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12

Carmen Rosa ayudaba a doña Carmelita y a Olegario en el trabajo de la tienda. No vendía queso para no ensuciarse las manos al cortarlo, ni servía el trago de ron o yerbabuena a los bebedores. Pero atendía a las mujeres que iban a comprar telas elementales, liencillo, zaraza, género blanco, y cintas para adornarse, o despachaban papeletas de quinina, frascos de jarabe, paquetes de algodón. A veces necesitaba treparse al mostrador para descolgar una olla de peltre o un rollo de mecate. También llevaba las cuentas porque Olegario se equivocaba siempre en las sumas y la vista cansada de doña Carmelita solía confundir el cinco con el tres.

El negro Güeregüere nunca compraba nada. Era un negro costeño de Guanta o Higuerote, marinero en su remota juventud a bordo de una goleta contrabandista que hacía viajes innumerables a Curazao, Trinidad y Martinica. Ahora estaba viejo, casi tan viejo como el señor Cartaya y nadie recordaba cuándo llegó a Ortiz y por qué se había quedado en el pueblo. Güeregüere nunca trabajó por dinero sino a cambio de la comida, bebida o ropa. Iba a buscar agua al río si le proporcionaban un almuerzo, ayudaba dos semanas en un conuco a trueque de un par de alpargatas y realizaba tareas aún más arduas por una botella de ron. Se emborrachaba al tercer trago y hablaba entonces, o simulaba hablar, en idiomas extranjeros que no conocía pero que imitaba con sagaz intuición.

– Carmen Rosa, juat tiquin plis brindin palit de ron for Güeregüere -entraba mascullando en su arbitraria fonética inglesa.

O bien:

– Si vú plé, que es que cé, le mesié Güeregüere con si con sá, mercí pur le torcó.

Llegaba hasta meterse con las lenguas muertas en virtud de haber sido amigo, compañero de parrandas y feligrés del padre Tinedo:

– Dóminus vobiscum, turris ebúrnea, salva espiritu tuo brindandum tragus Güeregüerum.

Carmen Rosa estallaba de risa y le servía el trago, a escondidas de doña Carmelita y de Olegario, por supuesto, que bien se cuidaba Güeregüere de no entrar a «La Espuela de Plata» sino cuando ellos estaban ausentes. Y permanecía un rato frente al mostrador divirtiendo a Carmen Rosa con aquellas extrañas jerigonzas.

– Tu mamá comin pliqui. Güeregüere spic basirruc, raspinflai gudbai.

Otro visitante, cuando se hallaba sola en la tienda, era Celestino. Celestino tenía apenas un año más que ella pero le llevaba de altura toda la cabeza. Se enamoró de Carmen Rosa desde que tuvo uso de razón. La esperaba a la salida de la escuela, plantado en la esquina, estirado y soportando sol como un cardón. La seguía luego hasta la casa, a más de veinte pasos de distancia, y la miraba con unos ojos anhelantes y profundos, con una ternura que era una larga súplica. A medida que ambos crecían, le iba creciendo el amor a Celestino y extendiéndosele por todo el cuerpo, como la sangre. Pero nunca se atrevió a decirle nada porque estaba seguro de lo que ella iba a responderle, que no lo quería, y entonces sería preciso renunciar a todo, inclusive a la esperanza. A aquella dulce, dolorosa, infundada esperanza.

– Buenas tardes, Carmen Rosa.

– Buenas tardes, Celestino.

Y callaba mirándola a hurtadillas para no parecerle impertinente, sobrecogido por el angustioso temor de que llegaran a serle incómodas sus visitas. El paludismo le había agudizado más los pómulos, entristecido más la mirada.

– ¿Qué hay de nuevo? -decía ella por romper un largo silencio.

– Nada. Se le murió la burra negra a la señora Socorro, de una gusanera…

Y se mordía los labios al comprender que estaba diciendo una torpeza, una vulgaridad inadecuada.

– Anoche se cayó la pared más alta de la casa de los Vargas en la calle real -decía, cambiando de tema-. ¿Te acuerdas?

Se acordaba Carmen Rosa. Celestino la llevó una vez a las ruinas de esa casa que conservaba intactas la puerta principal y una ventana por la cual asomaban a la calle las ramas desesperadas de un árbol. Al trasponer la puerta, el interior derrumbado explicaba la fuga del árbol, su atormentado afán de escapar de aquella desolación. Quedaba una pared muy alta, al fondo, cubierta de grietas y costras amarillas, arañada por enredaderas salvajes. De la pared emergía una viga rota, como un brazo partido, como un oscuro muñón implorante. Celestino se perdió entre los escombros y volvió al rato con un pichón de paloma poncha que había cazado para ella.

Ahora también le traía regalos: doradas naranjas de San Sebastián, un peine que le compró al turco Samuel, gonzalitos en castaño y amarillo, paraulatas en sepia y gris.

– Gracias, Celestino -decía Carmen Rosa, muy seria.

Pero no sonreía cuando él le hablaba, ni cuando la paraulata rompía a cantar sobre el mostrador, y Celestino comprendía una vez más que era mejor no decirle nada porque, al responderle ella que no lo quería, tendría que renunciar a todo, inclusive a la esperanza.

Capítulo V. Parapara de Ortiz

13

Un día de Santa Rosa apareció Sebastián. No porque las casas se estuvieran cayendo, ni porque la gente hubiera huido o muerto, dejaba de celebrarse en Ortiz el día de Santa Rosa. Cura había, iglesia había, campanas había y también tocadores de cuatro y maracas. Epifanio, el de la bodega, pulsaba aceptablemente el arpa y Pericote cantaba galerones. Se jugaba a los gallos, no en gallera pública sino en el corral de la casa del jefe civil, cuando no en la trastienda enladrillada de la bodega de Epifanio. Y por la tarde salía Santa Rosa en procesión, con treinta mujeres, quince niños y diez hombres, casi todos enfermos, pero salía.

Panchito y Celestino, de liquiliquis almidonados, entraron a la casa de las Villena cuando reverberaba el sol del mediodía. Venían de los gallos, hablando de Sebastián.

– Es un muchacho de Parapara -explicó Panchito a las mujeres- que trajo un zambo muy bonito para pelearlo aquí.

Le soltaron el mejor gallo del lugar, el marañón del coronel Cubillos, con cinco peleas ganadas y de nombre Cunaguaro. Al jefe civil se lo había enviado, como regalo de cumpleaños, desde San Juan de los Morros o desde el propio Maracay, un compadre y paisano suyo. Y había ganado ya, todas por muerte, esas cinco peleas a los gallos más bravos de Ortiz y San Sebastián.

El muchacho de Parapara extrajo su gallo calmosamente de la busaca blanca y dijo sopesándolo:

– ¿No habrá en Ortiz un gallo fino para este pollo ordinario?

– ¿Con cuánto quiere jugarlo? -retrucó el coronel Cubillos socarronamente.

– Traje diez pesos de Parapara -dijo Sebastián.

– Diez pesos son cuatro lochas.

– Yo también traje cinco pesos -intervino un primo de Sebastián que había venido acompañándolo.

– Bueno -accedió el jefe civil-. Van los quince pesos.

Y dirigiéndose a uno de los dos palúdicos agentes de policía del pueblo:

– Juan de Dios, vaya a buscar a Cunaguaro.

Mientras llegaba Cunaguaro, Sebastián soltó el zambo en el patio. Era un hermoso gallo de pelea. Alta la cabeza desafiante, de duro acero las afiladas espuelas, haz de plumas relucientes la cola altanera. El sol llanero arrancaba destellos de esmalte a los ardientes colores del plumaje.

Trajeron a Cunaguaro, el marañón de asesinos ojos vidriosos. Era un gallo de cría, de genuina raza española, altas las patas y largas las plumas de la cola. Juan de Dios lo cargaba con grandes miramientos, cual si le profesase al gallo tanto respeto y tanto miedo como al jefe civil.

Más que soltarlo, se le salió de las manos a Juan de Dios para hacerle frente al zambo de Sebastián que lo esperaba a pie firme. Se miraron un rato con ojos de candela, engrifadas las gorgueras del cuello, acechando la brecha para la herida. Y fue el zambo el primero en arrojarse al ataque, saltando con embestida de tigre al pecho del marañón, esgrimiendo como lanzas las espuelas en el ventarrón del asalto.

– ¡Vamos, mi zambo! -gritó Sebastián.

Cual si lo impulsara el grito familiar, el gallo de Parapara cargó con mayor saña. Esta vez el pico fiero se prendió del buche de Cunaguaro y la espuela del zambo abrió una honda puñalada en el cuello de su adversario. Una sangre oscura y bombollante se extendió sobre el grana vivo del pescuezo.

– ¡Vamos, mi zambo, que está mal herido! -volvió a gritar Sebastián.

Era un valiente el marañón del coronel Cubillos. Por el boquete de la herida fluía la sangre como el agua de un caño, y peleaba, sin embargo, con renovada furia, batiendo una y otra vez su pecho contra el pecho del zambo, saltando una y otra vez con las espuelas en ristre. El jefe civil, que lo veía perder sangre y presentía su debilitamiento, miraba el combate silencioso y ceñudo.