El siguiente inquilino del tablero fue una torre banca, que tía Gertrude legó a Elsie en su testamento.
Cuando en 1991 falleció el duodécimo lord Kennington, solo faltaban dos peones y un caballo blancos, mientras las rojas echaban de menos cuatro peones, una torre y un rey.
El 11 de mayo de 1992, un anticuario que se hallaba en posesión de tres peones rojos y un caballo blanco llamó a las puertas de Kennington Hall. Acababa de llegar de un viaje a las regiones exteriores de China. Una expedición larga y ardua, dijo a su señoría. Pero no había vuelto con las manos vacías, le aseguró.
Si bien su señoría se hallaba en sus años de ocaso, todavía se hizo de rogar durante varios días, hasta que el anticuario pagó su cuenta del Kennington Arms y se marchó con un cheque por valor de veintiséis mil libras.
Pese a investigar los rumores procedentes de Hong Kong, viajar a Boston y establecer contacto con anticuarios de Moscú y México, los rumores pocas veces se convertían en realidad en la búsqueda incesante de lady Kennington.
Durante los años siguientes, Edward, decimotercer lord Kennington, localizó el último peón rojo y una torre roja en el hogar de un lord arruinado, quien había vivido en la misma escalera que Eddie en Eton. Su hermano James, para no ser menos, compró dos peones blancos a un anticuario de Bangkok.
Solo quedaba por localizar el rey rojo.
Desde hacía un tiempo la familia pagaba bastante más de lo debido por las piezas, puesto que todos los anticuarios del mundo eran conscientes de que, si lady Kennington conseguía completar el juego, este valdría una fortuna.
Cuando Elsie inauguró su novena década, informó a sus hijos de que, al fallecer, sus bienes se dividirían en dos partes iguales, con una salvedad: su intención era legar el juego de ajedrez al que localizara la pieza que faltaba.
Elsie murió a la edad de ochenta y tres años sin su rey.
Eddie ya había heredado el título (algo que no se transmite mediante testamento), y ahora, después del impuesto de sucesiones, también heredó la mansión y ochocientas cincuenta y siete mil libras. James se mudó al apartamento de Cadogan Square y recibió la misma cantidad de ochocientas cincuenta y siete mil libras. El Juego Kennington continuó en su vitrina para que todo el mundo lo admirara, con una casilla todavía sin ocupar y el propietario sin designar. Entra en escena Max Glover.
Max poseía un don indiscutible para jugar al criquet. Educado en un discreto colegio privado de Inglaterra, su talento de elegante bateador zurdo le permitió codearse con la gente a la que más tarde robaría. Al fin y al cabo, un individuo capaz de anotar cien puntos sin el menor esfuerzo es digno de confianza.
Los encuentros en campo contrario le gustaban más a Max, pues le concedían la oportunidad de conocer a once víctimas en potencia. Kennington Village XI no fue una excepción. Cuando su señoría se reunió con los dos equipos para tomar el té en el pabellón, Max ya había sonsacado al árbitro local la historia del Juego Kennington, incluida la cláusula del testamento según la cual el hijo que encontrara el rey rojo heredaría el juego completo.
Max tuvo la audacia de preguntar a su señoría, mientras devoraba un buen pedazo de bizcocho con capas de mermelada, si podría ver el Juego Kennington, pues era un gran aficionado al ajedrez. Lord Kennington invitó de muy buena gana a un deportista tan brillante a visitar su salón. En cuanto Max vio la casilla vacía, un plan empezó a formarse en su mente. Su anfitrión contestó con indiscreción a una serie de preguntas bien pensadas. Max procuró no hacer la menor referencia al hermano de su señoría ni a la cláusula del testamento. Después pasó el resto de la tarde reflexionando y afinando su plan. No jugó muy bien.
Cuando el partido terminó, Max declinó la invitación de reunirse con el resto del equipo en el pub del pueblo argumentando que le esperaba un asunto urgente en Londres.
Momentos después de llegar a su piso de Hammersmith, telefoneó a un colega con el que había compartido celda cuando había estado encerrado en un establecimiento anterior. El ex presidiario le aseguró que podía entregar la mercancía, pero que tardaría un mes y le «costaría caro».
Max eligió un domingo por la tarde para volver a Kennington Hall y continuar sus investigaciones. Dejó su antiguo MG (que pronto se convertiría en pieza de coleccionista, intentaba convencerse) en el aparcamiento de los visitantes. Siguió los letreros hasta la puerta principal, donde entregó cinco libras a cambio de la entrada. Los gastos de mantenimiento y gestión habían provocado que la mansión se abriera de nuevo al público los fines de semana.
Max recorrió con paso decidido un pasillo largo adornado con retratos de antepasados, pintados por luminarias como Romney, Gainsborough, Lely y Stubbs. Cada uno habría logrado una fortuna en el mercado, pero los ojos de Max estaban clavados en un objeto de menor tamaño, que residía en la Galería Larga.
Cuando Max entró en la sala donde se exhibía el Juego Kennington, la obra maestra estaba rodeada de un atento grupo de visitantes, a quienes un guía daba las pertinentes explicaciones. Se quedó detrás de ellos, mientras escuchaba una historia que conocía muy bien. Esperó con paciencia a que el grupo se trasladara al comedor para admirar la vajilla de plata familiar.
– Varias piezas fueron obtenidas en tiempos de la Armada Invencible -entonó el guía, mientras el grupo le seguía hasta una sala adyacente.
Max inspeccionó el pasillo para comprobar que el siguiente grupo no iba a pisarle los talones. Metió una mano en el bolsillo y extrajo el rey rojo. Aparte del color, la pieza era idéntica en todos los detalles al rey blanco que se erguía en el extremo opuesto del tablero. Max sabía que la falsificación no pasaría la prueba del carbono 14, pero estaba satisfecho de poseer una copia perfecta. Abandonó Kennington Hall unos minutos después y regresó a Londres.
El siguiente problema de Max fue decidir qué ciudad gozaba de menos seguridad para llevar a cabo el golpe: Londres, Washington o Pekín. El Palacio del Pueblo de Pekín ganaba por una cabeza corta. Sin embargo, teniendo en cuenta el costo de todo el ejercicio, el Museo Británico era el único caballo que seguía en la carrera. Pero lo que al final inclinó la balanza fue la idea de pasar los cinco años siguientes encerrado en una cárcel china, una penitenciaría norteamericana o bien residir en una prisión abierta en el este de Inglaterra. Inglaterra ganó por goleada.
A la mañana siguiente Max visitó el Museo Británico por primera vez en su vida. La dama sentada detrás del mostrador de información le indicó que se dirigiera al fondo de la planta baja, donde se exponía la colección china.
Max descubrió que cientos de objetos chinos ocupaban las quince salas y tardó casi una hora en localizar el juego de ajedrez. Llegó a pensar en pedir ayuda a algún guardia uniformado pero, como no deseaba llamar la atención, y además dudaba de que pudieran contestar a su pregunta, prefirió no hacerlo.
Max tuvo que deambular de un lado a otro durante un rato antes de quedarse solo en la sala. No podía permitir que alguien del público o, peor aún, un guardia, fuera testigo de su pequeño subterfugio. Max observó que el guardia de seguridad recorría cuatro salas cada media hora. Por lo tanto, tendría que esperar a que se dirigiera a la sala del islam, asegurándose al mismo tiempo de que no había ningún visitante a la vista, para efectuar su jugada.