Выбрать главу

Sobre la colcha había una peluca larga y castaña, un bigote, una barba, una gorra negra de béisbol y unas gafas de sol.

– ¡Dios santo! -dijo.

La respuesta de Glenn Branson simplemente fue señalar con el dedo detrás de él. Grace se dio la vuelta. Y lo que vio le heló todas las células del cuerpo.

Pegadas a la pared había tres fotografías ampliadas. Por su limitada experiencia en la materia, le pareció que las habían tomado con un teleobjetivo.

La primera era de Katie Bishop. Llevaba un bikini y estaba apoyada en lo que parecía la barandilla del puente de mando de un yate. Estaba tachada con una cruz roja grande. La segunda era de Sophie Harrington. Era un primer plano de su cara, con lo que parecía una calle de Londres borrosa al fondo. También estaba tachada con una cruz roja.

La tercera fotografía era de Cleo Morey, alejándose de la puerta del depósito de cadáveres de Brighton y Hove.

No había ninguna cruz.

Grace sacó su teléfono móvil del bolsillo y marcó el número de casa de Cleo. Contestó al tercer tono.

– Cleo, ¿estás bien? -le preguntó.

– Sí -contestó ella-. Como nunca.

– Escúchame -le dijo-. Esto es serio.

– Le estoy escuchando, comisario Roy Grace -dijo Cleo arrastrando las palabras-. Estoy pendiente de cada una de sus palabras.

– Quiero que cierres la puerta con llave y pongas la cadena de seguridad.

– Cerrar la puerta con llave -repitió-. Y poner la cadena de seguridad.

– Quiero que lo hagas ahora mismo, ¿vale? Mientras hablo contigo por teléfono.

– ¡A veces es usted tan mandón, comisario! Vale, estoy levantándome del sofá y ahora estoy caminando hacia la puerta.

– Por favor, pon la cadena de seguridad.

– ¡La estoy poniendo!

Grace oyó el ruido metálico de la cadena.

– No abras la puerta a nadie, ¿de acuerdo? A nadie hasta que llegue yo. ¿Entendido?

– No abrir la puerta a nadie, hasta que llegues tú. Lo tengo.

– ¿Qué me dices de la puerta de la terraza? -le preguntó.

– Está siempre cerrada con llave.

– ¿Lo comprobarás?

– Enseguida -luego, repitiendo en broma la instrucción, añadió-: Subir a la terraza. Comprobar que la puerta está cerrada con llave.

– No hay puerta exterior, ¿verdad?

– La última vez que miré no.

– Llegaré en cuanto pueda.

– ¡Más te vale! -dijo, y colgó.

– Muy buenos consejos, esos que te han dado -dijo una voz detrás de ella.

Capítulo 115

Cleo sintió como si las venas se le llenaran de agua congelada. Se dio la vuelta, aterrorizada.

A escasos centímetros de ella, una figura alta blandía un martillo de orejas grande. Iba ataviado de pies a cabeza con un traje protector verde oliva que apestaba a plástico, llevaba guantes de látex y una máscara antigás. No podía verle la cara en absoluto. Estaba mirando dos lentes redondas y oscurecidas montadas sobre un material gris holgado, con un filtro de metal negro abajo con forma de hocico. Parecía un insecto mutante malévolo.

Detrás de esas lentes, sólo podía distinguir sus ojos. No eran los de Richard. No eran los de nadie que ella pudiera reconocer.

Descalza y sintiéndose totalmente indefensa, retrocedió un paso, sobria de repente, temblando, un chillido atrapado en algún lugar muy profundo de su garganta. Retrocedió otro paso, intentando desesperadamente pensar con claridad, pero su cerebro estaba bloqueado. Tenía la espalda contra la puerta, presionándola con fuerza, preguntándose si le daría tiempo a abrirla y pedir ayuda a gritos.

Salvo que, ¿no acababa de poner la maldita cadena de seguridad?

– No te muevas y no te haré daño -dijo; su voz sonaba como un dalek apagado.

«Claro, por supuesto que no. Estás en mi casa, con un martillo en la mano y no piensas hacerme daño», pensó Cleo.

– ¿Quién…, quién…, quién?

Las palabras salieron de su boca en rachas agudas. Sus ojos se movían frenéticamente del maníaco que tenía delante al suelo, a las paredes, buscando un arma. Luego se dio cuenta de que todavía tenía el teléfono inalámbrico en la mano. Había una tecla que había pulsado por error algunas veces en el pasado que hacía pitar el terminal de su dormitorio. Intentando recordar desesperadamente dónde estaba en el teclado, pulsó una a escondidas. No pasó nada.

– Te salvaste de milagro con el coche, ¿verdad, zorra? -La voz profunda, confusa, estaba cargada de veneno.

– ¿Quién…, quién…?

Cleo temblaba muchísimo, los nervios se retorcían dentro de ella, cerrándole la garganta cada vez que intentaba hablar.

Pulsó otra tecla. Al instante, se oyó un pitido arriba. El hombre levantó la cabeza hacia el techo y se distrajo un instante. Y, en ese momento, Cleo saltó hacia él y le golpeó en la cabeza con tanta fuerza como pudo con el teléfono. Oyó un crujido. Le oyó gruñir con sorpresa y dolor y vio que se tambaleaba, pensando por un segundo que iba a perder el equilibrio. El martillo se le escapó de las manos y aterrizó en el suelo de roble.

Era difícil ver dentro de esta cosa, se percató el Multimillonario de Tiempo mientras retrocedía mareado. Había sido un error. No tenía visión periférica. No podía ver el puto martillo. Sólo veía a la zorra, con la mano levantada, sujetando el teléfono destrozado. Luego la vio lanzándose al suelo, entonces vislumbró el resplandor del martillo de acero justo delante de ella.

«¡Ah, no, no lo conseguirás!»

Él se agachó hacia su pierna derecha, la agarró por el tobillo desnudo, que asomaba por los vaqueros, y tiró hacia atrás, sintiendo cómo se retorcía, fuerte, enjuta, luchando como una leona. Vio el martillo, volvió a perderlo de vista. Luego, de repente, un destello rápido de acero cruzó delante de su cara y notó un dolor en el hombro izquierdo.

Le había golpeado, maldita sea.

Le soltó la pierna, rodó hacia delante, la agarró de la melena larga y rubia y tiró bruscamente hacia él. La zorra soltó un alarido, tropezó y luego se giró, intentando soltarse. Él tiró con más fuerza, sacudiéndole la cabeza con tanta violencia que por un momento creyó que le había roto el cuello. Cleo gritó, de dolor y de ira, dándose la vuelta para mirarle. Él le dio un cabezazo en la sien. Vio el martillo girando como una peonza por el suelo. Intentó pasar por encima de ella, aún no podía ver demasiado, luego sintió un dolor atroz en la muñeca izquierda. La zorra le estaba mordiendo.

Levantó la muñeca derecha, la golpeó en alguna parte del cuerpo, volvió a darle, intentando desesperadamente liberar su brazo de los dientes de la mujer. Volvió a pegarle. Y otra vez, gritando de dolor.

«¡Roy!», pensó desesperada, mordiendo más fuerte, más fuerte aún, intentando arrancarle el puto brazo con los dientes. «¡Por favor, Roy, ven! Oh, Dios mío, estabas al teléfono. Si hubieras seguido hablando sólo un segundo más. Un segundo…»

Sintió el golpe en el pecho izquierdo. Luego en un lado de la cara. Ahora le había agarrado la oreja, se la retorcía, más y más. Dios mío, el dolor era terrible. ¡Iba a arrancársela!

Gritó, le soltó el brazo y se alejó de él rodando por el suelo tan deprisa como pudo, peleando por el martillo.

De repente, notó que la agarraba por el tobillo con violencia. La arrastró hacia atrás y arañó el suelo con la cara. Cuando se giró para resistirse, vio que una sombra cruzaba delante de ella, luego sintió un crujido vibrante, cegador, terrible, cayó de espaldas y vio pasar vertiginosamente las luces del techo, desenfocadas.

Y ahora vio que el hombre volvía a tener el martillo y estaba agachado con una rodilla en el suelo, intentando levantarse. Y ella no iba a permitir que este cabrón le arrebatara lo mejor de ella, no iba a morir, aquí, en su casa, y no iba a permitir que la matara un loco con un martillo. Ahora no, especialmente ahora, justo en este momento en que su vida comenzaba a ir bien, cuando estaba tan enamorada de…