Cuando la jueza entró en la sala a la mañana siguiente, todos los funcionarios estaban ya sentados. Los dos contrincantes se hallaban al lado de sus abogados. Todo el mundo se levantó e inclinó la cabeza cuando la jueza Butler tomó asiento, y solo la señora Abbott permaneció en pie.
– ¿Ha tenido su dienta tiempo suficiente para preparar las dos listas? -preguntó la jueza con la vista clavada en la abogada de Fiona.
– Desde luego, señoría; y ambas están preparadas para que las examine.
La jueza hizo una seña con la cabeza al secretario del tribunal. Este se acercó con parsimonia a la señora Abbott, quien le entregó las dos listas. A continuación el secretario volvió sobre sus pasos y se la tendió a la jueza.
La jueza Butler estudió con calma ambos inventarios. De vez en cuando meneaba la cabeza e incluso emitió algún que otro «hum», mientras la señora Abbott continuaba en pie. Cuando finalizó la lectura, se volvió hacia la mesa de los abogados.
– ¿Debo entender que ambas partes consideran que esta distribución de los bienes en cuestión es justa y equitativa? -preguntó.
– Sí, señoría -contestó con firmeza la señora Abbott en nombre de su cliente.
– Entiendo -dijo la jueza, y se volvió hacia el señor Dexter-. ¿Cuenta también con la aprobación de su cliente?
El señor Dexter vaciló.
– Sí, señoría -respondió por fin, incapaz de disimular la ironía de su voz.
– Así sea. -Fiona sonrió por primera vez desde el inicio de la vista. La jueza le devolvió la sonrisa-. Sin embargo, antes de dictar sentencia -continuó-, he de hacer una pregunta al señor Radford.
Bob miró a su abogado, antes de levantarse nervioso de su asiento. Alzó la vista hacia la jueza.
«¿Qué más puede pedir?», fue mi único pensamiento.
– Señor Radford -dijo la jueza-, todos hemos oído a su esposa declarar que considera justa y equitativa la distribución de sus bienes, que reflejan estas dos listas.
Bob bajó la cabeza y permaneció en silencio.
– Sin embargo, antes de dictar sentencia debo estar segura de que usted está de acuerdo con dicha apreciación.
Bob alzó la cabeza. Pareció vacilar un momento.
– Sí, señoría -contestó al fin.
– En ese caso, no me deja otra elección en este asunto -afirmó la jueza Butler. Hizo una pausa y miró a Fiona, que seguía sonriendo-. Como concedí a la señora Radford la oportunidad de preparar estas dos listas -continuó la jueza-, que a su juicio suponen una división justa y equitativa de sus bienes… -observó la jueza Butler, que se sintió complacida al ver que Fiona asentía-, también será justo y equitativo -añadió, al tiempo que se volvía hacia Bob- conceder al señor Radford la oportunidad de elegir cuál de las dos listas prefiere.
¿Sabes lo que quiero decir?
Si quieres saber qué se cuece en este trullo, yo soy el hombre que buscas -dijo Doug-. ¿Sabes lo que quiero decir?
Cada cárcel tiene uno. El de North Sea Camp se llamaba Doug Haslett. Doug medía casi metro ochenta, tenía el pelo moreno, espeso y ondulado, que empezaba a encanecer en las sienes, y una barriga que le colgaba por encima del pantalón. Su idea de hacer ejercicio consistía en caminar desde la biblioteca, de la cual era responsable, hasta la cantina, que se hallaba unos cien metros más allá, tres veces al día. Creo que ejercitaba su mente más o menos con la misma periodicidad.
No tardé mucho en descubrir que era brillante, astuto, manipulador y perezoso, rasgos comunes entre los reincidentes. A los pocos días de llegar a una nueva cárcel, sin duda Doug ya había conseguido ropa limpia, la mejor celda y el trabajo mejor pagado, y ya había decidido con qué presos y, más importante aún, con qué funcionarios debía congeniar.
Como yo pasaba gran parte de mi tiempo libre en la biblioteca (que pocas veces registraba una gran afluencia de público, pese a que la prisión albergaba a más de cuatrocientos internos), Doug enseguida me puso al corriente de su historia. Algunos presos, cuando descubren que eres escritor, no vuelven a abrir el pico. Otros no paran de hablar. Pese a los avisos de guardar silencio clavados en las paredes, Doug pertenecía a esta última categoría.
Cuando Doug salió del colegio a los diecisiete años, el único examen que había aprobado era el del carnet de conducir, a la primera. Cuatro años después, consiguió el permiso para vehículos pesados, y al mismo tiempo encontró su primer empleo como camionero.
Los magros ingresos no tardaron en desilusionar a Doug. Iba y venía del sur de Francia con un cargamento de coles de Bruselas y guisantes, y a menudo regresaba a Sleaford sin cargamento y, por consiguiente, sin prima. Solía meter la pata (palabras textuales) con las normas de la UE y consideraba que estaba exento de pagar impuestos. Culpaba a los franceses de exigir excesivos trámites burocráticos y al gobierno laborista de cobrar excesivos impuestos. Cuando los tribunales le conminaron a pagar sus deudas, todo el mundo tuvo la culpa excepto Doug.
El alguacil se llevó todas sus posesiones, excepto el camión, que Doug aún estaba pagando a plazos.
Doug estaba a punto de abandonar la profesión de camionero y sumarse a la cola del paro (casi igual de remunerativa y sin necesidad de madrugar), cuando un hombre al que no conocía le abordó durante una escala en Marsella. Doug estaba desayunando en un café de los muelles, cuando el hombre se sentó en el taburete de al lado. El desconocido no perdió el tiempo en presentaciones y fue al grano. Doug le escuchó con interés. Al fin y al cabo, ya había entregado su cargamento de coles y guisantes, y volvía a casa con un camión vacío. Lo único que debía hacer, según le aseguró el desconocido, era entregar una remesa de plátanos en Lincolnshire una vez a la semana.
Creo que debería dejar constancia de que Doug tenía algunos escrúpulos. Dejó claro a su nuevo patrón que jamás transportaría drogas, y ni siquiera entraría a discutir sobre inmigrantes ilegales. Doug, como muchos de mis compañeros de cárcel, era muy de derechas.
Cuando llegó al punto de entrega, un granero en ruinas en la campiña de Lincolnshire, le dieron un grueso sobre marrón que contenía veinticinco mil libras en metálico. Ni siquiera le pidieron ayuda para descargar el producto.
De la noche a la mañana el estilo de vida de Doug cambió.
Tras un par de viajes empezó a trabajar a tiempo parcial y solo efectuaba el viaje de ida y vuelta a Marsella una vez a la semana. Aun así, ganaba más en una semana de lo que declaraba a Hacienda por todo el año.
Doug decidió que una de las cosas que iba a hacer con sus ingresos sería marchar de su piso en un sótano de Hinton Road e invertir en el mercado inmobiliario.
Durante el mes siguiente vio varias propiedades de Sleaford, acompañado de una joven de la agencia de bienes raíces local. A Sally McKenzie le sorprendía que un camionero pudiera permitirse la clase de propiedades que le estaba mostrando.
Por fin, Doug se decidió por una casita de las afueras de Sleaford. Sally se quedó todavía más estupefacta cuando pagó en metálico, y asombrada cuando le pidió una cita.
Seis meses después, Sally se fue a vivir con Doug, aunque todavía le preocupaba ignorar la procedencia del dinero.
La repentina riqueza de Doug provocó otros problemas con los que no había contado. ¿Qué hacer con veinticinco mil libras en metálico a la semana, si no se puede abrir una cuenta ni ingresar un talón mensual en una sociedad de crédito hipotecario? Había sustituido el piso del sótano de Hinton Road por una casa en el campo. Había cambiado la carretilla elevadora de segunda mano por un camión Mercedes de dieciséis ruedas. Ya no pasaba las vacaciones anuales en una casa rural de Black- pool, sino en una villa alquilada en el Algarve. Los portugueses parecían muy contentos de cobrar en metálico, fuera cual fuese la divisa.