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Dick permaneció en silencio en el asiento trasero del coche, mientras repasaba todo cuanto necesitaba controlar antes de regresar a San Petersburgo. Cuando Stan atravesó las puertas de hierro forjado y se detuvo ante la mansión neogeorgiana, Dick ya sabía qué debía hacer. Bajó del automóvil de un salto y entró corriendo en la casa. Dejó que Stan cogiera las maletas y que el ama de llaves las deshiciera. Le sorprendió no ver a su esposa en lo alto de la escalera, esperando para recibirle, pero enseguida cayó en la cuenta de que había cogido un vuelo anterior y Maureen no le esperaba hasta al cabo de dos horas.

Dick subió a toda prisa a su dormitorio, se quitó la ropa y la arrojó al suelo. Entró en el cuarto de baño, abrió la ducha y dejó que los chorros de agua caliente se llevaran la mugre de San Petersburgo y de Aeroflot.

Después de vestirse con ropa informal examinó su aspecto en el espejo. A los cincuenta y tres años, su pelo empezaba a encanecer prematuramente y, aunque intentaba poner freno a su estómago, sabía que debía perder unos cuantos kilos, un par de agujeros del cinturón… en cuanto el acuerdo estuviera firmado y tuviera más tiempo para él, se prometió.

Bajó a la cocina. Pidió a la cocinera que le preparara una ensalada y a continuación entró en la sala de estar, cogió The Times y echó un vistazo a los titulares. Un nuevo líder del Partido Conservador, un nuevo líder de los demócratas liberales, y ahora Gordon Brown había sido elegido líder del Partido Laborista. Ninguno de los principales partidos se presentaría a las siguientes elecciones con el mismo dirigente al frente.

Dick alzó la vista cuando el teléfono empezó a sonar. Se acercó al escritorio de su mujer, descolgó el auricular y oyó la voz de Jill al otro lado.

– La reunión de la junta directiva se celebrará el próximo jueves a las diez de la mañana y Sam Cohén te recibirá mañana a las ocho en su despacho. -Dick sacó una pluma del bolsillo interior de su chaqueta-. He enviado un correo electrónico a todos los miembros de la junta para avisarles de que es de la máxima importancia -añadió Jill.

– ¿A qué hora has dicho que tengo la reunión con Sam?

– A las ocho de la mañana en su despacho. Tiene que estar a las diez en los tribunales con otro cliente.

– Estupendo. -Dick abrió el cajón de su mujer y sacó la primera hoja de papel que encontró. Escribió: «Sam, despacho, 8,juev. reunión junta, 10»-. Buen trabajo, Jill -añadió-.Vuelve a reservarme habitación en el hotel Grand Palace y envía un correo electrónico al ministro para comunicarle la hora a la que llegaré.

– Ya lo he hecho -dijo Jill-.También te he reservado un vuelo a San Petersburgo el viernes por la tarde.

– Bien hecho. Nos vemos mañana a las diez.

Dick colgó el auricular y se encaminó hacia su estudio con una amplia sonrisa en la cara. Todo iba a salir bien.

Cuando llegó a su escritorio, Dick pasó los datos de las citas a su agenda. Estaba a punto de arrojar la hoja a la papelera, cuando decidió mirar si contenía algo importante. Desdobló una carta, que empezó a leer. Su sonrisa dio paso a una expresión ceñuda, mucho antes de que llegara al último párrafo. Volvió a leer la carta, marcada como privada y personal.

Apreciada señora Barnsley:

La presente es para confirmar su cita en nuestras oficinas el viernes 30 de abril, con el fin de continuar la conversación sobre el asunto que nos planteó el martes pasado. Al recordar las graves implicaciones de su decisión he pedido a mi socio que nos acompañe en esta ocasión.

Esperamos verla el próximo día 30.

Le saluda atentamente,

Dick descolgó al instante el teléfono de su escritorio y marcó el número de Sam Cohén confiando en que todavía no se hubiera marchado del despacho. Cuando Sam atendió su línea privada, Dick se limitó a preguntar:

– ¿Conoces a un abogado llamado Andrew Symonds?

– Solo por su fama -respondió Sam-. Claro que yo no estoy especializado en divorcios.

– ¿Divorcios? -repitió Dick, mientras oía cómo un coche subía por el camino de grava. Miró por la ventana y vio un Volkswagen que seguía el círculo y se detenía ante la puerta principal. Observó a su mujer mientras ésta bajaba del automóvil-. Nos veremos mañana a las ocho, Sam, y el contrato con los rusos no será el único tema del orden del día.

El chófer de Dick le dejó ante las oficinas de Sam Cohén, en Lincoln’s Inn Field, pocos minutos antes de las ocho de la mañana siguiente. El abogado se levantó de la silla para saludar a su cliente cuando entró en la habitación. Indicó una cómoda butaca al otro lado de la mesa.

Dick abrió el maletín incluso antes de sentarse. Sacó la carta y se la pasó a Sam. El abogado la leyó despacio antes de dejarla sobre el escritorio delante de él.

– He estado pensando en el problema toda la noche -dijo-, y he hablado con Anna Rentoul, nuestra experta en divorcios. Me ha confirmado que Symonds solo se ocupa de disputas matrimoniales, de modo que lamento decir que tendré que hacerte algunas preguntas de índole personal.

Dick asintió en silencio.

– ¿Alguna vez has hablado de divorcio con Maureen?

– No -contestó Dick con firmeza-. Discutimos de vez en cuando, pero ¿qué pareja con veinte años a las espaldas no lo hace?

– ¿Nada más que eso?

– En una ocasión amenazó con dejarme, pero creía que eso era agua pasada. -Dick hizo una pausa-. Me sorprende que no haya hablado del asunto conmigo antes de consultar a un abogado.

– Suele pasar -dijo Sam-. Más de la mitad de los maridos que reciben una demanda de divorcio no se lo veía venir.

– Yo pertenezco a esa categoría, no cabe duda -admitió Dick-. ¿Qué debo hacer?

– Poco puedes hacer antes de que ella presente la solicitud, y no creo que vayas a ganar nada sacando el tema a colación. Sin embargo, eso no quiere decir que no debamos prepararnos. ¿Por qué motivos puede solicitar el divorcio?

– No se me ocurre ninguno.

– ¿Tienes algún lío?

– No. Bien, sí, una aventura con mi secretaria… pero nada importante. Ella cree que va en serio, pero pienso sustituirla en cuanto se haya firmado el contrato del gaseoducto.

– Así pues, ¿el acuerdo sigue adelante?

– Sí, por eso necesitaba verte con tanta urgencia -contestó Dick-. He de estar de vuelta en San Petersburgo el 16 de mayo, cuando ambas partes firmarán el contrato. -Hizo una pausa-. El presidente Putin asistirá a la ceremonia.

– Felicidades -dijo Sam-. ¿Cuánto te supondrá eso?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Porque tal vez no seas la única persona que desea ver el negocio concluido.

– Unos sesenta millones… -respondió Dick con tono vacilante-… para la empresa.

– ¿Aún posees el cincuenta y uno por ciento de las acciones?

– Sí, pero siempre podría ocultar…

– Ni se te ocurra -le interrumpió Sam-. No podrás ocultar nada si Symonds se ocupa del caso. Olfateará hasta el último penique, como los cerdos que localizan trufas, y si el tribunal descubre que has intentado engañarlo, el juez sentirá todavía más compasión por tu esposa. -El abogado hizo una pausa, miró a su cliente y repitió-: Ni se te ocurra.

– Entonces, ¿qué debo hacer?

– Nada que despierte sospechas. Dedícate a tus asuntos como de costumbre, como si no tuvieras ni idea de lo que está tramando. Entretanto yo consultaré con un asesor y así al menos estaremos mejor preparados de lo que el señor Symonds imagina. Y una cosa más -agregó Sam, y de nuevo miró fijamente a su cliente-; basta de actividades extramatrimoniales hasta que el problema se haya solucionado. Es una orden.

Dick no perdió de vista a su esposa durante los días siguientes, pero esta no dio señales de estar tramando algo. En todo caso, hizo gala de un interés inusitado por el resultado del viaje a San Petersburgo y, mientras cenaban el jueves por la noche, le preguntó si la junta había tomado una decisión.