamentaba no estar en esta oportunidad de acuerdo con el criterio del viejo masón. ¿Hablaría en serio el señor Cartaya? ¿Juzgaría realmente desagradable aquel calco amoroso del rostro luminoso y dulce de Santa Rosa? ¿Encontraría sinceramente belleza en los trazos toscos, en los colores turbios y mal distribuidos del Purgatorio? De tanto mirar y remirar el dichoso cuadro, rastreando el soplo artístico que el señor Cartaya le atribuía. Llegó a tener un sueño que le creó el grave compromiso de un gravísimo pecado.

– ¿Soñar es pecado, padre? -comenzó sin rodeos desde la rejilla del confesionario.

– Por lo general, no -respondió el cura displicente. Siguió ella sin tomar aliento para no quebrantar el impulso inicial-. Soñé que el arcángel ese que está en el cuadro del Purgatorio, el catire que tiene la espada en la mano, se salía del cuadro cuando yo estaba dormida y me tapaba con sus alas y me besaba en la boca…

– Pero si fue un sueño, tú no tienes la culpa de haberlo soñado, hija.

– Es que -ahora sí titubeó- me gustaba, padre.

– ¿Te gustaba cuando lo soñaste o te sigue gustando después? -preguntó el padre Pernía comenzando a preocuparse.

– Me gustó cuando lo soñé, padre. Ahora no me gusta. Me parece una cosa horrible, un sacrilegio…

Luego se sintió un tanto decepcionada, aunque libre de toda culpa. El padre Pernía poca o ninguna importancia le concedió a su sueño, ni pecado lo consideró. La penitencia fue la de siempre: una modesta y fugaz avemaría.

Sin embargo, el domingo siguiente, al salir de misa, el padre Pernía le notificó que había dejado de ser Teresita del Niño Jesús:

– Habla con doña Carmelita para que te corte el traje de Hija de María…

11

Otro personaje cardinal de su infancia, como el señor Cartaya y la señorita Berenice, como el patio de su casa y el recinto de la iglesia, fue el río. El humilde río Paya apenas lograba mención pasajera en la geografía. Pero cuando caían las lluvias de agosto y engrosaba su corriente, Carmen Rosa lo veía y lo sentía como uno de los elementos fundamentales del universo.

– Señorita Berenice, ¿será tan grande el mar?

El río, en los viejos tiempos, bordeaba la ciudad. Ahora, reducida Ortiz a un ángulo de sí misma, el Paya se le acercaba sólo a cincuenta metros de la Plaza de Las Mercedes. El camino descendía desde la capilla, abriéndose rumbos entre peñascos y cujíes, y llegaba al Paso de Plaza Vieja iban a bañarse las muchachas y a buscar agua Olegario en el burro. Pero la secreta ambición de Carmen Rosa era zambullirse un día, no en las angostas aguas tranquilas de Plaza Vieja, sino en el Paso Matutero, o en Guayabito, o en El Recodo, donde el Paya se hacía más profundo y donde se podía nadar de orilla a orilla hasta en verano.

El descenso al río era un rito cotidiano. Al regresar de la escuela, antes del almuerzo, Carmen Rosa y Marta, provistas de una toalla, jabón y totuma, iban en busca de la vecina Juanita Lara, que ya las estaba esperando. Juanita Lara, solterona y bizca, bajaba, capitana de su pequeño pelotón: Carmen Rosa, Marta y las que se agregaban, Elenita, que era blanca como un jarro de leche, y Lucinda, que movía las paticas en el agua como una rana. Juanita Lara las amparaba de posibles peligros, las enseñaba a defenderse de la corriente y a lanzarse de cabeza en lo hondo. Una vez que Pericote se puso a espiarlas desde los cujíes mientras se bañaban, recibió tal pedrada de Juanita Lara que no volvió a asomarse por Plaza Vieja en muchas semanas.

Salían del matorral en camisones burdos de liencillo, cortados por doña Carmelita, que por cierto era muy torpe para la costura. Antes de lanzarse al agua lucían grotescas, enfundadas en aquellos bolsones llenos de arrugas y mal secados al sol. Pero luego, cuando la mano del agua les moldeaba los cuerpos y les domaba los cabellos en rebelión, tornábanse hermosas las dos hermanas. Carmen Rosa tenía ya catorce años, era ancha de hombros, cimbreña de cintura y firme de muslos. Martica tenía trece, airosa como una espiga y le estaban naciendo los senos pequeñitos y duros como ciruelas.

Metidas en el río, alejadas de Juanita Lara, que se había quedado en la orilla quejándose de un calambre, le hizo Martica su confidencia:

– Tú sabes una cosa, Carmen Rosa, yo tengo novio…

– Creyó al principio que Martica bromeaba. Le respondió burlonamente:

– Sí, ya sé, el negro Güeregüere.

La hermana sonrió. En otras ocasiones se había enojado con Carmen Rosa por aquella chanza desagradable: «Martica, no me lo niegues, tú tienes amores con Güeregüere». «Mi hermana, yo quiero ser madrina de tu matrimonio con Güeregüere». Pero esta vez, inopinadamente, le causó gracia la cuchufleta de Carmen Rosa.

– En serio. Carmen Rosa, tengo novio.

Lo dijo con tan sencilla gravedad que Carmen Rosa permaneció muda, anhelante, esperando el resto de la revelación.

– Panchito y yo somos novios desde hace más de quince días, desde hace exactamente diecisiete días. Se me declaró en plena calle, en la plaza, cuando tú te estabas confesando y yo te esperaba fuera de la iglesia.

– ¿Y qué te dijo?

– Guá, chica, ¿qué me iba a decir? Que estaba enamorado de mí, que no hacía sino pensar en mí a todas horas y que si yo no sentía lo mismo.

– ¿Y tú qué le contestaste?

– Pues le contesté la verdad, que yo también lo quería.

– ¿Y cómo lo sabes?

– Lo sé desde hace tiempo. Porque me tiemblan las manos cuando él se acerca, porque me siento rara cuando él está lejos…

– Entonces, ¿ahora son novios?

– Claro.

– ¿Y qué cosa es ser novios?

– Chica, ¡tú sí que preguntas! Ser novios es mirarnos mucho y decirnos que nos queremos, cuando podemos.

– ¿Y no te ha besado?

– Todavía no. Pero en cuanto me pida un beso, palabra de honor que se lo doy…

Como se acercaba Juanita Lara, aliviada del calambre, Marta cortó la charla y se lanzó de espaldas a la corriente del río. Las aguas del Paya arrastraron un trecho, dulcemente, su silueta en botón, su perfil de medalla, sus nacientes senos pequeñitos y duros como ciruelas.