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– Hemos de regresar al hotel Grand Palace de inmediato -dijo Dick, mientras su mujer se desplomaba en el asiento trasero como un borracho expulsado de un pub un sábado por la noche.

Durante el largo trayecto de vuelta a San Petersburgo Maureen vomitó profusamente, pero el taxista no hizo ningún comentario, sino que mantuvo una velocidad constante por la autopista. Cuarenta minutos después, se detuvo ante el hotel Grand Palace. Dick le entregó un fajo de billetes y pidió disculpas.

– Espero que la señora se reponga -dijo el hombre.

– Sí, yo también -repuso Dick.

Ayudó a su mujer a bajar del coche y la condujo hacia el vestíbulo del hotel, que atravesaron rápidamente en dirección a los ascensores, pues no deseaba llamar la atención. Entraron en la habitación unos segundos después. Maureen desapareció de inmediato en el cuarto de baño y, pese a que había cerrado la puerta, Dick oyó que vomitaba. Inspeccionó la habitación. Durante su ausencia habían sustituido todas las botellas de Evian. Solo se molestó en vaciar la que había en la mesilla de noche de Maureen, y volvió a llenarla con agua del grifo de la cocina.

Maureen salió por fin del cuarto de baño y se derrumbó en la cama.

– Estoy fatal -dijo.

– Quizá deberías tomar un par de aspirinas y dormir un poco.

Maureen asintió débilmente.

– ¿Puedes ir a buscarlas? Están en mi bolsa de aseo.

– Por supuesto, querida.

En cuanto las localizó, llenó un vaso con agua del grifo y volvió al lado de su esposa. Esta se había quitado el vestido, pero no la combinación. Dick la ayudó a sentarse y se dio cuenta por primera vez de que estaba empapada en sudor. Maureen engulló las dos aspirinas con el vaso de agua que él le ofreció. Dick la recostó con delicadeza sobre la almohada y corrió las cortinas. Después se encaminó hacia la puerta de la habitación, la abrió y colgó del pomo el cartel de «No molesten». Lo último que deseaba era que apareciera una criada solícita y descubriera a su esposa en aquel estado. En cuanto estuvo seguro de que se había dormido, bajó a cenar.

– ¿La señora le acompañará esta noche? -preguntó el maître cuando Dick se sentó.

– Por desgracia no -contestó él-. Sufre una leve migraña. Demasiado sol, me temo, pero estoy seguro de que por la mañana estará bien.

– Confiemos en que así sea, señor. ¿Qué le apetece esta noche?

Dick examinó la carta con parsimonia.

– Creo que de primero tomaré el foie-gras y después un filete de ternera… -respondió, y tras una pausa añadió-: poco hecho.

– Excelente elección, señor.

Dick se sirvió un vaso de agua de la botella de la mesa, lo bebió de un trago y volvió a llenarlo. Comió sin prisas y, cuando regresó a la habitación poco después de las diez, advirtió complacido que su mujer dormía profundamente. Cogió el vaso de Maureen, fue al cuarto de baño y lo llenó con agua del grifo. Lo dejó en su lado de la cama. A continuación se desnudó sin prisas y se acostó junto a su esposa. Apagó la luz de la mesita de noche y no tardó en dormirse.

Cuando Dick despertó a la mañana siguiente, descubrió que también él estaba cubierto de sudor. Las sábanas estaban empapadas y cuando se volvió a mirar a su mujer vio que sus mejillas habían perdido el color.

Se levantó, fue al cuarto de baño y tomó una larga ducha. Después de secarse se puso uno de los albornoces suministrados por el hotel y volvió al dormitorio. Se acercó al lado de la cama de su mujer y llenó una vez más el vaso vacío con agua del grifo. Estaba claro que Maureen se había despertado por la noche, pero no le había molestado.

Descorrió las cortinas después de comprobar que el cartel de «No molesten» seguía colgado del pomo de la puerta. Volvió junto a su mujer, acercó una silla y empezó a leer el Herald Tribune. Había llegado a las páginas deportivas cuando ella despertó y habló arrastrando las palabras.

– Me siento fatal -consiguió articular. Siguió una larga pausa-. ¿Crees que debería verme un médico?

– Ya ha venido a verte, querida -dijo Dick-. Le llamé anoche. ¿No te acuerdas? Dijo que tenías fiebre y que debías sudar.

– ¿Dejó alguna pastilla? -preguntó Maureen con tono quejumbroso.

– No, querida. Dijo que no debías comer nada, pero que bebieras toda el agua posible.

Acercó el vaso a sus labios y ella intentó tragar un poco. Hasta logró articular un débil «gracias» antes de derrumbarse de nuevo en la cama.

– No te preocupes, querida -dijo Dick-. Te pondrás bien, y prometo que no te abandonaré ni un momento.

Se inclinó y la besó en la frente. Maureen se durmió de nuevo.

Dick solo se apartó de su lado aquel día para asegurar a la mujer de la limpieza que su esposa no quería que le cambiaran las sábanas, para volver a llenarle el vaso y, por la tarde, para llamar al ministro.

– El presidente llegó ayer -fueron las primeras palabras de Chenkov-. Se aloja en el Palacio de Invierno, donde acabo de dejarle. Me ha comunicado que arde en deseos de conoceros a ti y a tu esposa.

– Muy amable -repuso Dick-, pero tengo un problema.

– ¿Un problema? -repitió el hombre, al que no le gustaban los problemas, sobre todo cuando el presidente se hallaba en la ciudad.

– Creo que Maureen tiene fiebre. Ayer estuvimos expuestos al sol durante todo el día y no estoy seguro de que se haya recuperado por completo para asistir a la ceremonia de la firma, de manera que tal vez vaya solo.

– Lo siento -dijo Chenkov-. ¿Cómo te encuentras tú?

– Nunca me he sentido mejor -respondió Dick.

– Estupendo -repuso Chenkov, al parecer aliviado-. Te recogeré a las nueve, tal como quedamos. No quiero hacer esperar al presidente.

– Tampoco yo, Anatol -le aseguró Dick-. Estaré en el vestíbulo mucho antes de las nueve.

Alguien llamó a la puerta. Dick colgó el teléfono al instante y corrió a abrir antes de que entraran sin esperar. Había una doncella en el pasillo, al lado de un carrito cargado de sábanas, toallas, pastillas de jabón, botellas de champú y cajas de Evian.

– ¿Quiere que haga la cama, señor? -preguntó con una sonrisa.

– No, gracias -contestó Dick-. Mi mujer no se encuentra bien.

Señaló el letrero de «No molesten».

– ¿Más agua, tal vez? -inquirió la joven, al tiempo que le tendía una botella grande de Evian.

– No -repitió Dick con firmeza, y cerró la puerta.

La única otra llamada de aquella tarde fue del director del hotel. Preguntó cortésmente si la señora quería ver al médico del hotel.

– No, gracias -contestó Dick-. Ha sufrido una leve insolación, pero se está recuperando y estoy seguro de que -por la mañana se encontrará perfectamente bien.

– Llámeme si cambia de opinión -dijo el director-. El médico se presentará en cuestión de minutos.

– Es usted muy amable -repuso Dick-, pero no será necesario -añadió, y colgó el teléfono.

Volvió al lado de su mujer. Esta tenía la piel pálida y manchada. Dick se inclinó hacia ella hasta casi tocar sus labios. Aún respiraba. Fue a la nevera, la abrió y sacó todas las botellas de Evian que aún estaban por abrir. Dejó dos en el cuarto de baño y una a cada lado de la cama. Antes de desvestirse sacó de la maleta el letrero de no beban agua del grifo y lo colocó sobre el lavabo.

El coche de Chenkov frenó ante el hotel Grand Palace minutos antes de las nueve de la mañana. Karl bajó para abrir al ministro la puerta de atrás.

Chenkov subió a buen paso por la escalera y entró en el vestíbulo, convencido de que encontraría a Dick esperándole. Miró a derecha e izquierda, pero no vio a su socio comercial. Se dirigió al mostrador de recepción y preguntó si el señor Barnsley le había dejado un mensaje.