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Harry Dexter, a quien Bob había elegido como abogado, le advirtió de que probablemente el problema desembocaría en una larga y cara batalla legal si no conseguía llegar a un acuerdo. El señor Dexter le informó por añadidura de que con frecuencia los jueces ordenaban a la parte acusada que sufragará los gastos de la parte perjudicada. Bob se encogió de hombros y no se molestó en contestar.

Una vez que ambas partes aceptaron que no se podía llegar a un acuerdo extrajudicial, se fijó una fecha para la vista.

El señor Dexter estaba decidido a rebatir las indignantes exigencias de Fiona con feroz encono, y al principio Bob siguió todas sus recomendaciones. Sin embargo, con cada nueva exigencia de la otra parte, la resolución de Bob flaqueaba, hasta que, como un boxeador noqueado, estuvo dispuesto a tirar la toalla. A medida que se acercaba el día de la vista, se deprimía cada vez más, y hasta empezó a decir: «¿Por qué no le doy todo, ya que es la única manera de que quede satisfecha?». Carol y yo intentamos animarle, pero con escaso éxito, y hasta al señor Dexter le costaba convencer a su cliente de que resistiera.

Ambos aseguramos a Bob que estaríamos en el palacio de justicia para apoyarle el día de la vista.

Carol y yo ocupamos nuestros sitios en la galería de la sala número tres, división matrimonial, el último jueves de junio, y esperamos a que se iniciara el juicio. A las diez menos diez los funcionarios del tribunal empezaron a entrar para ocupar sus asientos. Pocos minutos después llegó la señora Abbott, acompañada de Fiona. Miré a la demandante, que no llevaba joyas y vestía un traje negro más apropiado para un funeraclass="underline" el de Bob.

Un momento después, apareció el señor Dexter, seguido de Bob. Se sentaron a la mesa que había al otro lado de la sala.

Cuando dieron las diez, mis peores temores se materializaron. Entró en la sala la jueza, que me recordó al instante a la enfermera de mi colegio, una tirana convencida de que el castigo no tenía por qué adecuarse al delito. La jueza ocupó su lugar en el tribunal y sonrió a la señora Abbott. Tal vez habían ido juntas a la universidad. La señora Abbott se levantó y le devolvió la sonrisa. Después procedió a combatir por cada objeto propiedad de Bob e incluso discutió quién debería quedarse con los gemelos de su universidad, diciendo que habían llegado al acuerdo de que todas las posesiones del señor Radford se dividirían a partes iguales y, por lo tanto, si él se quedaba un gemelo, su dienta tenía derecho al otro.

A medida que pasaban las horas, las exigencias de Fiona aumentaban. Al fin y al cabo, explicó la señora Abbott, ¿acaso su cliente no había renunciado a una vida feliz en Estados Unidos, con un lucrativo negocio familiar (algo que yo ignoraba hasta aquel momento), a fin de dedicarse en cuerpo y alma a su marido? Solo para descubrir que raras veces llegaba a casa antes de las ocho de la tarde, y solo después de haber ido a jugar al squash con sus amigos, y cuando por fin aparecía (la señora Abbott hizo una pausa), borracho, no quería probar la cena que ella había pasado horas preparando (nueva pausa), y cuando al fin se iban a la cama, no tardaba en sumirse en un sopor alcohólico. Me levanté para protestar, pero un alguacil me conminó a sentarme; de lo contrario, se me ordenaría abandonar la sala. Carol tiró con firmeza de mi chaqueta.

La señora Abbott llegó al final de sus exigencias, con la propuesta de que su dienta debía recibir la casa de campo (de tía Muriel), mientras a Bob se le permitiría conservar su aparta mentó de Londres; ella debía quedarse la villa de Caniles (de tía Muriel), mientras él podía continuar en su piso de Harley Street (alquilado). Por último la señora Abbott fijó su atención en la colección de arte de tía Muriel, que consideraba debía dividirse también en dos partes: para su dienta, el Monet, y para él, el Manguin; para su dienta, el Picasso, y para él, el Pasmore; para ella, el Bacon, etcétera. Cuando la señora Abbott se sentó por fin, la jueza Butler señaló que tal vez deberían concederse un descanso para comer.

Durante la comida, que quedó intacta, el señor Dexter, Carol y yo intentamos con valentía convencer a Bob de que debía luchar. Pero él no quiso hacernos caso.

– Si puedo conservar todo lo que tenía antes del fallecimiento de mi tía -insistió Bob-, me conformo.

El señor Dexter estaba seguro de que podía obtener mucho más, pero Bob no parecía demasiado interesado en oponer resistencia.

– Acabemos con esto de una vez -ordenó-. Procure no olvidar quién paga las costas.

Cuando volvimos a la sala a las dos de la tarde, la jueza se volvió hacia el abogado de Bob.

– ¿Qué tiene que decir sobre todo esto, señor Dexter? -preguntó.

– Estamos de acuerdo en proceder a la división de las posesiones de mi cliente, tal como ha propuesto la señora Abbott -contestó él con un suspiro exagerado.

– ¿Están de acuerdo en seguir las recomendaciones de la señora Abbott? -repitió la jueza con incredulidad.

Una vez más, el señor Dexter miró a Bob, quien se limitó a asentir, como un perro en el asiento trasero de un coche.

– Así sea -dijo la jueza Butler, incapaz de disimular su sorpresa.

Estaba a punto de dictar sentencia, cuando Fiona se puso a llorar. Se inclinó hacia la señora Abbott y le susurró algo al oído.

– Señora Abbott -dijo la jueza Butler, sin hacer caso de los sollozos de la demandante-, ¿puedo sancionar este acuerdo?

– Por lo visto no -respondió la señora Abbott, al tiempo que se levantaba con expresión algo avergonzada-. Al parecer mi dienta opina que este acuerdo favorece al acusado.

– ¿De veras? -preguntó la jueza Butler, y se volvió hacia Fiona.

La señora Abbott tocó el hombro de su dienta y le susurró algo al oído. Fiona se puso en pie al instante y permaneció con la cabeza gacha mientras la jueza hablaba.

– Señora Radford -empezó, con la vista clavada en Fiona-, ¿debo entender que ya no le gusta el acuerdo al que en su nombre ha llegado su abogada?

Fiona asintió tímidamente.

– En tal caso, voy a proponer una solución, que confío conduzca este caso a una rápida conclusión.

Fiona levantó la vista y sonrió con dulzura a la jueza, mientras Bob se hundía en su asiento.

– Tal vez sería más fácil, señora Radford, si usted confeccionara dos listas, para someterlas a la consideración del tribunal, en las cuales refleje lo que considera una división justa y equitativa de los bienes de su marido.

– Me parece bien, señoría -repuso Fiona con docilidad.

– Señor Dexter, ¿aprueba esta decisión? -preguntó la jueza al abogado de Bob.

– Sí, señoría -contestó él procurando disimular su exasperación.

– ¿Debo entender que esas son las instrucciones de su cliente?

El señor Dexter miró a Bob, quien ni siquiera se molestó en dar su opinión.

– Señora Abbott -prosiguió la jueza mirando a la abogada de Fiona-, quiero su palabra de que su dienta no rechazará el acuerdo.

– Puedo asegurarle, señoría, que lo aceptará sin vacilar -repuso la abogada de Fiona.

– Así sea -dijo la jueza Butler-. El juicio se aplaza hasta mañana a las diez, cuando examinaré las listas de la señora Radford.

Carol y yo salimos a cenar con Bob aquella noche. Un gesto estéril. Apenas abrió la boca para hablar o comer.

– Que se lo quede todo -dijo por fin, mientras tomábamos café-, porque será la única manera de deshacerme de esa mujer.

– Pero tu tía no te habría legado esa fortuna de haber sabido que esto acabaría así.

– Ni tía Muriel ni yo imaginábamos algo semejante -repuso Bob con resignación-. El sentido de la oportunidad de Fiona es irreprochable. Después de conocer a mi tía solo necesitó un mes para aceptar mi proposición de matrimonio.-Bob se volvió hacia mí con una mirada acusadora-. ¿Por qué no me aconsejaste que no me casara con ella? -preguntó.