Cuando Mario entregó la cuenta al señor Cartwright, este pagó en metálico e insistió en que le diera la factura. Cuando salieron del restaurante, Doris se sentó al volante del coche, lo cual permitió a Dennis anotar todas las cifras pertinentes en su libreta, mientras seguían frescas en su memoria.
– Una comida excelente -comentó su mujer mientras volvían a Romford-. Espero que podamos volver otro día.
– Volveremos -prometió él- la semana que viene, Doris. -Hizo una pausa-. Si puedo conseguir mesa.
Los señores Cartwright volvieron al restaurante tres semanas después, esta vez a cenar. Dennis se quedó impresionado al comprobar que Mario no solo recordaba su nombre, sino que incluso les daba la misma mesa. En esta ocasión, el señor Cartwright observó que Mario atendía tres turnos: uno antes de las representaciones teatrales (casi lleno), el turno de noche (hasta los topes) y un tercero tras la salida del teatro (medio lleno). Los últimos pedidos se tomaban a las once.
El señor Cartwright calculó que casi trescientos cincuenta clientes habían pasado por el restaurante aquella noche; si a eso se añadía la clientela de mediodía, el total superaba los quinientos por día. También calculó que la mitad pagaba en metálico, pero no podía demostrarlo.
La cuenta de Dennis ascendió a setenta y cinco libras (es fascinante que los restaurantes cobren más de noche que a la hora de la comida, aun cuando te sirvan los mismos platos). El señor Cartwright calculó que cada cliente debía de pagar entre veinticinco y cuarenta libras, y probablemente se quedaba corto. Así pues, en una semana cualquiera, Mario debía de servir a tres mil clientes como mínimo, lo cual debía de producir unos ingresos de noventa mil libras a la semana, unos cuatro millones de libras al año, descontando el mes de agosto.
Cuando el señor Cartwright volvió a su oficina a la mañana siguiente, repasó una vez más los libros del restaurante. El señor Gambotti declaraba una facturación de dos millones ciento veinte mil libras y unos beneficios, tras descontar los gastos, de ciento setenta y dos mil libras. ¿Qué pasaba con los otros dos millones?
El señor Cartwright seguía desconcertado. Al acabar la jornada se llevó los libros a casa, donde continuó examinando las cifras hasta bien entrada la noche.
– Eureka -exclamó justo antes de ponerse el pijama.
Uno de los gastos no cuadraba.
A la mañana siguiente concertó una cita con su supervisor.
– Será preciso que me facilite todas las cifras de esta semana en concreto -dijo Dennis al señor Buchanan, mientras apoyaba el índice sobre uno de los conceptos incluidos en la lista de gastos- y, más importante aún -añadió-, sin que el señor Gambotti sospeche lo que estoy haciendo.
El señor Buchanan le autorizó a ausentarse de la oficina, siempre que no fuera para volver a comer en Mario´s.
El señor Cartwright dedicó casi todo el fin de semana a perfeccionar su plan, consciente de que el menor indicio de lo que estaba tramando concedería al señor Gambotti tiempo suficiente para borrar sus huellas.
El lunes, el señor Cartwright se levantó temprano y fue a Fulham sin molestarse en pasar por la oficina. Aparcó el Skoda en una calle lateral, desde la que podía ver con claridad la entrada de Mario´s. Sacó una libreta de un bolsillo interior de la chaqueta y empezó a anotar el nombre de todos los proveedores que visitaban el local aquella mañana.
La primera furgoneta que llegó y estacionó en la doble línea amarilla que corría delante del restaurante era un conocido proveedor de hortalizas, al que unos minutos después siguió un carnicero. A continuación descargó su mercancía una floristería de moda; después un vinatero y una pescadería, hasta que por fin apareció el vehículo que el señor Cartwright había estado esperando: la furgoneta de una lavandería. El conductor descargó tres cajas grandes, las llevó al interior del restaurante, de donde salió cargado con otras tres, y se marchó. El señor Cartwright no tuvo necesidad de seguir a la furgoneta porque el nombre, la dirección y el número de teléfono de la empresa estaban pintados en ambos costados del vehículo.
El señor Cartwright volvió a la oficina y se sentó a-su escritorio justo antes de mediodía. Informó de inmediato a su supervisor y solicitó que ejerciera su autoridad para llevar a cabo una inspección en la empresa de marras. El señor Buchanan aceptó de nuevo, pero en esta ocasión recomendó cautela. Aconsejó al señor Cartwright que llevara a cabo una investigación ordinaria, para que la empresa no cayera en la cuenta de lo que buscaban en realidad.
– Puede que tardemos un poco más -dijo Buchanan-, pero de esta forma tendremos más probabilidades de éxito. Hoy les enviaré una nota; después concierte una cita cuando a ellos les vaya bien.
Dennis siguió el consejo de su supervisor, de manera que transcurrieron tres semanas antes de que se personara en las oficinas de la lavandería Marco Polo. Al llegar a las dependencias a la hora convenida dejó claro al gerente que la suya era una inspección ordinaria y que no esperaba descubrir la menor irregularidad.
Dennis pasó el resto del día revisando una a una las cuentas de los clientes, pero solo se detenía a tomar notas detalladas cuando encontraba una entrada del restaurante de Mario. A mediodía, había reunido todas las pruebas que necesitaba, pero no abandonó las oficinas de Marco Polo hasta las cinco con el fin de no despertar sospechas. Cuando Dennis se marchó, aseguró al gerente que estaba satisfecho con sus libros y que no habría más visitas de seguimiento. Se abstuvo de decir que uno de sus principales clientes sí recibiría algunas.
El señor Cartwright ya estaba sentado a su escritorio a las ocho de la mañana siguiente, pues deseaba terminar su informe antes de que apareciera su jefe.
Cuando el señor Buchanan entró a las nueve menos cinco, Dennis saltó del asiento con una expresión de triunfo. Estaba a punto de comunicarle la noticia, cuando el supervisor se llevó un dedo a los labios e indicó que debía seguirle a su despacho. Una vez cerrada la puerta, Dennis dejó el informe sobre la mesa y refirió a su jefe los detalles de la investigación. Esperó con paciencia, mientras el señor Buchanan estudiaba los documentos y reflexionaba sobre sus implicaciones. Por fin levantó la vista e indicó a Dennis que ya podía hablar.
– Esto demuestra -empezó Dennis- que cada día de los últimos doce meses el señor Gambotti ha enviado doscientos manteles y más de quinientas servilletas a la lavandería Marco Polo. Si se fija en esta entrada en particular -añadió, al tiempo que indicaba un libro mayor abierto al otro lado del escritorio-, observará que Gambotti solo declara ciento veinte reservas por día, para unos trescientos clientes. -Dennis hizo una pausa antes de asestar su golpe de gracia-. ¿Por qué ha de enviar cada año a la lavandería más de tres mil manteles y cuarenta y cinco mil servilletas, a menos que tenga cuarenta y cinco mil clientes? -preguntó. Hizo otra pausa-. Porque está lavando dinero -dijo Dennis, muy complacido con su juego de palabras.
– Buen trabajo, Dennis -dijo el jefe del departamento-. Prepare un informe completo, y yo me ocuparé de que acabe en la mesa de nuestro departamento de delitos económicos.
Por más que se esforzó, Mario no pudo justificar los tres mil manteles y las cuarenta y cinco mil servilletas ante el señor Gerald Henderson, su cínico abogado. Este solo dio un consejo a su cliente:
– Declárese culpable e intentaré llegar a un acuerdo.
El Ministerio de Hacienda logró recuperar dos millones de libras en impuestos del restaurante de Mario, y el juez condenó a Mario Gambotti a seis meses de prisión, de los cuales solo cumplió cuatro semanas. Le perdonaron tres meses por buen comportamiento y, como era su primer delito, durante los dos restantes se le realizaba un seguimiento electrónico.