– Así que se salió con la suya -repetí.
– Depende de lo que entiendas por salirse con la suya -dijo Mick-, porque, si bien la policía no pudo acusar a Pete, el agente a cargo del caso declaró más adelante que habían cerrado la investigación porque no deseaban interrogar a nadie más. Menuda indirecta. Lo ocurrido no era positivo para las perspectivas de ascenso de Chambers y Davis, de modo que se dedicaron a putear a Pete.
– Pero a Pete solo le faltaban seis semanas para salir en libertad -recordé a Mick-, y siempre se portaba como un santo.
– Cierto, pero otro guardia, coleguilla de Davis, denunció a Pete por robar unos vaqueros de los almacenes unos días antes de su excarcelación. Pete acabó en una celda de aislamiento y el director ordenó que le trasladaran a la prisión de Lincoln incluso antes de que sirvieran el té de la noche, con tres meses más de condena.
– ¿Acabó condenado a otros tres meses?
– Eso fue hace seis años -dijo Mick-.Y Pete todavía sigue encerrado en Lincoln.
– ¿Cómo es posible?
– Los guardias le acusan de algo nuevo cada pocas semanas, de manera que le sancionan y el director añade otros tres meses a su sentencia. Apuesto a que Pete pasará el resto de su vida en Lincoln. Menudo abuso.
– Pero ¿cómo consiguen salirse con la suya?
– ¿No has escuchado nada lo que he dicho, Jeff? Si dos carceleros dicen que ha pasado, es que ha pasado -repitió Mick-, y ningún preso dirá lo contrario. ¿Comprendido?
– Comprendido -contesté.
El 12 de septiembre de 2002, la Instrucción de Servicios Penitenciarios número 47/2002 declaraba que la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso Ezeh y Connors dictaminaba que, cuando un delito era de tal magnitud que se castigaba con días de condena adicionales, se aplicaban las medidas protectoras contenidas en la Convención Europea de Derechos Humanos. Debía celebrarse un juicio presidido por un tribunal independiente e imparcial, y los presos tenían derecho a asistencia legal en dichas vistas.
Pete Bailey salió de la prisión de Lincoln el día 19 de octubre de 2002.
Una tragedia griega
G eorge Tsakiris no es uno de esos griegos de los que hay que desconfiar cuando trae regalos. George tiene la suerte de poder pasar la mitad de su vida en Londres y la otra en su Atenas natal. Él y sus dos hermanos menores, Nicholas y Andrew, dirigen al alimón una empresa de compraventa de objetos de segunda mano, que heredaron de su padre.
George y yo nos conocimos hace muchos años durante una subasta benéfica a beneficio de la Cruz Roja. Su esposa Christina era miembro del comité organizador y me había invitado a ser el subastador.
En casi todas las subastas benéficas que he presidido a lo largo de los años, siempre hay un objeto que no encuentra comprador, y aquella noche no fue la excepción. En dicha ocasión, otro miembro del comité había donado un paisaje pintado por su hija, que había quedado huérfano en una feria benéfica del pueblo. Mucho antes de subir a la tribuna y pasear la vista alrededor de la sala en busca de un postor, pensé que iba a quedarme plantado otra vez.
Sin embargo, no había tomado en consideración la generosidad de George.
– ¿Hay una oferta inicial de mil libras?-pregunté esperanzado, pero nadie acudió en mi auxilio-. ¿Mil? -repetí procurando disimular la desesperación, y ya estaba a punto de rendirme, cuando una mano se alzó del mar de trajes de etiqueta negros. Era la de George-. Dos mil -propuse, pero mi propuesta no interesó a nadie-.Tres mil -dije, y miré directamente a George. Una vez más, alzó la mano-. Cuatro mil -anuncié con tono confiado, pero mi confianza duró poco, de modo que volví a mirar a George-. Cinco mil -pedí, y de nuevo aceptó. Pese a que su esposa era miembro del comité, consideré que ya era suficiente-.Adjudicado por cinco mil libras al señor George Tsakiris -anuncié entre aplausos, y vi una expresión de alivio en el rostro de Christine.
Desde entonces el pobre George o, mejor dicho, el rico George, ha acudido en mi auxilio en ocasiones similares, comprando a menudo objetos ridículos, por ninguno de los cuales había esperado yo una puja inicial. Bien sabe Dios lo mucho que he extorsionado a ese hombre a lo largo de los años, y todo en nombre de la caridad.
El año pasado, después de venderle un viaje a Uzbekistán, más dos billetes de clase turista por cortesía de Aeroflot, me acerqué a su mesa para agradecerle su generosidad.
– No hace falta que me lo agradezcas -dijo George cuando me senté a su lado-. No pasa ni un día sin que sea consciente de la suerte que tengo, incluso de la suerte de estar vivo.
– ¿La suerte de estar vivo? -pregunté, olfateando una historia.
Permítanme apuntar en este momento que el viejo tópico de que cada persona contiene un libro es una falacia. Sin embargo, con el paso de los años he llegado a aceptar que en la vida de casi todo el mundo hay un episodio especial y merecedor de un relato corto. George no era la excepción.
– La suerte de estar vivo -repetí.
George y sus dos hermanos dividen la responsabilidad del negocio a partes iguales: George se ocupa de la oficina de Londres, mientras Nicholas se queda en Atenas, lo cual permite a Andrew viajar alrededor del mundo siempre que uno de sus clientes hundidos necesita salir a flote.
Si bien George posee sucursales en Londres, Nueva York y Saint-Paul-de-Vence, regresa con regularidad a la cuna de los dioses para seguir en contacto con su numerosa familia. ¿Se han dado cuenta de que los ricos siempre parecen tener familia numerosa?
En un baile reciente de la Cruz Roja, celebrado en Dorchester, nadie acudió en mi auxilio cuando ofrecí una camiseta de rugby de los British Lions (después de su gira por Nueva Zelanda), firmada por todo el equipo perdedor. George no es taba presente, pues había vuelto a su país natal para asistir a la boda de una de sus sobrinas favoritas. De no haber sido por el incidente que tuvo lugar en la boda, yo nunca habría vuelto a ver a George.
Por cierto, no conseguí que nadie pujara por la camiseta de los British Lions.
La sobrina de George, Isabella, había nacido en Cefalonia, una de las islas griegas más hermosas, engarzada como una espléndida joya en pleno mar Egeo. Isabella se había enamorado del hijo de un viticultor local y, como su padre ya no vivía, George se había ofrecido a pagar el banquete de boda, que iba a celebrarse en casa del novio.
En Inglaterra es costumbre invitar a los amigos y familiares al servicio religioso y después al banquete, que suele celebrarse en una carpa montada en el jardín de la casa de los padres de la novia. Cuando el jardín no es bastante grande, la fiesta se traslada al ayuntamiento del pueblo. Una vez pronunciados los discursos oficiales, y transcurrido un lapso prudencial, los novios parten de luna de miel y poco después los invitados se marchan a casa.
Abandonar una fiesta antes de medianoche no es una tradición aceptada por los griegos. Dan por sentado que cualquier festejo posterior a una boda se prolongará hasta bien avanzada la madrugada, sobre todo si el novio es dueño de unos viñedos. Cuando dos nativos se casan en una isla griega, se invita de manera automática a todos los lugareños a tomar una copa de vino y brindar por la salud de la novia. Colarse de gorra en un banquete nupcial es una expresión desconocida para los griegos. La madre de la novia no se molesta en enviar tarjetas de invitación ribeteadas de oro por una sencilla razón: nadie se molestaría en contestar, pero todo el mundo haría acto de aparición.
Otra diferencia entre nuestras dos grandes naciones es que no es necesario alquilar una carpa o el ayuntamiento de un pueblo para la fiesta, porque es improbable que caiga un chaparrón, sobre todo en pleno verano, que dura unos diez meses. Cualquiera puede ser meteorólogo en Grecia.