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Tenía los dedos de los pies cortos y gruesos, y las uñas pintadas de esmalte rosa desconchado. Su ropa estaba esparcida por el suelo, como si se hubiera desvestido a toda prisa. En medio había un osito de peluche viejo. Aparte de la marca del biquini color porcelana alrededor de la zona del pubis, estaba totalmente bronceada, bien por el caluroso verano inglés que estaban viviendo, bien porque había estado de vacaciones en el extranjero, o tal vez por ambas razones.

Alrededor del cuello, justo encima de la gargantilla, tenía una marca color carmesí, muy probablemente de una atadura, lo que indicaba la causa aparente de la muerte, aunque Grace había aprendido hacía tiempo a no precipitarse a la hora de sacar conclusiones.

Mientras miraba a la mujer muerta se esforzó por no seguir pensando en su esposa desaparecida, Sandy.

«¿Podría ser esto lo que te ocurrió a ti, cariño mío?»

Al menos habían conseguido sacar de la casa a la histérica señora de la limpieza. Sólo Dios sabía cuánto habría contaminado ya la escena del crimen, pues le había quitado la máscara a la mujer y se había puesto a correr como un pollo sin cabeza.

Después de lograr calmarla, les había ofrecido alguna información. Sabía que el marido de la fallecida, Brian Bishop, pasaba la mayor parte de la semana en Londres. Sabía, además, que aquella mañana estaba jugando un torneo de golf en su club, el North Brighton, un club demasiado caro para el bolsillo de la mayoría de los policías, aunque de todas formas Grace no era golfista.

El equipo del SOCO había llegado pronto y estaba trabajando con energía. Un agente examinaba a cuatro patas la moqueta, buscando fibras; otro empolvaba las paredes y todas las superficies para obtener huellas; y el coordinador de la escena, Joe Tindall, estaba inspeccionando todas las habitaciones.

Tindall, que recientemente había sido ascendido de jefe de la Escena del Crimen a jefe del equipo de apoyo científico, por lo que era el responsable de coordinar distintas escenas del crimen a la vez si era necesario, salió ahora del baño de la suite. Había dejado a su mujer hacía poco por una chica mucho más joven y lucía un cambio de imagen completo. A Grace no dejaba de asombrarle la transformación que aquel tipo había experimentado.

Tan sólo unos meses atrás, Tindall parecía un científico loco, con su barriga, su pelo hirsuto y sus gafas de culo de vaso. Ahora tenía el abdomen como una tableta de chocolate y llevaba la cabeza totalmente rapada, una barba vertical de medio centímetro de ancho que bajaba desde el labio inferior hasta el centro de la barbilla y unas modernas gafas rectangulares con cristales azules. Grace, que volvía a salir con una mujer por primera vez en muchos años, había intentado pulir su imagen últimamente pero, con un poco de envidia, vio que no se acercaba ni de lejos al nuevo estilo de Tindall.

Cada pocos momentos y durante un milisegundo, la mujer muerta era iluminada, de repente, con intensidad, por el flash de una cámara. El fotógrafo, un hombre de pelo plateado irrefrenablemente alegre de casi cincuenta años llamado Derek Gavin, tenía un estudio en Hove antes de que el mundo de la fotografía digital casera mermara sus ganancias hasta el punto de obligarle a cerrar el negocio. En broma, con un humor muy negro, decía que prefería el trabajo en las escenas del crimen porque no tenía que preocuparse nunca por conseguir que los cuerpos estuvieran quietos o sonrieran.

La mejor noticia de la mañana hasta el momento era que su patólogo del Ministerio del Interior preferido había sido asignado al caso. De origen español, descendiente de aristócratas rusos, Nadiuska de Sancha era divertida, a veces irreverente, pero brillante en su profesión.

Grace rodeó el cadáver con cuidado. Hubo momentos en que sintió las marcas de la atadura en su propio cuello, luego en la tripa. Todo en su interior se tensó. ¿Qué maldito sádico había hecho aquello? Sus ojos se clavaron en la mancha minúscula en la sábana blanca justo debajo de la vagina de la mujer. ¿El semen que había goteado?

Dios santo.

«Sandy.»

Siempre le suponía un problema, cada vez que moría una mujer joven. Deseó desesperadamente que otra persona hubiera estado hoy de guardia.

Sobre una de las mesitas de noche doradas, reproducciones Luis XIV, había un teléfono. Grace estuvo a punto de levantar el auricular, las viejas costumbres no se perdían fácilmente. Las nuevas directrices de buenas prácticas recordaban a los agentes de la policía que la mejor forma de obtener pruebas potenciales de los teléfonos era que un experto los retirara y examinara con métodos forenses, en lugar de recurrir al viejo truco de marcar el 1471 para comprobar el número de la última llamada recibida. Avisó a un agente de la Escena del Crimen que estaba en la otra habitación y le recordó que se asegurara de recoger todos los teléfonos.

Luego hizo lo que le gustaba hacer siempre en una potencial escena del crimen: pasearse por el lugar, sumido en sus pensamientos. Se fijó momentáneamente en un cuadro moderno y llamativo. Miró el nombre del artista: Helen Steel. Se preguntó si sería famosa y, de nuevo, se percató de lo poco que sabía de arte. Luego entró en el enorme baño de la suite y abrió la mampara de una ducha tan grande que se podría vivir en ella. Vio el jabón, los geles colgados de ganchos, los champús. La puerta de espejo del armario estaba abierta e inspeccionó las pastillas. Pensaba todo el tiempo en las palabras de la mujer de la limpieza:

– Señor Bishop no aquí la semana. Ayer noche no estar aquí. Yo saber que ayer noche no estar, yo preparo ensalada para señora Bishop. Sólo ensalada. Cuando señor Bishop aquí, gusta comer carne o pescado. Yo preparar gran comida.

Así que si el señor Bishop no estaba aquí anoche, realizando prácticas sexuales raras con su mujer, ¿quién había sido?

Y si la había matado él, ¿por qué?

¿Un accidente?

La marca de la atadura decía a gritos que no.

Igual que su intuición.

Capítulo 12

Como muchos de los productos del boom inmobiliario de los primeros años de la posguerra, Sussex House, un edificio rectangular de líneas elegantes y dos pisos, no envejecía demasiado bien. Era evidente que el art déco había influido en el arquitecto original; el lugar parecía, desde algunos ángulos, un crucero pequeño y viejo.

Construido a principios de los cincuenta como hospital para enfermedades contagiosas, ocupaba un lugar dominante y aislado en una colina a las afueras de Brighton, justo detrás del barrio de Hollingbury, y sin duda el arquitecto pudo ser testigo de la gloria plena e independiente de su visión. Pero los años siguientes no se habían portado bien con él. A medida que crecía la expansión urbanística, la zona que rodeaba el edificio se transformó en un polígono industrial. Por razones que hoy en día nadie tenía claras, el hospital cerró sus puertas y una empresa de cajas registradoras compró el edificio. Unos años después, fue vendido a una empresa de congelados, que posteriormente lo vendió a American Express, que a su vez lo vendió a la Autoridad Policial de Sussex a mediados de los noventa.

Restaurado y modernizado, se inauguró con un derroche de publicidad como la sede central de alta tecnología del Departamento de Investigación Criminal de Sussex, lo que colocaba a la policía del condado a la vanguardia de la policía británica moderna. Más recientemente, también se había decidido trasladar allí el centro de detención y el bloque de celdas, así que las nuevas instalaciones se construyeron y se agregaron al edificio. Ahora, a pesar de que en Sussex House ya no cabía nadie más, también estaban trasladándose aquí algunas de las divisiones de la policía uniformada. Y con sólo noventa plazas de aparcamiento para una plantilla que se había ampliado hasta cuatrocientas treinta personas, no todo el mundo creía que el lugar estuviera a la altura de lo que se esperaba de él.

El área de interrogatorio de testigos era una denominación demasiado grandilocuente para dos trasteros pequeños, pensó Glenn Branson. El menor, que sólo contenía un monitor y un par de sillas, se utilizaba para observar. El mayor, en el que ahora estaba sentado con el inspector Nick Nicholl y un Brian Bishop muy afligido, estaba decorado para que los testigos, y potenciales sospechosos, estuvieran relajados, a pesar de las dos cámaras instaladas en la pared que los enfocaban directamente.