El señor Cainen solo tardó unos minutos en alcanzar al camión de Doug. Entonces, lo siguió desde una distancia prudencial a lo largo de los veinte kilómetros siguientes, hasta que Doug paró en otra estación de servicio. Unos minutos después, cuando Doug volvió a salir a la autopista, el señor Cainen echó un vistazo al surtidor: treinta y cuatro libras, suficiente para otros treinta kilómetros. Mientras Doug continuaba su viaje hacia Sleaford, el funcionario regresó a Dover con una sonrisa en el rostro.
La semana siguiente, Doug no mostró la menor preocupación cuando, al volver de Marsella, el señor Cainen le pidió que aparcara el camión en la nave de aduanas. Sabía que, tal como indicaban las hojas de trabajo, todas las cajas estaban llenas de plátanos. Sin embargo, el funcionario no le pidió que abriera la puerta posterior del camión. Se limitó a rodear el vehículo provisto de una llave inglesa y procedió a dar golpecitos con ella, como si fuera un diapasón, sobre los enormes depósitos de gasolina. Al funcionario no le sorprendió que el sonido del octavo depósito fuera muy diferente del que habían producido en los otros siete. Doug pasó varias horas sentado, mientras los mecánicos de aduanas desmontaban los ocho depósitos de combustible de ambos lados del vehículo. Solo uno estaba medio lleno de diesel, mientras los otros siete contenían cigarrillos por un valor superior a cien mil libras.
En esta ocasión el juez fue menos benevolente y condenó a Doug a seis años de prisión, aunque su abogado adujo que había otro hijo en camino.
Sally se escandalizó al descubrir que Doug había incumplido su palabra y se mostró escéptica cuando él prometió que nunca, nunca más volvería a suceder. En cuanto encerraron a su marido, alquiló el segundo vehículo y volvió a su trabajo de agente de bienes raíces.
Un año después, Sally pudo declarar unos ingresos superiores a tres mil libras, además de sus ganancias como agente de bienes raíces.
El contable de Sally le aconsejó que comprara el campo contiguo a la casa, donde los camiones estaban aparcados por la noche, porque así podría desgravar.
– Un aparcamiento -explicó- sería un gasto comercial legítimo.
Cuando Doug empezó la condena de seis años y volvió a ganar doce libras con cincuenta a la semana como bibliotecario de la prisión, no estaba en condiciones de opinar. Sin embargo, hasta él quedó impresionado cuando al año siguiente Sally declaró unos ingresos de treinta y siete mil libras, que incluían sus primas por ventas. Esta vez, el contable le aconsejó que comprara un tercer camión.
Doug salió de la cárcel tras haber cumplido la mitad de la pena (tres años). Sally esperaba en su Vauxhall delante de la prisión para llevar a casa a su marido. Su hija de nueve años, Kelly, iba en el asiento de atrás, al lado de su hermana de tres años, Sam.
Sally no les había permitido ver a su padre en la cárcel, de modo que, cuando Doug tomó en brazos a la niña por primera vez, Sam se puso a llorar. Sally le explicó que aquel desconocido era su padre.
Mientras desayunaban beicon y huevos, Sally explicó que su asesor fiscal le había aconsejado formar una sociedad limitada. Haslett Haulage había declarado unos beneficios de veintiuna mil seiscientas libras en su primer año y había añadido dos camiones más a su creciente flota. Sally comentó a su marido que estaba pensando en dejar su trabajo en la agencia inmobiliaria para convertirse en presidenta de la nueva empresa.
– ¿Presidenta?-preguntó Doug-. ¿Qué es eso?
Doug accedió de buena gana a que Sally dirigiera la empresa, siempre que a él se le permitiera sentarse al volante de uno de los camiones. Esta situación habría podido prolongarse felizmente, si el hombre de Marsella (quien jamás acababa con sus huesos en la cárcel) no hubiera vuelto a abordar a Doug con lo que, según aseguró, era un plan infalible, que carecía de todo riesgo y más importante aún, del que su esposa no tendría por qué enterarse.
Doug resistió durante varios meses el asedio del francés, pero después de perder una cantidad bastante importante en una partida de póquer sucumbió por fin. Solo un viaje, se prometió. El hombre de Marsella sonrió, al tiempo que le entregaba un sobre que contenía doce mil quinientas libras.
Bajo la presidencia de Sally, la Haslett Haulage Company continuó creciendo tanto en reputación como en ingresos. Entretanto Doug se acostumbró de nuevo a disponer de dinero en efectivo; dinero que no dependía de un balance ni estaba sujeto a la declaración de renta.
Alguien vigilaba a la Haslett Haulage Company, y a Doug en particular. Como un reloj, Doug atravesaba en su camión la terminal de Dover con un cargamento de toles de Bruselas y guisantes, cuyo destino era Marsella. Sin embargo, Mark Cainen, ahora funcionario de la brigada anticontrabando, que formaba parte de la Unidad de Prevención Criminal, nunca veía a Doug regresar. Esto le preocupaba.
El funcionario consultó los expedientes, y descubrió que Haslett Haulage contaba ahora con nueve camiones, que viajaban cada semana a diferentes partes de Europa. Su presidenta, Sally Haslett, gozaba de una reputación sin mácula (lo mismo que sus vehículos) entre la gente con la que trataba, desde las aduanas a los clientes. Aun así, al señor Cainen todavía le intrigaba por qué Doug ya no regresaba por su puerto. Se lo tomó como algo personal.
Unas discretas investigaciones revelaron que Doug continuaba descargando en Marsella coles de Bruselas y guisantes, para luego cargar cajas de plátanos. Sin embargo, había introducido una pequeña variación. Ahora volvía vía Newhaven, lo cual, según los cálculos de Cainen, suponía un par de horas más de viaje.
Todos los funcionarios de aduanas tenían la opción de trabajar un mes al año en otro puerto de entrada, con vistas a mejorar sus perspectivas de ascenso. El año anterior, el señor Cainen había elegido el aeropuerto de Heathrow. Este año, optó por un mes en Newhaven.
El señor Cainen esperó pacientemente a que el camión de Doug apareciera en el muelle, pero no fue hasta el final de su segunda semana cuando divisó a su viejo adversario en la cola para desembarcar de un transbordador de Olsen. En cuanto el camión de Doug tocó el muelle, el señor Cainen desapareció en la sala de descanso y se sirvió una taza de café. Se acercó a la ventana y vio que el vehículo de Doug se detenía en la cabecera de la fila. Los dos funcionarios de servicio le hicieron pasar enseguida. El señor Cainen no intervino en ningún momento, mientras Doug salía a la carretera para continuar el viaje de regreso a Sleaford. Tuvo que esperar otros diez días a que el camión de Doug volviera a aparecer, y esta vez reparó en que solo una cosa no había cambiado. El señor Cainen no creyó que se tratara de una coincidencia.
Cuando Doug regresó vía Newhaven cinco días después, los mismos dos agentes dedicaron a su vehículo solo una mirada superficial antes de dejarlo pasar. El señor Cainen sabía ahora que no se trataba de una coincidencia. Informó de sus observaciones a su superior de Newhaven y, cuando su mes allí terminó, volvió a Dover.
Doug realizó tres viajes más desde Marsella vía Newhaven antes de que detuvieran a los dos agentes. Cuando vio que cinco agentes se encaminaban hacia su camión, comprendió que su sistema imposible de detectar había fracasado.
Doug no se molestó en declararse inocente en el juicio, porque uno de los agentes de aduanas con los que estaba conchabado había llegado a un trato para que redujeran su condena, a cambio de revelar nombres. Mencionó a Douglas Arthur Haslett.
El juez condenó a Doug a ocho años, sin reducción de pena por buen comportamiento, a menos que accediera a pagar una fianza de setecientas cincuenta mil libras. Doug no tenía las setecientas cincuenta mil del ala y suplicó a Sally que le ayudara, pues era incapaz de afrontar ocho años más a la sombra. Sally tuvo que venderlo todo, la casa, el aparcamiento, nueve camiones, incluso su anillo de compromiso, para que su marido pudiera acatar el mandato judicial.