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El señor Adams sonrió y se dispuso a marchar.

– Por cierto -agregó Pat, cuando el señor Adams tocó el pomo de la puerta-, ¿le he contado lo de aquella vez en que fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool y el capataz, un maldito inglés, tuvo la cara de preguntarme…?

– Lo siento, Pat, algunos tenemos trabajo y, en cualquier caso, ya me lo contaste el octubre pasado. -Hizo una pausa-. Y, ahora que lo pienso, también el octubre anterior.

Pat se quedó sentado en el banco y, como no tenía nada más que leer, miró las pintadas de la pared. «Perkins es un imbécil.» Compartía aquella opinión. «Man U campeones.» Alguien había tachado «Man U» y lo había sustituido por «Chelsea». Pat se preguntó si debería tachar Chelsea y escribir Cork, al que ninguno de los otros dos equipos había derrotado jamás. Como no había reloj en la pared, no estaba seguro de cuánto tiempo había transcurrido cuando el señor Adams volvió por fin para acompañarle a la sala de justicia. Adams vestía ahora una toga larga y se parecía al director del colegio donde había estudiado Pat.

– Sígueme -dijo el señor Adams con solemnidad.

Pat permaneció inusitadamente callado mientras recorrían el sendero de baldosas amarillas, como los veteranos llamaban a los últimos metros antes de llegar a los escalones y la puerta trasera de la sala. Acabó de pie en el banquillo de los acusados, con un alguacil al lado.

Pat miró a los tres magistrados que constituían el tribunal de esa mañana. Algo iba mal. Había esperado ver al señor Perkins, que el año anterior estaba calvo, casi al estilo del señor Pickwick. Ahora, de repente, parecía haberle salido una cabellera rubia. A su derecha estaba el concejal Steadman, un liberal, muy indulgente según Pat. A la izquierda del presidente se sentaba una señora de mediana edad a la que Pat no había visto nunca. Sus labios delgados y los ojos pequeños como los de un cerdo le hicieron abrigar la esperanza de que el liberal acabara derrotado por dos votos a uno, sobre todo si jugaba bien sus cartas. La señora Cerdita tenía toda la pinta de apoyar la pena de muerte para quienes cometían pequeños hurtos en las tiendas.

El oficial Webster ocupó el banquillo de los testigos y prestó juramento.

– ¿Qué puede decirnos acerca de este caso, oficial? -preguntó el señor Perkins una vez que el policía hubo jurado.

– ¿Puedo consultar mis notas, señoría? -preguntó el oficial Webster volviéndose hacia el presidente del tribunal. Este asintió y el oficial Webster abrió su libreta-. Detuve al acusado a las dos de esta madrugada, después de que arrojara un ladrillo contra el escaparate de la joyería H. Samuel, de Masón Street.

– ¿Le vio arrojar el ladrillo, oficial?

– No -admitió Webster-, pero estaba en la acera con el ladrillo en la mano cuando le detuve.

– ¿Y había logrado entrar? -preguntó Perkins.

– No, señor, pero estaba a punto de arrojar el ladrillo de nuevo cuando le arresté.

– ¿El mismo ladrillo?

– Eso creo.

– ¿Había causado algún daño?

– Había roto el cristal, pero una reja de seguridad le había impedido llevarse nada.

– ¿En cuánto estaban valorados los artículos del escaparate? -preguntó el señor Perkins.

– No había artículos en el escaparate -respondió el oficial-, porque el encargado siempre los guarda en la caja fuerte antes de marcharse por la noche.

El señor Perkins miró el pliego de cargos con semblante perplejo.

– Veo que se acusa a O’Flynn de intento de robo con alucinaje.

– En efecto, señor -confirmó el oficial Webster, mientras devolvía la libreta al bolsillo trasero de los pantalones.

El señor Perkins centró su atención en Pat.

– Veo que en el pliego de cargos se ha declarado culpable, señor O’Flynn -dijo.

– Sí, milord.

– En ese caso, tendré que condenarle a tres meses, a menos que pueda ofrecernos alguna explicación. -Hizo una pausa y miró a Pat por encima de sus gafas de media luna-. ¿Desea hacer alguna declaración? -preguntó.

– Tres meses no es suficiente, milord.

– Yo no soy lord -repuso el señor Perkins con firmeza.

– Ah, ¿no?-dijo Pat-. Es que, como le he visto con la peluca, que el año pasado por estas fechas no llevaba, he pensado que debía de ser lord.

– Vigile su lengua -advirtió el señor Perkins-, no sea que aumente la pena a seis meses.

– Eso sería más justo, milord.

– Si eso es más justo -dijo el señor Perkins, incapaz de contener su irritación-, le condeno a seis meses. Llévense al preso.

– Gracias, milord -dijo Pat, y añadió por lo bajo-: Hasta el año que viene.

El alguacil le condujo a toda prisa hasta el sótano.

– Genial, Pat -dijo antes de encerrarle de nuevo en la celda de espera.

Pat permaneció allí mientras rellenaban todos los impresos necesarios. Transcurrieron varias horas antes de que la puerta volviera a abrirse y lo llevaron al vehículo que esperaba. En esta ocasión no se trataba de un coche de la policía conducido por el oficial Webster, sino de una larga furgoneta blanca y azul, con una docena de minúsculos cubículos en el interior, conocida como «la caja de sudar».

– ¿Adónde me lleváis esta vez? -preguntó Pat a un agente poco comunicativo, al que jamás había visto.

– Lo averiguarás cuando llegues, Paddy [1]

– fue la única respuesta que obtuvo.

– ¿Te he contado lo de aquella vez en que fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool…?

– No -contestó el agente-, y no quiero que me lo cuentes…

– … y el capataz, un maldito inglés, tuvo la cara de preguntarme si conocía la diferencia entre…

Empujaron a Pat al interior del vehículo y le metieron en uno de los cubículos, que parecía el lavabo de un avión. Se sentó en el asiento de plástico cuando la puerta se cerró a su espalda.

Pat miró por la diminuta ventanilla cuadrada y, cuando el vehículo se desvió hacia el sur por Baker Street, comprendió que debían de llevarle a Belmarsh. Suspiró. «Al menos tienen una biblioteca bastante decente y puede que recupere mi antiguo trabajo en la cocina», pensó.

Cuando la Black Maria [2] frenó ante la entrada de la prisión, su sospecha se confirmó. Un gran tablón verde sujeto a la puerta de la cárcel anunciaba Belmarsh, y algún gracioso había sustituido bel por hell.**

La furgoneta entró a través de las puertas de barrotes dobles y después cruzó otras hasta detenerse en un patio desnudo.

Sacaron a doce presos del vehículo como si fueran ganado y los condujeron escalera arriba hasta la zona de presentación, donde esperaron en fila. Pat sonrió cuando le tocó el turno y vio quién estaba detrás del escritorio inscribiendo a los recién llegados.

– ¿Qué tal va esta agradable tarde, señor Jenkins? -preguntó.

El funcionario levantó la vista.

– No es posible que ya estemos en octubre -dijo.

– Desde luego que sí, señor Jenkins -confirmó Pat-, y le ruego que acepte mi pésame por su reciente pérdida.

– Mi reciente pérdida -repitió Jenkins-. ¿De qué estás hablando, Pat?

– Esos quince galeses que aparecieron en Dublín a principios de este año haciéndose pasar por un equipo de rugby.

– No tientes a la suerte, Pat.

– ¿Cómo voy a hacerlo, señor Jenkins, si confío en que me destine a mi antigua celda?

El funcionario recorrió con el dedo la lista de las celdas que había libres.

– Me temo que no, Pat -dijo con un suspiro exagerado-. Ya está reservada. Pero te pondré con el compañero adecuado para que pases bien tu primera noche -añadió, y se volvió hacia el guardián nocturno-. Acompaña a O’Flynn a la celda 119.

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[1] Despectivo para irlandés. (N. del T.)

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[2] Apelativo que reciben las furgonetas en que trasladan a Pat a la cárcel. (N. del T.)