A la mañana siguiente la oficial Seaton dejó su informe sobre la mesa del inspector jefe. Este lo leyó, sonrió, salió de su despacho y recorrió el pasillo para informar al subjefe de policía, quien a su vez llamó al jefe de policía. El jefe decidió no hablar de ello al presidente del comité de seguimiento hasta después de haber efectuado una detención, pues quería presentar a sir David un caso resuelto, uno de esos en que un jurado no tiene otro remedio que emitir un veredicto de culpabilidad.
Henry depositó el dinero del baile Butterfly en la caja fuerte nocturna de Lloyds TSB, a un par de cientos de metros del hotel donde los masones estaban celebrando su cena anual. No había recorrido ni treinta metros, cuando un coche de policía frenó a su lado. Era absurdo ponerse a correr, y además, Henry no estaba acostumbrado a cambiar de marcha. En cualquier caso, ya había planificado este momento hasta el último detalle. Henry fue detenido y acusado dos días antes de la reunión del comité de seguimiento.
Henry eligió al señor Clifton-Smyth, un abogado cuyas cuentas había llevado durante los últimos veinte años, para que le representara.
El señor Clifton-Smyth escuchó con atención la defensa de su cliente y tomó abundantes notas, pero, cuando Henry llegó al final de su relato, solo le dio un consejo: declararse culpable.
– Le informaré, por supuesto -añadió-, de todas las circunstancias atenuantes.
Henry aceptó el consejo de su abogado. Al fin y al cabo, el señor Clifton-Smyth jamás había puesto en tela de juicio su opinión durante las dos últimas décadas.
Henry no intentó ponerse en contacto con Angela durante los preliminares del juicio y, si bien la policía estaba segura de que ella era la Bonnie de su Clyde, dedujeron muy pronto que no tendrían que haberle detenido hasta que hubiera acudido al casino por segunda vez. ¿Quién era la mujer sentada en el bar? ¿Le había estado esperando? La Unidad de Delitos Especiales dedicó semanas a recoger matrices de talonarios de todos los casinos de Londres, pero no lograron encontrar ni un solo cheque extendido a nombre de la señora Angela Forster y, lo que era aún más desconcertante, tampoco localizaron ninguno a nombre de Henry Preston. ¿Perdía siempre?
Cuando consultaron el libro de celebraciones de Angela, descubrieron que Henry siempre había asumido la responsabilidad de contar el dinero y firmar el recibo. A continuación, una bandada de buitres de Hacienda cayó sobre la cuenta corriente de Angela, pero solo encontró once mil trescientas dieciocho libras de saldo, una cantidad que reflejaba muy pocos movimientos durante los últimos cinco años. Cuando la oficial Seaton informó a la señorita Blenkinsopp, esta pareció contentarse con creer que habían capturado al culpable. Al fin y al cabo, explicó a la oficial Seaton, era imposible que una chica de Santa Catalina estuviera implicada en algo semejante.
El subjefe de policía, con la búsqueda del asesino todavía en marcha y el alijo de drogas sin salir a la luz, dio instrucciones de cerrar el caso de Santa Catalina. Se había efectuado una detención, y eso era lo único que importaba cuando entregaban sus estadísticas delictivas anuales.
Cuando los letrados de Hacienda aceptaron que no había forma de localizar el dinero desaparecido, el abogado de Henry consiguió llegar a un acuerdo con el fiscal de la corona. Si se declaraba culpable del robo de ciento treinta mil libras y se comprometía a devolver toda la cantidad a las partes perjudicadas, recomendarían una condena corta.
– Y sin duda en este caso existen circunstancias atenuantes sobre las que desea llamar nuestra atención, ¿verdad, señor Cameron? -dijo el juez, mientras miraba al abogado de Henry.
– Desde luego, señoría -repuso el señor Alex Cameron, QC, [6] mientras se levantaba con parsimonia-. Mi cliente no ha ocultado su desgraciada adicción al juego, que ha sido la causa de su trágica perdición. Sin embargo -continuó el señor Cameron-, estoy convencido de que su señoría tendrá en cuenta que es el primer delito de mi cliente, y hasta este lamentable desatino había sido un pilar de la comunidad de reputación intachable. Mi cliente ha ofrecido largos años de servicios desinteresados a la iglesia local como tesorero honorario, tal como atestiguó el párroco, cosa que sin duda usted recordará, señoría.
El señor Cameron carraspeó antes de continuar.
– Señoría, tiene ante usted a un hombre destrozado y arruinado, al que solo aguardan largos años de jubilación. Ha llegado al extremo -continuó el señor Cameron, mientras tiraba de sus solapas- de tener que vender su piso de Wandsworth para pagar sus deudas. -Hizo una pausa-. Dadas las circunstancias, tal vez considere, señoría, que mi cliente ya ha sufrido bastante y, por lo tanto, debería ser tratado con indulgencia.
El señor Cameron miró esperanzado al juez y volvió a sentarse.
El magistrado miró al abogado de Henry y le devolvió la sonrisa.
– No lo bastante, señor Cameron. Trate de no olvidar que el señor Preston era un profesional que abusó de una situación de confianza. Pero déjeme recordar a su cliente -añadió el juez volviéndose hacia Henry- que el juego es una enfermedad y que el acusado debería buscar ayuda para superar su adicción en cuanto salga de la prisión.
Henry se preparó para escuchar la sentencia.
El juez hizo una pausa, que pareció durar toda una eternidad, y siguió mirando a Henry.
– Le condenó a tres años -dijo-. Llévense al preso -añadió.
Henry aterrizó en la prisión abierta de Ford. Nadie se fijó en su llegada y nadie se fijó en su partida. Siguió llevando una existencia tan anónima dentro como fuera. No recibía correo, no hacía llamadas telefónicas, no tenía visitas. Cuando le pusieron en libertad, dieciocho meses después, tras haber cumplido la mitad de la pena, nadie le esperaba ante la puerta.
Henry Preston aceptó la paga de cuarenta y cinco libras, y la última vez que se le vio caminaba hacia la estación de tren con una bolsa Gladstone que solo contenía sus pertenencias personales.
El señor Graham Richards y su señora disfrutan de una agradable jubilación, bastante tranquila, en la isla de Mallorca. Poseen una pequeña villa en primera línea de mar, con vistas a la bahía de Palma, y ambos gozan de cierto aprecio entre la comunidad local.
El presidente del Royal Overseas Club de Palma informó a la asamblea nacional de accionistas de que se había apuntado un gran tanto al convencer al ex director financiero de la Nigerian National Oil Company de que se convirtiera en tesorero honorario del club. Siguieron gestos de asentimiento, murmullos y una salva de aplausos. El presidente propuso a continuación que el secretario debía hacer constar en el acta que, desde que el señor Richards había asumido la responsabilidad de tesorero, las cuentas del club estaban en perfecto orden.
– Y a propósito -añadió-, su esposa Ruth ha accedido amablemente a organizar nuestro baile anual.
La coartada
Cometió un asesinato y no le pillaron -dijo Mick.
– ¿Cómo se las arregló? -pregunté.
– Porque si dos carceleros dicen que ha pasado, es que ha pasado -respondió Mick-, y ningún preso dirá lo contrario. ¿Comprendido?
– No, no lo comprendo -admití.
– Entonces tendré que explicártelo, ¿eh?-dijo Mick-. Hay una regla de oro entre los presos: nunca te acuestes con la fulana de un colega mientras está encerrado. Forma parte del código.
– Eso puede ser un poco duro para una chica joven cuyo novio ha sido condenado a una pena larga, porque la estás condenando al mismo número de años sin sexo.
– Esa no es la cuestión -replicó Mick-porque Pete dejó bien claro a Karen que la esperaría.