– Sé que mañana no puedo -dijo-. Intuyo que toca Greenpeace.
– ¿El lunes? -preguntó Henry sin necesidad de consultar su agenda.
– Lo siento, es el baile de la Cruz Azul, para el cuidado de los animales -dijo Angela, y pasó otra página de la agenda.
– ¿El martes? -propuso Henry procurando disimular su desesperación.
– Amnistía Internacional -contestó Angela, y pasó otra página.
– Miércoles -dijo Henry, que se preguntaba si la mujer habría cambiado de opinión.
– Me va bien -dijo Angela contemplando la página en blanco-. ¿Dónde quieres que nos encontremos?
– ¿Qué te parece La Bacha? -preguntó Henry, recordando que era el restaurante donde los socios llevaban a sus clientes más importantes a comer-. ¿A las ocho te va bien?
– Estupendo.
Henry llegó al restaurante con veinte minutos de antelación y leyó la carta de cabo a rabo… varias veces. Durante la hora de comer había comprado una camisa y una corbata de seda. Ahora se arrepentía de no haberse probado la chaqueta expuesta en el escaparate.
Angela entró en La Bacha poco después de las ocho. Llevaba un vestido verde claro con estampado de flores que le llegaba justo por debajo de la rodilla. A Henry le gustó su peinado, pero sabía que no tendría el valor de decírselo. También aprobaba el hecho de que se hubiera aplicado muy poco maquillaje y que la única joya que exhibía fuera un collar de perlas. Se levantó cuando ella llegó a la mesa. Angela no recordaba quién había sido la última persona que había tenido ese detalle con ella.
Henry había temido que no sabría de qué hablar (las conversaciones intrascendentes nunca habían sido su fuerte), pero Angela se lo puso tan fácil que se sorprendió pidiendo una segunda botella de vino mucho antes de que la cena hubiera terminado: otra primera vez.
– Creo que he encontrado una forma de complementar tus ingresos -dijo Henry, mientras tomaban café.
– No hablemos de negocios -repuso Angela, y le tocó la mano.
– No se trata de negocios -aseguró Henry.
Cuando Angela despertó a la mañana siguiente, sonrió al recordar la agradable velada que había pasado con Henry. Le vino a la mente su frase de despedida, «No olvides que todas las ganancias procedentes del juego están libres de impuestos», pero ignoraba su significado.
Henry, por su parte, recordaba hasta el último detalle de los consejos que había brindado a Angela. El domingo se levantó temprano y empezó a esbozar un plan, que incluía abrir varias cuentas bancarias, preparar hojas de cálculo y trabajar en programas de inversión a largo plazo. Casi se perdió la misa matutina.
Al día siguiente, Henry se dirigió al hotel Hilton de Park Lañe, adonde llegó unos minutos después de la medianoche. Llevaba una bolsa Gladstone vacía en una mano y un paraguas en la otra. Al fin y al cabo tenía que dar el pego.
El baile anual de la Asociación Conservadora de Westminster y la City estaba tocando a su fin. Cuando Henry entró en la sala de baile, los presentes empezaban a reventar globos y vaciar las últimas gotas de champán de las botellas supervivientes. Vio a Angela sentada a una mesa de un rincón, ordenando promesas de donativos, talones y dinero en metálico, que iba colocando en tres pilas separadas. Angela alzó la vista y no pudo disimular su sorpresa cuando le vio. Había pasado el día convenciéndose de que él no hablaba en serio y de que, si aparecía, ella no accedería.
– ¿Cuánto en efectivo? -preguntó Henry como si tal cosa, incluso antes de que ella pudiera decir «hola».
– Veintidós mil trescientas setenta libras -se oyó decir Angela.
Henry se tomó su tiempo. Contó dos veces los billetes antes de guardarlos en la bolsa maltrecha. Los cálculos de Angela eran correctos. Henry le entregó un recibo por diecinueve mil cuatrocientas libras.
– Hasta luego -dijo, justo en el momento en que la banda atacaba «Jerusalem». Abandonó la sala de baile cuando los asistentes entonaban «Bring me my bowl of burning gold» con entusiasmo y desafinando levemente. Angela se quedó como hipnotizada mientras veía a Henry alejarse. Sabía que, si no corría tras él y le detenía antes de que llegara al banco, no habría vuelta atrás.
– Felicidades por otro acto bien organizado, Angela -dijo el concejal Pickering interrumpiendo sus pensamientos-. No sé cómo nos las arreglaríamos sin ti.
– Gracias -repuso Angela, y se volvió hacia el presidente del comité del baile.
Henry empujó las puertas giratorias del hotel y salió a la calle. Por primera vez pensó que su anonimato no era un punto débil, sino una ventaja. Oyó los latidos de su corazón mientras se dirigía hacia la agencia local del HSBC, el banco más cercano con caja fuerte nocturna. Ingresó diecinueve mil cuatrocientas libras y dejó dos mil novecientas setenta en la bolsa. Después paró un taxi (otro cambio en sus costumbres) y dio al conductor una dirección del West End.
El taxi frenó ante un local en el que Henry nunca había entrado, si bien llevaba sus cuentas desde hacía más de veinte años.
El encargado nocturno del casino Black Ace intentó disimular su sorpresa cuando vio al señor Preston entrar en la sala. ¿Habría ido a realizar una inspección? Eso parecía improbable, pues el contable de la empresa no le saludó, sino que se encaminó sin vacilar hacia la mesa de la ruleta.
Henry conocía a la perfección las probabilidades, porque firmaba el balance anual del casino cada abril y, pese al alquiler, la contribución municipal, los salarios de los empleados, la seguridad, incluso las comidas y copas gratis para los clientes habituales, el casino todavía lograba declarar unos pingües beneficios. Pero no era la intención de Henry conseguir ganancias, ni siquiera pérdidas.
Se sentó a la mesa de la ruleta. Abrió la bolsa Gladstone, extrajo diez billetes de diez libras y los entregó al crupier, quien los contó con parsimonia antes de darle diez fichas azules y blancas a cambio.
Ya había varios jugadores sentados a la mesa, que realizaban sus apuestas con fichas de cinco, diez, veinte y cincuenta libras, e incluso las doradas de cien. Solo un cliente tenía una pila de fichas doradas delante, que distribuía al azar en diferentes números. Henry se sintió satisfecho al ver que ese hombre atraía la atención de casi todos los curiosos que rodeaban la mesa.
Mientras el jugador del otro lado de la mesa continuaba sembrando el tapete verde de fichas doradas, Henry colocó una de diez libras sobre el rojo. La rueda giró y la bolita blanca se movió en dirección opuesta hasta caer en el número diecinueve rojo. El crupier devolvió una ficha de diez libras a Henry, mientras recogía fichas doradas por valor de más de mil libras del jugador sentado al otro lado de la mesa.
Mientras el crupier preparaba la rueda, Henry deslizó su única ficha en el bolsillo izquierdo de la chaqueta y siguió apostando al rojo.
La rueda giró de nuevo. Esta vez, la bolita blanca se detuvo en el cuatro negro y el crupier recogió la ficha de Henry. Dos apuestas, y Henry ni ganaba ni perdía. Depositó otra ficha de diez libras sobre el rojo. Ya había aceptado que, si iba a cambiar todo el dinero por fichas, el proceso sería largo y arduo. Pero, a diferencia de la mayoría de los jugadores, era un hombre paciente, cuyo único propósito era no ganar ni perder. Depositó otras diez libras sobre el rojo.
Tres horas más tarde, después de haber conseguido cambiar las dos mil novecientas setenta libras por fichas sin despertar sospechas, Henry abandonó la mesa y se dirigió hacia el bar. Si alguien hubiera observado con atención sus movimientos, habría visto que no había ganado ni perdido. Pero esa era su intención. Solo quería cambiar todo el dinero sobrante por fichas antes de ejecutar la segunda parte de su plan.
Cuando llegó al bar, con la bolsa Gladstone vacía y los bolsillos rebosantes de fichas, se sentó al lado de una mujer que parecía estar sola. No le dirigió la palabra y ella no demostró el menor interés por él. Cuando Angela pidió otra copa, Henry se agachó y depositó todas sus fichas en el bolso abierto que ella había dejado en el suelo, a su lado. Henry se encaminó hacia la salida antes de que el camarero tuviera tiempo de preguntarle qué deseaba.