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La multitudinaria y alegre fiesta fue presa de una repentina agitación. Unos gritaban, otros lloraban, algunos caían de rodillas, pero la mayoría se había sumido en un sombrío silencio, incapaces de comprender lo que acababa de ocurrir.

George se inclinó sobre el cadáver y levantó al anciano en brazos. Atravesó despacio el jardín en dirección a la casa, mientras los invitados formaban un pasillo de cabezas gachas.

George acababa de pujar cinco mil libras por dos entradas para un musical del West End cuyas representaciones ya habían terminado, cuando me contó la historia de Andreas Nikolaides.

– Dicen que Andreas salvó la vida de todos los habitantes de la isla -comentó George, mientras alzaba su copa en memoria del anciano. Hizo una pausa-. La mía incluida -añadió.

El inspector jefe

Para qué quiere verme? -preguntó el inspector jefe.

– Dice que es un asunto personal.

– ¿Cuánto hace que salió de la cárcel?

La secretaria del inspector jefe miró el expediente de Raj Malik.

– Fue puesto en libertad hace seis semanas.

Naresh Kumar se puso en pie, echó hacia atrás la silla y empezó a pasear por la habitación, como hacía siempre que necesitaba reflexionar sobre un problema. Se había convencido (bien, casi) de que pasear por el despacho con regularidad significaba hacer un poco de ejercicio. Mucho había llovido desde los tiempos en que podía jugar un partido de hockey por la tarde, tres partidos de squash la misma noche, y después volver corriendo a la comisaría de policía. Con cada nuevo ascenso, le cosían más galones dorados en las hombreras y se amontonaban más centímetros alrededor de su cintura.

«Cuando me haya jubilado, tendré más tiempo libre y empezaré a entrenarme de nuevo», decía a su número dos, Anil Jan. Ninguno de los dos se lo creía.

El inspector jefe se detuvo para mirar por la ventana las calles populosas de Mumbai, catorce pisos más abajo. Diez millones de habitantes, que iban desde los más pobres hasta los más ricos del mundo. Desde mendigos a millonarios, y su deber era vigilarlos a todos. Su predecesor le había traspasado el cargo con las siguientes palabras: «A lo sumo, puede confiar en controlar el avispero». En menos de un año, cuando cediera la responsabilidad a su segundo, le daría el mismo consejo. Naresh Kumar había sido policía toda su vida, al igual que su padre antes que él, y lo que más le gustaba del trabajo era su absoluta incertidumbre. Hoy día no era diferente, aunque muchas cosas habían cambiado desde los tiempos en que podías dar un bofetón a un niño si le pillabas robando un mango. Si lo hacías, los padres te demandarían por agresión y el niño clamaría que necesitaba un abogado. Por suerte su ayudante, Añil Jan, había llegado a aceptar que las pistolas en la calle, los traficantes de drogas y la guerra contra el terrorismo formaban parte de la vida cotidiana de un policía.

Los pensamientos del inspector jefe volvieron a Raj Malik, un hombre al que había enviado a la cárcel tres veces durante los últimos treinta años. ¿Para qué querría verle? Solo había una manera de averiguarlo. Se volvió hacia su secretaria.

– Concierte una cita con Malik, pero concédale tan solo quince minutos.

El inspector jefe había olvidado su cita con Malik, hasta que su secretaria dejó un expediente sobre su escritorio minutos antes de la hora concertada.

– Si llega un minuto tarde -advirtió el inspector jefe-, anule la cita.

– Ya está esperando en el vestíbulo, señor -explicó la secretaria.

Kumar frunció el ceño y abrió el expediente. Echó un vistazo a los antecedentes delictivos de Malik, muchos de los cuales recordaba porque en dos ocasiones (la primera cuando era oficial, y la segunda, inspector recién ascendido) le había detenido.

Malik era un delincuente de guante blanco, absolutamente capaz de desempeñar un trabajo serio. No obstante, siendo muy joven había descubierto que poseía encanto y astucia suficientes para estafar a gente ingenua, sobre todo ancianas, grandes cantidades de dinero sin esforzarse demasiado.

Su primer timo no era desconocido en Mumbai. Lo único que necesitó fue una pequeña imprenta, papel de carta con membrete y una lista de viudas. En cuanto obtuvo esto último (después de leer cada día las necrológicas del Mumbai Times) puso manos a la obra. Se especializó en vender acciones de empresas de ultramar inexistentes. Esto le proporcionó unos ingresos regulares, hasta que intentó vender un paquete a la viuda de otro estafador.

Cuando Malik fue acusado, admitió haber estafado más de un millón de rupias, pero el inspector jefe sospechaba que había sido mucho más. Al fin y al cabo, ¿cuántas viudas estaban dispuestas a reconocer que habían cedido a los encantos de Malik? Malik fue condenado a cinco años en la cárcel de Pune y Kumar perdió contacto con él durante casi una década.

Malik volvió a la prisión tras ser detenido por vender pisos en un bloque de apartamentos edificado sobre un terreno que resultó ser un pantano. Esta vez, el juez le condenó a siete años. Transcurrió otra década.

El tercer delito de Malik fue todavía más ingenioso y le deparó una condena aún más larga. Se hizo pasar por corredor de seguros de vida. Por desgracia, las anualidades nunca vencían… salvo para Malik.

Su abogado señaló al juez que su cliente se había embolsado unos doce millones de rupias, pero, como apenas podía devolver el dinero a los que todavía vivían, el magistrado estimó que doce años sería una cantidad justa por aquella póliza en particular.

Cuando el inspector jefe hubo pasado la última página, aún no entendía muy bien por qué Malik quería verle. Apretó un botón que había debajo del escritorio para informar a su secretaria de que estaba preparado para recibir a la siguiente visita.

El inspector jefe Kumar alzó la vista cuando la puerta se abrió. Miró a un hombre al que apenas reconoció. Malik debía de ser diez años más joven que él, pero aparentaba su misma edad. Si bien el expediente de Malik afirmaba que medía metro setenta y dos y pesaba sesenta y ocho kilos, el hombre que entró en el despacho no encajaba con esa descripción.

El viejo estafador tenía la piel arrugada y seca, y la espalda encorvada, por lo que parecía haber encogido. Media vida entre rejas le había pasado factura. Llevaba una camisa blanca con el cuello y los puños raídos, y un traje que le quedaba ancho, tal vez confeccionado a medida mucho tiempo atrás. No era el hombre seguro de sí mismo al que el inspector jefe había detenido por primera vez treinta años antes, un hombre que siempre tenía una respuesta para todo.

Malik dirigió una débil sonrisa al inspector jefe cuando se detuvo ante él.

– Gracias por acceder a recibirme -dijo en un susurro. Hasta su voz había adelgazado.

El inspector jefe asintió y le indicó con un ademán que se sentara al otro lado del escritorio.

– Me espera una mañana de mucho trabajo, Malik, de modo que ve al grano.

– Por supuesto, señor -repuso Malik incluso antes de sentarse-. Es que estoy buscando empleo.

Al inspector jefe se le habían ocurrido diversos motivos por los que Malik podría querer verle, pero buscar empleo no se encontraba entre ellos.

– Antes de echarse a reír -continuó Malik-, permítame explicarle mi caso.

El inspector jefe se reclinó en la silla y juntó las yemas de los dedos, como si rezara en silencio.