Выбрать главу

Gian Lorenzo no tardó en descubrir que en la profesión que había elegido la reputación a largo plazo no se construía sobre un objetivo aislado, sino a base de horas de investigación, combinadas con el buen juicio. Había heredado de su padre dos de las cualidades más importantes para un marchante de arte: un buen ojo y un buen olfato. Antonio Venici enseñó también a su hijo no solo a mirar, sino sobre todo dónde mirar cuando buscaba una obra maestra. El anciano solo comerciaba con los mejores ejemplos de la pintura y la escultura del Renacimiento, que nunca aparecían en el mercado abierto. A menos que una pieza fuera exclusiva, Antonio no salía de su galería. Su hijo siguió sus pasos. La galería solo compraba y vendía tres, tal vez cuatro, cuadros al año, pero aquellos maestros cambiaban de manos por el mismo precio que uno de los arietes de la Roma. Después de cuarenta años en el negocio el padre de Gian Lorenzo sabía no solo quién poseía las grandes colecciones, sino, más importante aún, quién deseaba o, mejor todavía, quién necesitaba desprenderse de una obra maestra.

Gian Lorenzo se abismó tanto en su trabajo que no se enteró de la lesión que Paolo Castelli había sufrido durante el partido de la Copa de Europa contra España. Este contratiempo apartó a Paolo de los campos de fútbol, así como de los periódicos, sobre todo cuando quedó claro que había llegado a la fecha límite de venta.

Paolo abandonó el escenario mundial justo cuando Gian Lorenzo entraba en él. Este empezó a viajar por toda Europa, como representante de la galería, en una búsqueda incesante de los ejemplos más singulares de la genialidad artística y, tras adquirir una obra maestra, de la persona que pudiera permitirse el lujo de comprarla.

Gian Lorenzo se preguntaba a menudo cómo le iba a Paolo desde que había dejado de jugar, porque la prensa ya no informaba de todos sus movimientos. Lo descubrió de la noche a la mañana cuando Paolo anunció su compromiso.

La pareja elegida por Paolo motivó que regresara a las primeras planas.

Angelina Porcelli era la única hija de Massimo Porcelli, presidente del fútbol club Roma y de Ulitox, la compañía farmacéutica más importante de Italia. «La boda de dos pesos pesados», anunciaba el titular de un tabloide.

Gian Lorenzo pasó a la página tres y descubrió el motivo de tal comentario. La futura esposa de Paolo medía metro ochenta y cinco; una ventaja para ser modelo, dirán ustedes, pero la comparación termina ahí, porque el otro dato personal que desvelaban los periodistas era su peso. Por lo visto, oscilaba entre ciento veinte y ciento cincuenta kilos, según informara un periódico serio o un tabloide.

Una imagen vale más que mil palabras. Gian Lorenzo examinó varias fotografías de Angelina y llegó a la conclusión de que solo Rubens habría pensado en ella como modelo. En todas las fotos de la futura esposa de Paolo, ni todo el talento desplegado por los modistos de Milán, los peluqueros de París o los joyeros de Londres, por no hablar de las legiones de entrenadores, dietistas y masajistas personales, era capaz de transformar su imagen de Hada de Azúcar en la de prima ballerina. Fuera cual fuese el ángulo elegido por los fotógrafos, y por muy considerados que intentaran ser (y algunos no lo eran), solo lograban subrayar la evidente diferencia entre ella y su prometido, sobre todo cuando posaba al lado del antiguo héroe de la Roma. La prensa italiana, claramente obsesionada por el tamaño de Angelina, no aportaba ninguna otra información de interés sobre ella.

Gian Lorenzo pasó a las páginas de arte y, cuando unas horas después entró en la galería, ya se había olvidado por completo de Paolo y su futura novia. Cuando abrió la puerta de su despacho, su secretaria le entregó una tarjeta de gran tamaño con membrete dorado en relieve. Gian Lorenzo echó un vistazo a la invitación.

El señor Massimo Porcelli

tiene el placer de invitar a

al enlace de su hija,

Angelina,

con el señor Paolo Castelli

en Villa Borghese.

Seis semanas después, Gian Lorenzo se sumó al millar de invitados que invadían los jardines de la Villa Borghese. Pronto quedó claro que el señor Porcelli estaba decidido a que su única hija disfrutara de una boda que ni ella ni todos los presentes olvidarían jamás.

El marco de los jardines Borghese, encaramados sobre una de las siete colinas que dominan Roma, con su impresionante villa de color terracota y crema, era la materia de la que están hechos los cuentos de hadas. Gian Lorenzo paseó por el recinto, admirando las esculturas y las fuentes, y de vez en cuando se encontraba con viejos amigos y compañeros de clase, a algunos de los cuales no veía desde los tiempos del colegio. Unos veinte minutos antes de que empezara la ceremonia, una docena de criados de librea tocados con pelucas blancas avanzaron entre la multitud. Pidieron a los invitados que ocuparan sus asientos en la rosaleda, puesto que la ceremonia estaba a punto de empezar.

Gian Lorenzo se sumó a la masa que se dirigía hacia una plataforma recién construida, con un semicírculo de asientos que rodeaban una tarima elevada con un altar en el centro. No era muy diferente de un estadio de fútbol, donde los sábados por la tarde se celebra otro tipo de culto. Su ojo de experto tomó buena nota de la magnífica vista de Roma, un paisaje realzado por un buen número de mujeres hermosas, todas ellas ataviadas con ropas que (sospechaba) nunca habían llevado antes y, en algunos casos, no volverían a llevar. El complemento de las damas eran hombres vestidos elegantemente con frac y camisa blanca, y solo el color de la corbata o pajarita delataba al pavo real que escondían. Gian Lorenzo paseó la vista alrededor y descubrió que estaba rodeado de políticos importantes, empresarios, actores, personajes de las revistas del corazón y muchos ex compañeros de equipo de Paolo.

El siguiente actor que ocupó su sitio en el escenario fue el propio Paolo, acompañado de su padrino. Gian Lorenzo cayó en la cuenta de que era un futbolista famoso, pero no recordaba su nombre. Cuando Paolo recorrió el sendero de hierba y entró en el campo de juego, Gian Lorenzo comprendió por qué las mujeres no le quitaban ojo. Paolo subió al escenario, ocupó su lugar a la derecha del altar y esperó a que llegara la novia.

Una orquesta de cuerda de cuarenta músicos, casi oculta entre los árboles que se alzaban detrás del altar, empezó a interpretar la marcha nupcial de Mendelssohn. El millar de invitados se levantaron de sus asientos y se volvieron para ver a la novia, que avanzaba lentamente por la gruesa alfombra de hierba, del brazo de su orgulloso padre.

– Qué vestido más bonito -dijo la dama que estaba delante de Gian Lorenzo.

Este asintió y, mientras contemplaba los metros de seda persa que formaban una magnífica cola detrás de Angelina, reprimió el único pensamiento que debía ocupar la mente cié todo el mundo. No obstante, la expresión de Angelina era la de una novia muy satisfecha con su suerte. Caminaba hacia el hombre que adoraba, consciente de que gran parte de las mujeres presentes habrían ocupado su lugar de muy buen grado:

Cuando Angelina subió los escalones que conducían al escenario, las tablas crujieron. El futuro marido sonrió y avanzó un paso hacia la novia. Ambos se volvieron hacia el cardenal Montagni, arzobispo de Nápoles. Algún invitado no consiguió reprimir una sonrisa cuando el cardenal se volvió hacia Paolo y preguntó:

– ¿Quieres a esta mujer como legítima esposa, para lo bueno y para lo malo, en la riqueza y en la pobreza…?