– Pero no iba a ir a ningún sitio durante los siguientes seis años -protesté.
– No lo entiendes, Jeff. Es el código y, para ser justo con la fulana, Karen se portó de maravilla durante los seis primeros meses, pero después se descarrió. La verdad es -prosiguió Mick- que Brian, el mejor amigo de Pete, ya se había acostado con Karen, pero eso fue antes de que se convirtiera en la chica de Pete, porque los tres habían ido juntos al instituto. Pero eso no cuenta, porque Karen dejó de follar con otros cuando se fue a vivir con Pete. ¿Comprendido?
– Creo que sí -dije.
– Ten en cuenta que la regla no se aplica a Pete porque es un hombre. Es una cuestión de lógica, porque los hombres son diferentes. Somos leones, y ellas, corderos.
«Leonas» me habría parecido más apropiado. Sin embargo, confieso que no expresé mi opinión en aquel momento.
– De todos modos -continuó Mick-, el código es muy claro: nadie se acuesta con la fulana de un colega mientras está encerrado.
Dejé la pluma y continué escuchando el Evangelio según San Mick, otro ladrón que entraba y salía de la cárcel como si el edificio tuviera puertas giratorias. Desistí de escribir mi diario. No cabía duda de que Mick estaba lanzado y nada iba a detenerle. Yo no, desde luego. Como la puerta estaba cerrada con llave y no podía escapar, decidí tomar nota de sus palabras. Pero antes les pondré en antecedentes.
Mick Boyle era mi compañero de celda en Lincoln, donde cumplía su novena condena de los últimos diecisiete años, todas por robo.
– Puede que sea un blandengue -proclamó-, pero no tolero la violencia. No la apruebo -añadió, con la clara intención de demostrar su superioridad moral. Me contó que tenía seis hijos, que él supiera, de cinco mujeres diferentes, pero apenas mantenía contacto con ellos. Debí de mostrar sorpresa, porque añadió-: No te preocupes, Jeff, los servicios sociales cuidan de todos ellos.
»Si quieres una chica -continuó Mick-, hay bastantes por ahí sin necesidad de que te acuestes con la fulana de tu mejor amigo. Al fin y al cabo, la mayoría de nosotros no paramos de entrar y salir, entrar y salir -repitió, y rió de su propio chiste.
Pete Bailey, el amigo de Mick (el héroe o villano de esta historia; eso lo decidirán ustedes), había sido acusado de robo con agravantes, lo cual abarca una multitud de pecados, sobre todo si solicitas al tribunal, después de que te hayan declarado culpable, que tome en consideración ciento doce delitos similares.
– ¿Resultado? A Pete le caen seis años. -Mick hizo una pausa para tomar aliento-. Ten en cuenta que se cargó a su mejor amigo mientras estaba dentro y no le pillaron, ¿eh?
– ¿De veras? -pregunté mostrando un poco más de interés.
– Sí, seguro. Sabía que solo cumpliría tres años porque siempre se portaba bien, cuando estaba dentro, quiero decir. Lógico, ¿verdad? Así que, después de quince meses en Wakefield, un trullo horrible, le enviaron a la prisión abierta de Hollesley Bay, en Suffolk, a terminar su condena. Un maldito campamento de vacaciones. En teoría -continuó Mick-, una prisión abierta ha de prepararte para reintegrarte en la sociedad. Algunos así lo esperan. Pete se pasaba todo el tiempo en la biblioteca de la cárcel, leyendo ejemplares atrasados de Country Life, que algún buen samaritano había donado, con el fin de decidir qué casas iba a asaltar en cuanto saliera. Bien, otra regla que se sigue en una prisión abierta es que tienes derecho a una visita a la semana, no una al mes, como cuando estás encerrado a cal y canto. Siempre que te hayas rehabilitado y no hayan dado parte de ti en un mes como mínimo.
– ¿Rehabilitado? -pregunté intrigado.
– Eso es cuando un preso lleva tres meses de buen comportamiento. Cuando le rehabilitan, obtiene todo tipo de privilegios, como más tiempo fuera de la celda, un trabajo mejor e incluso una paga superior en algunos trullos.
– ¿Y qué hay que hacer para que den parte de ti?
– Eso es fácil. Insultar a un guardia, presentarse tarde al trabajo, dar positivo en un análisis de drogas. Una vez, me sancionaron por robar una naranja de la cocina. Un abuso intolerable.
– ¿Y alguna vez sancionaron a tu amigo Pete? -pregunté.
– Nunca -contestó Mick-, Se portaba como un santo porque quería que su fulana le visitara. Bien, cumple sus tres meses, trabaja en los almacenes, no se mete en líos y, zas, le rehabilitan. El sábado siguiente, su fulana se presenta en chirona para visitarle.
»En las cárceles abiertas, las visitas tienen lugar en la sala más grande, por lo general el gimnasio o la cantina. Has de recordar que las medidas de seguridad no son como las de un trullo cerrado, con perros y cámaras que siguen todos tus movimientos, de modo que puedes comportarte con naturalidad cuando estás con tu fulana.-Hizo una pausa-. Bien, dentro de unos límites. Quiero decir, no puedes hacer el amor como en las cárceles suecas. Ya sabes… ¿Cómo lo llaman?
– ¿Visitas conyugales?
– Bien, da igual, se trata de sexo y nosotros no lo permitimos. Ten en cuenta que un guardia hará la vista gorda si un preso mete la mano bajo la falda de su fulana, pero me acuerdo de que en una cárcel…
– Pete -le recordé.
– Ah, sí, Pete. Bien, Karen visitó a Pete el sábado siguiente. Todo va bien hasta que Pete le pregunta por su mejor colega,
Brian. Karen se calla, no dice ni una palabra, y después enrojece. Pete adivina al instante lo que se trae entre manos: la fulana se lo está montando con su mejor colega mientras él está dentro. Ella le provocó, ¿verdad? Pete se levanta de un salto y le pega una hostia. Karen se cae al suelo. Se dispara la alarma y los guardias entran corriendo por todas las puertas. Tuvieron que separarle de Karen y meterle en una celda de aislamiento. ¿Has estado alguna vez en una celda de aislamiento, Jeff?
– No.
– Ni falta que hace. Un abuso intolerable. Celda desnuda, colchón en el suelo, lavabo de acero fijo a la pared y un retrete de acero que no funciona. Al día siguiente, sancionan a Pete y le llevan ante el director, el cual, como recordarás, es Dios todopoderoso. No necesita que ningún juez o jurado le ayude a decidir si eres culpable. Basta con las normas del Ministerio del Interior.
– ¿Qué le pasó a Pete?
– Le devolvieron a una institución cerrada. Le mandaron a Lincoln aquel mismo día, con tres meses de propina añadidos a su condena. Algunos presos, cuando les envían a una institución cerrada, pierden la chaveta, empiezan a destrozar el lugar, toman drogas, pegan fuego a su celda, así que no salen nunca. Una vez, me encerraron con un capullo en Liverpool. Empezó con una condena de tres años y aún sigue allí. La última vez, le llevaron ante el director por…
– Pete -dije, procurando contener mi exasperación.
– Ah, sí, Pete. Bien, Pete hace lo contrario.
– ¿Lo contrario?
– Bueno como un santo todo el tiempo que está enchironado en Lincoln. Tres meses después, vuelve a estar rehabilitado y recupera todos sus privilegios. Consigue un trabajo en la cocina, trabaja como un esclavo, seis meses más tarde solicita una visita y se la conceden, con la excepción de Karen Slater. Pero ya no quería ver a aquella zorra. No, esta vez Pete solicitó la visita de uno de sus antiguos colegas, que ya estaba en libertad. Este colega confirma que Brian no solo se lo monta con Karen, sino que, ahora que Pete está a buen recaudo en Lincoln, ella se ha ido a vivir con él. Un abuso intolerable -dijo Mick-. El colega de Pete le preguntó si quería que le diera una paliza a Brian. «No; no vayamos por ahí», contestó Pete. «Ya me ocuparé de él cuando llegue el momento.» No explicó lo que tenía pensado porque al final siempre hay alguien que se va de la lengua. En política debe de pasar lo mismo, Jeff.
– Pete.
– Bien, Pete sigue portándose como un santo. Tiene la celda limpia, trabaja a todas horas, nunca insulta a los guardias, nunca le sancionan. ¿Resultado? Doce meses después está de vuelta en la prisión abierta de Hollesley Bay, y solo le quedan nueve meses de condena.