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– ¿Puede saberse cuándo se modifican?

– ¡Por supuesto! -asintió enfáticamente-. Cada vez que un registro se altera se deja una huella electrónica. De hecho, aquí tenemos una.

Grace se irguió de repente.

– ¿Sí?

– Las personas que tenemos autorización disponemos de un código de acceso individual. Si corregimos un registro, la huella que dejamos es nuestro código de acceso, y la fecha de modificación.

– ¿Así que puedes averiguar a quién pertenece ese código de acceso?

Lorna le sonrió.

– Conozco ese código de acceso sin necesidad de buscarlo. Es el de Janet. Corrigió este registro el… -miró más detenidamente- el 7 de abril de este año.

Ahora Grace notó de verdad la subida de adrenalina.

– ¿Sí?

– Sí. -Lorna frunció el ceño, tecleó algo y luego volvió a mirar la pantalla-. Interesante -dijo-. Fue su último día en el departamento.

Capítulo 114

Una hora y media más tarde, poco antes de las ocho, Nick Nicholl conducía despacio un coche patrulla Opel Vectra por Sackville Road. Grace iba en el asiento delantero, con un chaleco antibalas debajo de la chaqueta, y Glenn Branson, también con chaleco antibalas, iba sentado detrás de él. Los dos hombres iban contando los números de las casas en los mugrientos edificios adosados de estilo eduardiano. Justo detrás los seguían dos furgonetas Ford Transit de la policía, cada una con un equipo de agentes uniformados del equipo de Apoyo Local.

– ¡Dos cincuenta y cuatro! -leyó Glenn Branson-. Dos cincuenta y ocho. Dos sesenta. ¡Dos sesenta y dos! ¡Es aquí!

Nicholl aparcó en doble fila al lado de un Ford Fiesta lleno de polvo y los otros vehículos se detuvieron tras ellos.

Grace ordenó por radio a la segunda furgoneta que fuera por detrás para cubrir la entrada trasera y que le informara cuando estuviera en posición.

Dos minutos después, recibió la llamada para anunciar que estaban listos.

Salieron del coche. Grace ordenó al miembro del SOCO que se quedara en su vehículo de momento, bajó los escalones de hormigón en primer lugar, pasó por delante de dos cubos de basura y luego por una ventana sucia en saledizo con los visillos corridos. Aún era de día, aunque estaba oscureciendo deprisa, así que la ausencia de luz interior no significaba necesariamente que el piso estuviera vacío.

La puerta gris y gastada, con dos paneles de cristal opacos, pedía a gritos una mano de pintura, y el timbre de plástico había vivido tiempos mejores. Sin embargo, lo pulsó. No emitió ningún sonido. Volvió a pulsar. Silencio.

Golpeó los paneles con fuerza. Luego gritó:

– ¡Policía! ¡Abran la puerta!

No hubo respuesta.

Volvió a llamar, con más energía aún.

– ¡Policía! ¡Abran la puerta!

Luego se volvió hacia Nicholl y le dijo que pidiera al equipo de Apoyo Local que trajera el ariete.

Al cabo de unos momentos, aparecieron dos agentes corpulentos, uno de ellos con un ariete cilíndrico, largo y amarillo, que utilizaban para echar puertas abajo.

– ¿Voy, jefe? -le preguntó a Grace.

El comisario asintió.

El policía empotró el ariete contra uno de los paneles de cristal. Para asombro de todos, rebotó. Volvió a golpearlo, más fuerte, y rebotó de nuevo.

Branson y Nicholl lo miraron con el ceño fruncido.

– ¿No comiste suficientes espinacas cuando eras pequeño? -se burló su compañero del equipo de Apoyo Local.

– ¡Joder!

El otro policía, que aún era más corpulento, cogió la herramienta y golpeó con fuerza contra la puerta. Momentos después también estaba avergonzado, al ver que volvía a rebotar en el cristal.

– ¡Mierda! -exclamó el agente-. ¡Tiene cristales blindados! -Golpeó el pomo de la puerta. Ésta apenas se movió. Volvió a aporrearla, luego otra vez. Empezaba a sudar. Miró a Grace-. Creo que no le gustan los ladrones.

– Es evidente que ha seguido los consejos de su agente local de Prevención de Delitos -bromeó Nick Nicholl, haciendo una extraña exhibición de humor.

El agente les indicó que se apartaran, luego dio un mazazo potente en el centro de la puerta, que se combó, y algunas astillas de madera salieron volando.

– Está reforzada -dijo en tono grave.

Volvió a golpear, otra vez, hasta que partió la madera y pudo ver la chapa de acero que había debajo. Se necesitaron cuatro golpes más con el ariete para que la chapa se doblara lo suficiente para que alguien pudiera entrar arrastrándose.

Primero pasaron seis agentes del equipo de Apoyo Local, para determinar si había alguien en el piso. Al cabo de un par de minutos, uno de ellos abrió la puerta dañada desde dentro y salió.

– El piso está vacío, señor.

Grace dio las gracias al equipo y les pidió que se marcharan, tras explicarles que quería limitar el número de policías presentes en el lugar para llevar a cabo un registro forense.

Al entrar, mientras se ponía unos guantes de látex, Grace se encontró en un sótano pequeño y lúgubre, donde prácticamente cada centímetro del suelo enmoquetado y raído estaba ocupado por equipos informáticos parcialmente desmontados, pilas de revistas de motor y manuales de coches. Olía a humedad.

Al otro lado de la habitación había un área de trabajo, con un ordenador y un teclado. Toda la pared de delante estaba llena de recortes de periódico y lo que parecían esquemas de árboles genealógicos. A la derecha, había una puerta abierta, que conducía a un pasillo oscuro.

Cruzó el cuarto, describiendo un camino cuidadoso a través del material amontonado en el suelo, hasta que llegó a la silla giratoria del ordenador. Entonces vio lo que había colgado en la pared.

Y se quedó muerto.

– ¡Mierda! -dijo Glenn Branson, que ahora estaba justo a su lado.

Era un museo de recortes de prensa. La mayoría de las páginas, recortadas o arrancadas del Argus y de los periódicos nacionales, parecían seguir la trayectoria de la carrera de Brian Bishop. Había varias fotos suyas, incluida una fotografía de su boda con Katie. Al lado había un artículo, en una página rosa del Financial Times, sobre el ascenso meteórico de su empresa, International Rostering Solutions PLC, donde se hablaba de su aparición, el año anterior, en la lista del Sunday Times de las cien empresas de mayor crecimiento en el Reino Unido.

Grace apenas era consciente de que Branson, y otras personas, se movían detrás de él, poniéndose guantes de goma, tampoco notaba cómo las puertas y cajones se abrían y cerraban, porque había centrado toda su atención en otro artículo pegado con cinta adhesiva en la pared. Era la portada de la edición vespertina del lunes del Argus, que mostraba una fotografía de Brian Bishop y su mujer, y otra más pequeña de Roy Grace, en un recuadro. Debajo, en una de las columnas, había un círculo rojo que rodeaba las palabras: «Ser maligno».

Leyó todo el pasaje:

Se trata de un crimen especialmente desagradable -ha dicho el comisario Grace, el investigador jefe-. Trabajaremos arduamente para llevar ante la justicia a este ser maligno.

Nick Nicholl blandió de repente un papel fino delante de él que parecía un documento legal.

– Acabo de encontrar este contrato de arrendamiento. ¡Tiene un garaje! Dos, en realidad… En Westbourne Villas.

– Llama al centro de operaciones -dijo Grace-. Que alguien redacte una orden nueva y se la lleve al mismo juez, y que nos la traigan aquí. ¡Y diles que se den prisa!

Luego, mientras miraba, otra vez, el círculo rojo alrededor de las palabras «Ser maligno» oyó que Glenn Branson le hablaba, con gran preocupación:

– Jefe, creo que tendrías que echar un vistazo a esto.

Grace recorrió un pasillo corto que conducía a un dormitorio sin ventanas, frío y húmedo. La habitación estaba iluminada por una bombilla solitaria de bajo voltaje que colgaba de una cuerda encima de una cama, bien hecha, con una colcha de chenilla color crema.