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– Por supuesto -contestó Dick-. En cuanto Sam explicó a los consejeros cada cláusula con todo lujo de detalles y contestó a todas sus preguntas, prácticamente aprobaron el contrato sin vacilar.

Dick se sirvió una segunda taza de café. La siguiente pregunta de su esposa le pilló por sorpresa.

– ¿Quieres que te acompañe a San Petersburgo? -Podríamos ir el viernes -añadió- y dedicar el fin de semana a visitar el Hermitage y el Palacio de Verano. Incluso podríamos encontrar un momento para ver la colección de ámbar de Catalina, algo que siempre he deseado hacer.

Dick no contestó de inmediato, consciente de que no se trataba de una propuesta espontánea, como años atrás, cuando Maureen le acompañaba en algún viaje de negocios. Su primera reacción fue preguntarse qué estaba maquinando su esposa.

– Me lo pensaré -respondió al fin, y dejó que el café se enfriara.

Dick llamó a Sam Cohén a los pocos minutos de llegar a su despacho y le informó de la conversación.

– Symonds le habrá aconsejado que sea testigo de la firma del contrato -apuntó Cohén.

– Pero ¿por qué?

– Para que Maureen pueda declarar que siempre ha desempeñado un papel crucial en tu éxito en los negocios, que siempre te ha apoyado en los momentos decisivos…

– Y una mierda -dijo Dick-. Nunca le ha interesado cómo gano el dinero, solo cómo puede gastarlo.

– … y por lo tanto tiene derecho al cincuenta por ciento de tus bienes.

– Pero eso podría significar más de treinta millones de libras -protestó Dick.

– Es evidente que Symonds ha hecho los deberes.

– Le diré que no puede acompañarme. Que no es apropiado.

– Lo cual permitirá al señor Symonds cambiar de táctica. Te presentará como un hombre despiadado que, en cuanto triunfó, apartó a su cliente de su vida; viajaba a menudo al extranjero con una secretaria que…

– De acuerdo, de acuerdo, ya lo entiendo. Por lo tanto, dejar que me acompañe a San Petersburgo puede ser el mal menor.

– Por una parte… -advirtió Sam.

– Malditos abogados -dijo Dick antes de que el otro acabara la frase.

– Es curioso que solo nos necesitéis cuando tenéis problemas -continuó Sam-, Intentaremos prever su siguiente movimiento.

– ¿Cuál podría ser?

– En cuanto lleguéis a San Petersburgo, querrá hacer el amor.

– Hace años que no lo hacemos.

– Y no porque yo no haya querido, señoría.

– Maldita sea -dijo Dick-. No puedo ganar.

– Sí, siempre que no sigas el consejo de lady Longford, quien, cuando le preguntaron si alguna vez había pensado en divorciarse de lord Longford, contestó: «En el divorcio, nunca; en el asesinato, con frecuencia».

Los señores Barnsley llegaron al hotel Grand Palace de San Petersburgo quince días después. Un portero depositó sus maletas en un carrito y les acompañó a la suite Tolstoi, en el noveno piso.

– He de ir al lavabo antes de que reviente -dijo Dick, al tiempo que entraba en la habitación adelantando a su esposa.

Mientras su marido desaparecía en el cuarto de baño, Maureen miró por la ventana y admiró las cúpulas doradas de la catedral de San Nicolás.

En cuanto hubo echado el pestillo de la puerta, Dick quitó el letrero de no beban agua del grifo que había encima del lavabo y lo escondió en el bolsillo trasero de sus pantalones. A continuación abrió las dos botellas de Evian y las vació en la pila. Después, las llenó con agua del grifo y las devolvió a su sitio, en una esquina del lavabo. Descorrió el pestillo y salió.

Dick empezó a deshacer su maleta, pero interrumpió la tarea en cuanto Maureen se dirigió al cuarto de baño. En primer lugar, sacó del bolsillo trasero de su pantalón el letrero de no beban agua del grifo, lo metió en el bolsillo lateral de la maleta y cerró la cremallera. Luego paseó la vista por la habitación. Había una botella pequeña de Evian a cada lado de la cama y otras dos grandes en la mesa situada junto a la ventana. Cogió la botella que había en el lado de su mujer y fue a la pequeña cocina que había al fondo de la habitación. Vertió el contenido en el fregadero y volvió a llenarla con agua del grifo. Después la dejó en la mesilla de noche de Maureen. Acto seguido, cogió las dos botellas grandes de la mesa y repitió la operación.

Cuando su esposa salió del cuarto de baño, Dick casi había terminado de deshacer la maleta. Mientras Maureen continuaba deshaciendo la suya, Dick fue a su lado de la cama y marcó un número que no necesitó consultar. Mientras esperaba a que contestaran, abrió la botella de Evian de su lado y dio un sorbo.

– Hola, Anatol, soy Dick Barnsley. Te informo de que acabamos de registrarnos en el hotel Grand Palace.

– Bienvenido a San Petersburgo -dijo una voz cordial-, ¿En esta ocasión te acompaña tu esposa?

– Por supuesto -contestó Dick-, y tiene muchas ganas de conocerte.

– Yo también -dijo el ministro-. Procura relajarte este fin de semana porque lo del lunes por la mañana ya está preparado. El presidente llegará mañana por la noche, de modo que estará presente en la firma del contrato.

– ¿A las diez en el Palacio de Invierno?

– A las diez -repitió Chenkov-.Te recogeré en tu hotel a las nueve. Solo hay media hora en coche, pero no podemos permitirnos el menor retraso.

– Te estaré esperando en el vestíbulo -dijo Dick-. Hasta entonces. -Colgó el teléfono y se volvió hacia su mujer-. ¿Qué te parece si bajamos a cenar, querida? Mañana nos espera un largo día. -Adelantó el reloj tres horas-. Así pues, tal vez sería prudente retirarnos pronto.

Maureen dejó un camisón largo de seda sobre su lado de la cama y sonrió para expresar su conformidad. Cuando se volvió para guardar la maleta vacía en el ropero, Dick se metió con disimulo una botella de Evian de la mesilla de noche en el bolsillo de la chaqueta. Después bajó con su esposa al comedor.

El maître les condujo hasta una mesa tranquila en un rincón y, en cuanto se sentaron, les entregó sendas cartas. Maureen desapareció tras la gran cubierta de piel, mientras consideraba la posibilidad de pedir el menú del día, lo cual concedió a Dick tiempo suficiente para sacar del bolsillo la botella de Evian, abrirla y llenar el vaso de su mujer.

Cuando hubieron elegido sus platos, Maureen repasó su propuesta de itinerario para los dos días siguientes.

– Creo que deberíamos empezar por el Hermitage -señaló-, parar a comer y después pasar el resto de la tarde en el Palacio de Verano.

– ¿Y la colección de ámbar?-preguntó Dick, mientras llenaba el vaso de agua de su esposa-. Pensaba que era imprescindible.

– He programado la colección de ámbar y el Museo Ruso para el domingo.

– Lo tienes todo muy bien organizado -dijo Dick, mientras un camarero depositaba un cuenco de borscht delante de su mujer.

Maureen se pasó el resto de la cena hablando a Dick de algunos de los tesoros que verían en el Hermitage. Cuando él hubo firmado la cuenta, su esposa se había bebido toda la botella de agua.

Dick deslizó la botella vacía en su bolsillo. En cuanto volvieron a la habitación, la llenó con agua del grifo y la dejó en el baño.

Cuando Dick se hubo desvestido y acostado, Maureen continuaba estudiando su guía de la ciudad.

– Estoy agotado -dijo él-. Debe de ser el cambio horario.

Dio la espalda a su mujer confiando en que no se percatara de que en Londres apenas eran las ocho de la noche.

Dick despertó a la mañana siguiente muy sediento. Miró la botella de Evian vacía de su lado de la cama y se acordó a tiempo. Se levantó, fue a la nevera y eligió un envase de zumo de naranja.

– ¿Irás al gimnasio esta mañana? -preguntó a Maureen, que estaba medio despierta.