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– Cuéntame -dijo Grace.

Erridge dejó la primera fotografía sobre la mesa. Grace vio a un hombre con barba y bigote poblados, pelo largo y desgreñado que le caía sobre la frente, gafas grandes con los cristales tintados, vestido con una camisa ancha encima de una camiseta de malla, pantalones de sport y sandalias.

– Hemos indicado al ordenador que eliminase el pelo largo, la barba y las gafas de sol, ¿vale?

– De acuerdo -contestó Grace.

Erridge plantó una segunda fotografía en la mesa de Grace.

– ¿Le reconoces?

Grace estaba mirando a Brian Bishop.

Por un momento guardó silencio. Luego dijo:

– Joder. Bien hecho, George. ¿Cómo diablos has conseguido sacar los ojos con las gafas?

Erridge sonrió.

– También hay una cámara de seguridad en el servicio de caballeros. Tu hombre se quitó las gafas ahí dentro para limpiarlas. ¡Conseguimos imágenes de sus ojos!

– Gracias -dijo Grace-. ¡Un trabajo magnífico!

– Díselo a ese cabrón de Tony Case, ¿vale? Necesitamos este equipo aquí. Podría haberte conseguido esta información ayer si contáramos con él.

– Se lo diré -dijo Grace. Se levantó y buscó con la mirada a Adrienne Corbin, la joven agente que había estado trabajando en el registro telefónico. Sin dirigirse a nadie en particular, preguntó-: ¿Alguien sabe dónde se ha metido la agente Corbin?

– Tomándose un descanso, Roy -dijo Bella Moy.

– ¿Puedes localizármela y pedirle que vuelva enseguida?

Se sentó y se puso a mirar una fotografía y después la otra, pensativo. La transformación era extraordinaria. Una metamorfosis total, de un hombre atractivo y sofisticado a alguien que te impulsara a querer cambiar de acera para evitarle.

«Domingo», estaba pensando. Bishop estuvo en el hospital a última hora de la mañana. Así que andaba por la ciudad.

Fue el domingo por la mañana cuando rajaron la capota del coche de Cleo.

Hojeó el informe sobre la cronología hasta que llegó al domingo por la mañana. Según la declaración que el propio Bishop hizo en el primer interrogatorio, había pasado la mañana en su habitación de hotel, poniéndose al día con sus e-mails, y luego había ido a casa de unos amigos a almorzar. Una nota indicaba que se había hablado con los amigos, Robin y Sue Brown, y que éstos habían confirmado que Bishop llegó a la una y media y se quedó con ellos hasta pasadas las cuatro. Vivían en el pueblo de Glynde, a unos quince o veinte minutos en coche del Royal Sussex County Hospital, calculó Grace.

La hora que aparecía en las imágenes de la cámara de seguridad de la primera fotografía de Urgencias era las 12.58. Justo, pero posible. Muy posible.

Buscó la cronología anterior de aquella mañana. La agente de Relaciones Familiares que estaba de guardia, Linda Buckley, informó que Bishop había permanecido en su habitación de hotel hasta el mediodía, luego se había marchado en su Bentley tras decirle que salía a almorzar y que volvería más tarde. Había registrado su hora de regreso a las 16.45.

La preocupación crecía en su interior. Bishop podría haberse desviado fácilmente de su ruta al hospital y haber pasado por el depósito de cadáveres. Pero ¿por qué? ¿Qué sentido tendría? ¿Cuál sería el móvil?

Aunque también carecía de móvil para matar a Sophie Harrington.

Adrienne Corbin acudió corriendo a la sala, jadeando del esfuerzo y sudando. Era evidente que su cuerpo regordete aún no se había acostumbrado a este calor.

– Señor, ¿quería verme?

Grace se disculpó por interrumpir su descanso y le contó lo que necesitaba de los registros de los repetidores y de las cámaras de seguridad. Quería determinar los movimientos de Bishop desde el mediodía del domingo, cuando se marchó del hotel, hasta la hora que llegó a casa de los Brown en Glynde.

– Oye, viejo -dijo de repente Branson, que había estado sentado en silencio en su área de trabajo.

– ¿Qué?

– Si trataron a Bishop en Urgencias, tuvo que firmar el registro, ¿verdad?

Y entonces Grace se percató de lo cansado que estaba y cómo influía aquello en su mente. ¿Cómo diablos no había caído?

– ¿Sabes qué? -contestó.

– Soy todo oídos.

– A veces creo que sí tienes cerebro.

Capítulo 113

Grace pronto descubrió que encontrar un camino para evitar la burocracia de los Servicios Sociales había sido pan comido comparado con el maratón de llamadas telefónicas que ahora estaban realizando al Consorcio de Hospitales de Brighton. A Glenn Branson le costó más de una hora y media -durante la cual le pasaron de un funcionario a otro, y tuvo que esperar a que la gente saliera de sus reuniones- que por fin le pusieran con la persona que podía autorizar la desclasificación de información confidencial sobre pacientes. Y sólo lo consiguió después de que Grace cogiera el teléfono y presentara su alegato.

El siguiente problema fue que el domingo en Urgencias no habían tratado a nadie con el apellido Bishop, y que ese día habían curado a diecisiete personas con heridas en la mano. Afortunadamente, el doctor Raj Singh estaba de guardia. Grace envió a Branson al hospital con la fotografía de la cámara de seguridad, con la esperanza de que Singh lo reconociera.

Pasadas las cuatro y media, salió de la MIR Uno y llamó a Cleo, para ver cómo se encontraba.

– Un día tranquilo -le comentó ella, con voz cansada, pero razonablemente alegre-. He tenido dos inspectores aquí todo el rato, repasando el registro. Darren y yo estamos recogiendo y luego me llevará a casa. ¿Qué tal tú?

Grace le relató la conversación que había tenido antes con el inspector Pole.

– No pensaba que hubiera sido Richard -dijo, extrañamente aliviada, lo que le molestó. Grace estaba siendo irracional, lo sabía, pero había calidez en su voz cada vez que mencionaba a su ex, y eso le preocupaba. Como si su historia hubiera terminado, pero no del todo-. ¿Vas a trabajar hasta tarde? -le preguntó ella.

– Aún no lo sé. Tengo la reunión de las seis y media; tendré que esperar a ver qué surge.

– ¿Qué te apetece cenar?

– A ti.

– ¿Qué guarnición quieres que me ponga?

– Sólo tú desnuda con una hoja de lechuga.

– Entonces ven a casa en cuanto puedas. Necesito tu cuerpo.

– Te quiero -dijo él.

– ¡Tú también me gustas bastante! -dijo ella.

Grace decidió aprovechar el primer momento libre que tenía en todo el día y se dirigió al Departamento de Datos Informáticos, en el extremo opuesto del edificio, donde la malograda Janet McWhirter había pasado tantas horas de su vida laboral.

Normalmente, la gran zona de despachos, cuyo personal informático estaba integrado en su mayoría por civiles, era un hervidero alegre de actividad. Pero aquella tarde, el ambiente estaba apagado. Llamó a la puerta de uno de los pocos despachos cerrados. Había sido el lugar de Janet McWhirter y ahora, por la etiqueta en la pared, lo ocupaba Lorna Baxter, jefa de la Unidad de Desclasificación y del DDL Como a Janet, la conocía desde había mucho tiempo y le caía muy bien.

Sin esperar respuesta, abrió la puerta. Lorna, que tendría unos treinta y cinco años, estaba en avanzado estado de gestación. Tenía el pelo castaño y normalmente lo llevaba largo, pero vio que se lo había cortado con una especie de flequillo de monje que acentuaba los kilos que había cogido en la cara. Aunque lucía un vestido de flores ancho y ligero, se notaba que sufría con aquel calor.

Estaba hablando por teléfono, pero le indicó animadamente que entrara y señaló una silla delante de su mesa. Grace cerró la puerta y tomó asiento.

Era un despacho pequeño y cuadrado, casi abarrotado por un escritorio y una silla para ella, dos sillas para visitas, un archivador metálico alto y una pila de cajas clasificadoras. A la derecha de Grace había un dibujo de Bart Simpson colgado en la pared con chinchetas de colores y un folio con un corazón grande dibujado y las palabras: «¡TE QUIERO, MAMÁ!».