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– Se te da bien cambiar pañales, ¿verdad?

– Soy casi un experto.

Sobre la mesa había un folleto titulado: «Instituto para la infancia, la familia y la educación del Ayuntamiento de Brighton y Hove». En las paredes colgaban pósteres de niños guapos y sonrientes de distintas razas.

Por fin se abrió la puerta y entró una joven que logró irritar a Grace incluso antes de abrir la boca, sólo por su aspecto, combinado con su ceño fruncido.

Tendría unos treinta y cinco años, era flaca como un palillo, tenía la nariz puntiaguda, la boca arqueada pintada de rojo y llevaba el pelo teñido de un fucsia intenso, engominado y de punta con un estilo agresivo. Lucía un vestido estampado de muselina hasta los pies, calzaba unas sandalias que Grace pensó que serían vegetarianas y llevaba una carpeta beis con una nota pegada.

– ¿Son ustedes los dos policías? -preguntó con frialdad.

Tenía acento del sur de Londres, y sus ojos, detrás de unas gafas verde esmeralda, se clavaron en la pared del fondo entre los dos inspectores.

Grace se levantó y Nicholl le imitó.

– Comisario Grace e inspector Nicholl del Departamento de Investigación Criminal de Sussex -dijo Grace.

Sin dar su nombre, la mujer dijo:

– El director me ha informado de que quieren saber el nombre de adopción de Frederick Jones, que nació el 7 de septiembre de 1964. -Ahora miró fijamente a Grace, todavía de manera muy hostil.

– Sí, así es. Gracias -dijo él.

Arrancó la nota pegada en la carpeta y se la entregó. En ella, escrito a mano con letra cuidada, ponía: «Tripwell, Derek y Joan».

Grace se lo mostró a Nick Nicholl, luego miró la carpeta.

– ¿Hay algo más ahí que podría sernos de ayuda?

– Lo siento, no estoy autorizada -dijo, evitando otra vez el contacto visual.

– ¿No le ha explicado su director que se trata de una investigación de asesinato?

– También es la vida privada de alguien -replicó ella.

– Lo único que necesito es la dirección de los padres adoptivos… Derek y Joan Tripwell -dijo, leyendo la nota amarilla. Luego señaló hacia el expediente con la cabeza-. Seguro que está ahí.

– Me han dicho que les diera sus nombres -dijo-. No me han dicho que les proporcionara nada más.

Grace la miró, exasperado.

– Me parece que no lo entiende… Es posible que la vida de otras mujeres de esta ciudad corra peligro.

– Comisario, usted y su compañero se deben a su trabajo, que es proteger a los ciudadanos de Brighton y Hove. Yo me debo al mío, que es proteger a los niños adoptados. ¿Le ha quedado claro?

– Pues deje que le aclare yo algo -dijo Grace, mirando a Nicholl y cerrando los puños, furioso-. Si asesinan a alguien más en esta ciudad y está usted reteniendo información que nos podría haber permitido impedirlo, voy a pedir personalmente su cabeza.

– Aquí le espero -respondió la mujer, y se marchó de la sala.

Capítulo 111

Grace iba conduciendo su Alfa Romeo colina arriba, tras pasar por delante de un ASDA y la British Bookstores, a punto de cruzar la verja de Sussex House, cuando la agente Pamela Buckley le llamó. Se detuvo.

– No estoy segura de si son buenas o malas noticias, comisario -dijo-. He comprobado el listín telefónico y el censo electoral. No aparece ningún Tripwell en Brighton y Hove. He ampliado la búsqueda. Hay uno en Horsham, dos en Southampton, uno en Dover y uno en Guildford. El de Guildford coincide con sus nombres, Derek y Joan.

– Dame la dirección.

La anotó. «Spencer Avenue, 18.»

– ¿Puedes indicarme cómo llegar?

El sistema circulatorio del centro de Guildford, decidió Grace, había sido diseñado por un simio puesto hasta las cejas de setas alucinógenas que había intentado copiar el laberinto de Hampton Court en asfalto. Siempre que iba a esta ciudad se perdía, y ahora le había vuelto a pasar. Tuvo que pararse a mirar el callejero dos veces y prometió comprarse un GPS en cuanto tuviera ocasión. Después de varios minutos de frustración, su humor empeorando al mismo ritmo que su conducción, por fin encontró Spencer Avenue, una calle sin salida cerca de la catedral, y accedió a ella.

Era una vía estrecha en una colina pronunciada, con coches aparcados a ambos lados. Había casas pequeñas arriba a la derecha y abajo a la izquierda. Vio el número 18 en una valla baja a su izquierda, detuvo el coche en un sitio pequeño más adelante, aparcó y volvió hacia atrás.

Bajó los escalones que llevaban a la puerta de una casita adosada, con un jardín muy cuidado, casi tropezó con un gato blanco y negro que cruzó como una bala por delante de él y llamó al timbre.

Al cabo de unos momentos, una mujer menuda de pelo gris abrió la puerta. Llevaba una camiseta de tirantes, vaqueros anchos, botas de agua y guantes de jardinero.

– ¿Sí? -dijo alegremente.

Grace le mostró su placa.

– Comisario Grace del Departamento de Investigación Criminal.

Su rostro se ensombreció.

– Oh, Dios mío, ¿es Laura otra vez?

– ¿Laura?

– ¿Se ha vuelto a meter en líos? -Tenía la boca pequeña, a Grace le recordó al pitorro de una tetera.

– Disculpe si me he equivocado de dirección -dijo-. Estoy buscando a los señores Derek y Joan Tripwell, que adoptaron a un niño llamado Frederick Jones en septiembre de 1964.

De repente, la mujer pareció muy afligida, sus ojos no sabían dónde mirar.

– No, no se equivoca… de dirección. ¿Quiere pasar? -Levantó los brazos-. Disculpe mi ropa… No esperaba ninguna visita.

Grace la siguió a un vestíbulo minúsculo y estrecho, que desprendía un olor a viejo y gato, luego a un salón-comedor pequeño. El salón estaba dominado por un juego de sofá, dos sillones y un televisor grande que emitía un partido de críquet. Un anciano, con una manta de cuadros sobre los muslos, pelo ralo blanco y audífono en la oreja, estaba apoltronado en uno de los sillones, dormido, aunque por el color de su cara podría haber estado muerto.

– Derek -dijo-, tenemos visita. Un policía.

El hombre abrió un ojo.

– Ah -dijo, y volvió a cerrarlo.

– ¿Quiere una taza de té? -le preguntó la mujer a Grace.

– Si no es molestia, me encantaría, gracias.

Ella le señaló el sofá. Grace pasó por encima de las piernas del hombre dormido y se sentó mientras la mujer salía de la habitación. Obviando el críquet, se concentró en escudriñar la sala, buscando fotografías. Había varias. Una mostraba a Joan y Derek mucho más jóvenes con tres niños, dos chicos y una chica de aspecto bastante huraño. Encima de una vitrina llena de figuritas de porcelana Capo di Monte, había otra en un marco de plata. Contenía el retrato de un adolescente de pelo largo y oscuro con traje y corbata, que daba la impresión de estar posando para la cámara con cierta reticencia. Pero observó en sus facciones que se parecía, muchísimo, a un joven Brian Bishop.

Hubo una ovación en la televisión, seguida de aplausos. Miró la pantalla y vio que un bateador se alejaba de la línea y que la estaca del medio estaba muy curvada hacia atrás.

– Tendría que haberla bloqueado -dijo el hombre que parecía dormido-. El muy tonto ha intentado golpear entre los fildeadores. ¿Le gusta el críquet?

– No mucho. Lo mío es el rugby.

El hombre gruñó y se quedó callado.

La mujer regresó a la sala con una bandeja con una tetera de porcelana, una jarrita de leche, una azucarera, tazas, platos y un cuenco de galletas. Se había quitado los guantes de jardinero y se había cambiado las botas de agua por unas zapatillas con borlas.

– ¿Quieres un té, Derek? -preguntó, subiendo la voz.

– Tenemos a un loco del rugby en casa -refunfuñó, luego pareció que volvía a quedarse dormido.

– ¿Leche y azúcar? -le preguntó la mujer a Grace, dejando la bandeja sobre la mesa.

Él miró el cuenco de galletas con hambre, al percatarse de que era la hora de comer y que apenas había desayunado.