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– No, señor ministro -respondió el conserje-. ¿Quiere que llame a su habitación? -El ministro asintió con un movimiento brusco de la cabeza. Esperaron un momento-. Nadie contesta al teléfono, señor ministro. Es posible que el señor Barnsley esté bajando.

Chenkov asintió de nuevo y empezó a pasear de un lado a otro del vestíbulo, sin dejar de mirar hacia el ascensor y consultar el reloj. A las nueve y diez se puso todavía más nervioso, pues no quería hacer esperar al presidente. Volvió al mostrador de recepción.

– Pruebe otra vez -pidió.

El conserje marcó de inmediato el número de la habitación del señor Barnsley, pero solo pudo informar de que seguía sin contestar.

– Vaya a buscar al director -exclamó el ministro.

El conserje asintió, volvió a descolgar el auricular y marcó un solo número. Unos minutos después, un hombre alto, vestido con un elegante traje oscuro, se presentó ante Chenkov.

– ¿En qué puedo ayudarle, señor ministro? -preguntó.

– He de subir a la habitación del señor Barnsley.

– Por supuesto, señor ministro. Haga el favor de seguirme.

Cuando los tres hombres llegaron a la novena planta, se encaminaron sin más dilación hacia la suite Tolstoi, donde encontraron el letrero de «No molesten» colgado del pomo de la puerta. El ministro llamó con los nudillos, pero no obtuvo respuesta.

– Abran la puerta -ordenó.

El conserje obedeció sin titubear.

El ministro entró como un rayo en la habitación, seguido por el director y el conserje. Chenkov se detuvo en seco al ver los dos cuerpos inmóviles en la cama. No hizo falta indicar al conserje que llamara al médico.

Por desgracia, el médico ya se había ocupado de tres casos similares durante el mes anterior, pero con una diferencia: todos eran ciudadanos de San Petersburgo. Examinó a los dos pacientes durante un rato antes de emitir su diagnóstico.

– La enfermedad de Siberia -confirmó casi en un susurro. Hizo una pausa y miró al ministro-. No cabe duda de que la señora murió durante la noche -añadió-, en tanto que el caballero ha fallecido en el transcurso de la última hora.

El ministro no dijo nada.

– Mi conclusión inicial -continuó el médico- es que la mujer contrajo la enfermedad bebiendo mucha agua del grifo. -Hizo una pausa y miró el cuerpo sin vida de Richard-, En cuanto al marido, debió de contagiarse de su esposa, probablemente durante la noche. Suele ocurrir entre matrimonios -añadió-. Como muchos de nuestros compatriotas, no debía de saber… -vaciló antes de pronunciar la palabra delante del ministro- que Siberius es una de las raras enfermedades que no solo son infecciosas, sino también espantosamente contagiosas.

– Pero yo le llamé anoche -adujo el director del hotel-, le pregunté si quería ver al médico y dijo que no era necesario, que su esposa iba a ponerse bien y que confiaba en que estuviera recuperada del todo por la mañana.

– Qué pena -dijo el médico-. Ojalá hubiera aceptado el ofrecimiento. Habría sido demasiado tarde para hacer nada por su mujer, pero tal vez habría conseguido salvarle a él.

No es posible que ya estemos en octubre

P atrick O’Flynn se hallaba delante de H. Samuel, la joyería, con un ladrillo en la mano derecha. Tenía la vista clavada en el escaparate. Sonrió, levantó el brazo y lanzó el ladrillo contra el cristal, que se resquebrajó formando una tela de araña, pero siguió en su sitio. Al instante se disparó una alarma, que en el silencio de una noche despejada de octubre se oyó a un kilómetro de distancia. Lo más importante para Pat era que la alarma estaba conectada con la comisaría de policía.

Pat no se movió, mientras continuaba contemplando su obra. Solo tuvo que esperar noventa segundos para oír una sirena en la lejanía. Se inclinó y recuperó el ladrillo de la acera, a medida que el sonido estridente se acercaba más y más. Cuando el coche de la policía llegó y se detuvo con un chirriar de frenos junto al bordillo, Pat alzó el ladrillo sobre su cabeza y se inclinó hacia atrás, como un lanzador de jabalina olímpico empeñado en ganar una medalla de oro. Dos policías saltaron del vehículo. El de mayor edad hizo caso omiso de Pat, quien seguía en aquella postura, con el brazo levantado sobre la cabeza y el ladrillo en la mano, y se acercó al escaparate para observar los daños. Aunque el cristal estaba roto, no se había movido de su sitio. En cualquier caso, una reja de hierro de seguridad había descendido detrás del escaparate, algo que Pat sabía muy bien qué sucedería. Cuando el oficial de policía regresara a la comisaría, tendría que llamar al encargado de la joyería, sacarle de la cama y pedirle que fuera a la tienda para desconectar la alarma.

El oficial se volvió hacia Pat, que continuaba inmóvil, con el ladrillo alzado sobre la cabeza. -Muy bien, Pat, dámelo y entra -dijo el oficial, al tiempo que abría la puerta trasera del coche patrulla. Pat sonrió, entregó el ladrillo al policía de rostro lozano y dijo:

– Así que necesitará esto como prueba…

El joven agente se quedó sin habla.

– Gracias, oficial -añadió Pat cuando subió al vehículo, y sonrió al joven agente, quien se sentó al volante-, ¿Le he contado lo que sucedió cuando fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool?

– Muchas veces -contestó el oficial.

Se sentó al lado de Pat y cerró la puerta.

– ¿No me pone las esposas? -preguntó Pat.

– No quiero ir esposado contigo -respondió el oficial-. Quiero deshacerme de ti. ¿Por qué no vuelves a Irlanda?

– Un tipo de prisión muy inferior -explicó Pat- y, en cualquier caso, no me tratan con el mismo grado de respeto que usted, oficial -añadió, mientras el coche se alejaba del bordillo y regresaba a la comisaría-. ¿Puede decirme su nombre? -preguntó al policía joven.

– Agente Cooper.

– ¿No será por casualidad pariente del inspector jefe Cooper?

– Es mi padre.

– Un caballero -afirmó Pat-. Hemos tomado juntos muchas tazas de té y galletas. Espero que se encuentre bien.

– Se ha jubilado -explicó el agente Cooper.

– Lo siento -dijo Pat-. ¿Querrá decirle que Pat O’Flynn se ha interesado por él? Dele recuerdos de mi parte, y también a su querida madre.

– Deja de cachondearte, Pat -dijo el oficial-. Hace solo unas semanas que el chico salió de Peel House -añadió, mientras el coche se detenía ante la comisaría. El oficial se apeó y sostuvo la puerta abierta para que Pat le siguiera.

– Gracias, oficial -dijo Pat, como si se dirigiera al portero del Ritz.

El agente joven sonrió, mientras el oficial subía los escalones y entraba con Pat en la comisaría.

– Ah, y buenas noches, señor Baker -dijo Pat al ver quién estaba detrás del mostrador.

– Caramba -dijo el oficial de servicio-. No puede ser que ya estemos en octubre.

– Me temo que sí, oficial -dijo Pat-. Me pregunto si mi celda habitual estará disponible. Solo me quedaré esta noche, ¿sabe usted?

– Temo que no -contestó el oficial de servicio-. Está ocupada por un delincuente de verdad. Tendrás que conformarte con la celda número dos.

– Pero siempre me han dado la celda número uno -protestó Pat.

El oficial de servicio alzó la vista y enarcó una ceja.

– No, la culpa es mía -admitió Pat-.Tendría que haber pedido a mi secretaria que me la reservara de antemano. ¿Ha de hacer una impresión de mi tarjeta de crédito?

– No, tengo todos los datos en tu ficha -le aseguró el oficial de servicio.

– ¿Y las huellas dactilares?

– A menos que hayas descubierto un método para quitarte las antiguas, creo que no las necesitamos. De todos modos, firma el pliego de cargos.

Pat tomó el bolígrafo y firmó al pie con una rúbrica.

– Bájele a la celda número dos, agente.

– Gracias, oficial -dijo Pat mientras se lo llevaban. Se detuvo y dio media vuelta-. Me pregunto, oficial, si podría despertarme a eso de las siete, traerme una taza de té, Earl Grey preferiblemente, y un ejemplar del Irish Times.

– Vete al cuerno, Pat -dijo el oficial de servicio, mientras el agente intentaba reprimir una carcajada.

– Eso me recuerda… -dijo Pat-. ¿Le he contado lo que pasó aquella vez que fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool y el capataz…?

– Sáquelo de mi vista, agente, si no quiere pasar el resto del mes dedicado a controlar el tráfico.

El agente agarró a Pat del codo y bajaron a toda prisa.

– No hace falta que me acompañe -dijo Pat-. Conozco el camino.

Esta vez, el agente rió, mientras introducía la llave en la cerradura de la celda número dos. Empujó la pesada puerta para que Pat entrara.

– Gracias, agente Cooper -dijo Pat-. Espero verle por la mañana.

– No estaré de servicio -explicó el agente Cooper.

– En ese caso, hasta dentro de un año -repuso Pat sin más explicaciones-, y no olvide dar recuerdos a su padre -añadió, mientras la puerta de hierro de diez centímetros de grosor se cerraba con estrépito.

Pat examinó la celda durante unos minutos: un lavabo de acero, un retrete y una cama, una sábana, una manta y una almohada. El hecho de que nada hubiera cambiado desde el año anterior le tranquilizó. Se acostó en el colchón de crin de caballo, apoyó la cabeza sobre la almohada, dura como una roca, y durmió toda la noche por primera vez desde hacía semanas.

Pat despertó de un sueño profundo a las siete de la mañana siguiente, cuando alguien abrió la contraventana de la puerta y dos ojos negros le miraron.

– Buenos días, Pat -dijo una voz cordial.

– Buenos días, Wesley -repuso Pat sin abrir los ojos-. ¿Cómo estás?

– Bien -contestó Wesley-, pero siento verte de vuelta. -Hizo una pausa-. Supongo que debe de ser octubre.

– Por supuesto -dijo Pat, y se levantó de la cama-. Es importante que tenga buen aspecto para el juicio bufo de esta mañana.

– ¿Necesitas algo en particular?

– Una taza de té me vendría muy bien, pero lo que de verdad me hace falta es una navaja, una pastilla de jabón, un cepillo de dientes y pasta dentífrica. No he de recordarte, Wesley, que un acusado tiene derecho a pedir estas cosas antes de aparecer ante el tribunal.

– Me encargaré de hacértelas llegar -dijo Wesley-. ¿Quieres leer mi ejemplar del Sun?

– Muy amable, Wesley, pero, si el jefe de policía ha terminado con el Times de ayer, lo preferiría.

Se oyó una carcajada antillana y después la contraventana de la puerta se cerró.

Pat no tuvo que esperar mucho antes de que una llave se introdujera en la cerradura. La pesada puerta se abrió y reveló el rostro sonriente de Wesley Pickett, provisto de una bandeja que depositó sobre el extremo de la cama.

– Gracias, Wesley -dijo Pat, mientras examinaba el cuenco de cereales, el pequeño envase de leche descremada, las dos tostadas requemadas y el huevo pasado por agua-. Espero que Molly se haya acordado -añadió- de que me gustan los huevos poco cocidos; dos minutos y medio.

– Molly se fue el año pasado -dijo Wesley-. Creo que descubrirás que el oficial de guardia preparó el huevo anoche.

– Cómo está el servicio -dijo Pat-.Yo le echo la culpa a los irlandeses. Ya no se dedican al servicio doméstico -añadió, mientras daba golpecitos en un extremo del huevo con una cuchara de plástico-. Wesley, ¿te he hablado de aquella vez que fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool y el capataz, un maldito inglés…?

Pat alzó la vista y suspiró al oír que la puerta se cerraba con estrépito y la llave giraba en la cerradura.

– Supongo que ya le había contado la historia -murmuró para sí.

Después de terminar el desayuno se lavó los dientes con un cepillo y un tubo de dentífrico todavía más pequeños que los que le habían facilitado durante su única experiencia en un vuelo de Aer Lingus a Dublín. A continuación abrió el grifo del agua caliente del diminuto lavabo de acero. El lento chorrito tardó un rato en pasar de frío a tibio. Frotó la ínfima pastilla de jabón con los dedos hasta producir suficiente espuma para cubrir su cara. Después tomó la navaja de plástico Bic e inició el lento proceso de eliminar la barba de cuatro días. Por fin se pasó por la cara una pequeña y áspera toalla verde.

Pat se sentó en el extremo de la cama y, mientras esperaba, leyó el Sun de Wesley de cabo a rabo en cuestión de cuatro minutos. Solo un artículo del editor político, Trevor Kavanagh (seguro que era irlandés, pensó Pat), mereció su atención. La pesada puerta se abrió de nuevo e interrumpió sus pensamientos.

– Vamos, Pat -dijo el oficial Webster-. Eres el primero de la mañana.

Pat subió con él por la escalera, y al ver al oficial de servicio preguntó:

– ¿Puedo recuperar mis objetos de valor, señor Baker? Los encontrará en la caja fuerte.

– ¿Por ejemplo? -preguntó el oficial, al tiempo que levantaba la vista.

– Mis gemelos de perlas, el reloj Cartier Tank y un bastón con mango de plata que lleva grabado el escudo de armas de mi familia.

– Lo vendí todo anoche, Pat -dijo el oficial de servicio.

– Mejor así -repuso Pat-. A donde voy no los necesitaré -añadió, y siguió al oficial Webster hasta salir a la acera.

– Sube delante -dijo este, mientras se sentaba al volante del coche de policía.

– Pero tengo derecho a que dos agentes me acompañen al juzgado -protestó Pat-. Es una norma del Ministerio del Interior.

– Puede que sea una norma del Ministerio del Interior -replicó el oficial-, pero esta mañana vamos cortos de personal; dos están enfermos y otro, en un curso de formación.

– ¿Y si intentara escapar?

– Ojalá -respondió el oficial, mientras apartaba el vehículo del bordillo-, porque eso nos ahorraría a todos muchos problemas.

– ¿Y si decidiera darle un puñetazo?

– Te lo devolvería -contestó exasperado el oficial.

– No es usted muy amable -observó Pat.

– Lo siento, Pat -repuso el oficial-. Es que prometí a mi mujer que quedaría libre a las diez de la mañana para ir de compras. -Hizo una pausa-. Por lo tanto, no estará muy contenta conmigo… ni contigo.

– Lo lamento, oficial Webster -dijo Pat-. El próximo octubre, intentaré averiguar qué turno le toca para que no coincidamos. Tal vez quiera transmitir mis disculpas a la señora Webster.

De haber sido otra persona, el oficial Webster habría reído, pero sabía que Pat hablaba en serio.

– ¿Alguna idea de quién estará al mando esta mañana? -preguntó Pat, cuando el coche se detuvo ante un semáforo.

– Jueves -dijo el oficial. El semáforo cambió a verde y él puso la primera marcha-. Debe de ser Perkins.

– El concejal Arnold Perkins, de la Orden del Imperio Británico, estupendo -dijo Pat-.Tiene malas pulgas. Si no me impone una condena lo bastante larga, tendré que provocarle -añadió.

El coche entró en el aparcamiento privado situado en la parte trasera del juzgado de primera instancia de Marylebone Road. Un funcionario judicial se dirigió hacia el vehículo justo cuando Pat bajaba.

– Buenos días, señor Adams -saludó Pat.

– Cuando esta mañana miré la lista de acusados y vi tu nombre -dijo el señor Adams-, deduje que era la época del año en que haces tú aparición anual. Sígueme, Pat, y acabemos de una vez.