– Qué amable -dijo Gian Lorenzo.
– El dinero es de ella -le recordó la contessa.
– Discúlpeme un momento -dijo Gian Lorenzo-.Voy a darles las gracias antes de marchar.
Se levantó de su asiento y atravesó despacio el concurrido local.
– ¿Cómo estás?-saludó Paolo, quien se había puesto en pie mucho antes de que Gian Lorenzo llegara a su mesa-. Ya conoces a mi pequeño ángel, por supuesto -añadió, y se volvió con una sonrisa hacia su esposa-. Claro que, ¿cómo podrías haberla olvidado?
Gian Lorenzo tomó la mano de Angelina y la besó.
– Nunca olvidaré vuestra espléndida boda.
– Medici habría quedado maravillado -dijo Angelina.
Gian Lorenzo hizo una breve reverencia para agradecer a la mujer que recordara sus palabras.
– ¿Estás cenando con la contessa Di Palma?-preguntó Paolo-. Porque, en ese caso, posee algo que mi pequeño ángel desea. -Gian Lorenzo no hizo ningún comentario-. Espero, Gian Lorenzo, que sea una dienta, no una amiga, porque si mi pequeño ángel quiere algo no me detendré ante nada para conseguirlo. -Gian Lorenzo consideró prudente seguir guardando silencio. «No olvides», le había dicho en una ocasión su padre, «que solo los restauradores cierran tratos en los restaurantes… cuando te dan la cuenta»-.Y como es-una parcela que no domino -continuó Paolo-, y te consideran una de las principales autoridades de la nación, ¿serías tan amable de representar a Angelina en esta ocasión?
– Sería un placer -contestó Gian Lorenzo, mientras el maître depositaba ante la esposa de Paolo una tarta de chocolate, acompañada de un cuenco de crème fraíche.
– Excelente -dijo Paolo-. Seguiremos en contacto.
Gian Lorenzo sonrió y estrechó la mano de su viejo amigo. Recordaba muy bien la última ocasión en que Paolo había pronunciado aquellas mismas palabras, pero hay gente que considera esa frase una mera fórmula de cortesía. Gian Lorenzo se volvió hacia Angelina e inclinó la cabeza, para reunirse a continuación con la contessa.
– Temo que es hora de marcharnos -dijo Gian Lorenzo, al tiempo que consultaba su reloj-, sobre todo porque he de tomar el primer avión para Roma de la mañana.
– ¿Ha conseguido vender mi Canaletto a su amigo? -preguntó la contessa cuando se levantó.
– No -contestó Gian Lorenzo, mientras hacía un ademán en dirección a la mesa de Paolo-, pero ha dicho que seguiremos en contacto.
– ¿Lo harán?
– Es muy difícil -admitió Gian Lorenzo-, porque no me ha dado su número y sospecho que los señores Castelli no figuran en las Páginas Amarillas.
Gian Lorenzo tomó el primer vuelo a Roma de la mañana siguiente. El Canaletto le seguiría sin demasiadas prisas. En cuanto pisó la galería, su secretaria salió corriendo del despacho y barbotó:
– Paolo Castelli ha llamado dos veces esta mañana. Se disculpó por no haberle dado su número -añadió- y preguntó si sería tan amable de telefonearle en cuanto llegara.
Gian Lorenzo entró con calma en su despacho, se sentó ante el escritorio y procuró serenarse. Después tecleó el número que su secretaria había anotado. A la llamada contestó primero un mayordomo, el cual le pasó con una secretaria, quien por fin le puso con Paolo.
– Después de que te marcharas anoche mi pequeño ángel no habló de otra cosa -empezó Paolo-. No ha olvidado su visita a casa de la contessa, donde vio su magnífica colección de arte. Se preguntaba si el motivo de tu reunión con la contessa era…
– Creo que no es prudente hablar de esto por teléfono -interrumpió Gian Lorenzo, cuyo padre también le había enseñado que los tratos pocas veces se cierran por teléfono, sino casi siempre cara a cara. El cliente ha de ver el cuadro y después se le permite que lo tenga colgado en el salón de su casa durante varios días. Hay un momento crucial en que el comprador considera que el cuadro ya le pertenece. Es entonces cuando el marchante empieza a negociar el precio.
– En ese caso tendrás que volver a Venecia -dijo Paolo sin vacilar-.Te enviaré el avión privado.
Gian Lorenzo voló a Venecia el viernes siguiente. Un Rolls- Royce le esperaba en la pista para llevarle a Villa Rosa.
Un mayordomo recibió a Gian Lorenzo ante la puerta principal y después le condujo por una amplia escalinata de mármol hasta un conjunto de aposentos privados de paredes desnudas: el sueño de todo marchante de arte. Gian Lorenzo recordó la colección que su padre había reunido para los Agnelli durante un período de treinta años, y que ahora se consideraba una de las mejores en manos de un particular.
Gian Lorenzo pasó casi todo el sábado (entre comida y comida) visitando las ciento cuarenta y dos habitaciones de la Villa Rosa, acompañado de Angelina. Pronto descubrió que su anfitriona poseía muchas más cualidades de lo que él había imaginado.
Angelina demostró un verdadero interés por iniciar su colección de arte, y estaba claro que había visitado las galerías de todo el mundo. Gian Lorenzo se dio cuenta de que solo carecía de la valentía necesaria para llevar a la práctica sus convicciones (un problema que solían manifestar los hijos únicos de hombres que habían llegado a donde estaban gracias a sus propios esfuerzos), aunque no carecía de conocimientos ni, para sorpresa de Gian Lorenzo, de gusto. Se sintió culpable por haber llegado a conclusiones basadas únicamente en comentarios leídos en la prensa. Gian Lorenzo descubrió que disfrutaba de la compañía de Angelina, y hasta empezó a preguntarse qué podía ver en Paolo aquella joven tímida y reflexiva.
Aquella noche, mientras cenaban, se fijó en que Angelina siempre miraba a su marido con adoración, aunque pocas veces le interrumpía.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, Angelina apenas pronunció palabra. Solo cuando Paolo le propuso que enseñara los jardines a su invitado, su pequeño ángel resucitó.
Angelina acompañó a Gian Lorenzo por el jardín de veinticuatro hectáreas, el cual no poseía objetos inmuebles, ni siquiera refugios donde pudieran descansar para refrescar su frente. Siempre que Gian Lorenzo hacía una sugerencia, ella reaccionaba con entusiasmo, pues estaba claro que solo esperaba la ocasión de dejarse guiar por su sabiduría.
Por la noche, durante la cena, Paolo confirmó que el deseo de su pequeño ángel era iniciar una gran colección en memoria de su difunto padre.
– Pero ¿por dónde empezar? -preguntó Paolo, al tiempo que tendía la mano sobre la mesa para tomar la de su esposa.
– ¿Canaletto, tal vez? -aventuró Gian Lorenzo.
Gian Lorenzo se pasó los cinco años siguientes viajando entre Roma y Venecia, mientras continuaba persuadiendo a la contessa de que vendiera cuadros, que luego colgaban en Villa Rosa. A medida que aparecían nuevas joyas, el apetito de Angelina se volvía cada vez más voraz. Gian Lorenzo tuvo que viajar a Estados Unidos, Rusia e incluso Colombia para satisfacer al «pequeño ángel» de Paolo. Parecía decidida a superar a Catalina la Grande.
Cada nueva obra maestra que Gian Lorenzo depositaba ante ella cautivaba aún más a Angelina: Canaletto, Caravaggio, Tintoretto, Bellini y Da Vinci se hallaban entre los autóctonos. Gian Lorenzo no solo empezó a llenar los pocos espacios libres que quedaban en la villa, sino que también aportó estatuas llegadas desde todos los rincones del mundo, que ocuparon un lugar entre los demás inmigrantes del inmenso jardín: Moore, Brancusi, Epstein, Miró, Giacometti y el favorito de Angelina: Botero.
Con cada nueva adquisición, Gian Lorenzo le regalaba un libro sobre el artista. Angelina los devoraba de una sentada y pedía más de inmediato. Gian Lorenzo tuvo que reconocer que se había convertido no solo en la dienta más importante de la galería, sino también en su más apasionada discípula: lo que había empezado como un coqueteo con el Canaletto, se estaba transformando a marchas forzadas en una relación promiscua con casi todos los grandes maestros de Europa. Y era de Gian Lorenzo de quien se esperaba que continuara suministrando nuevos amantes. Una característica más que Angelina compartía con Catalina la Grande.