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Un arma.

Tenía que haber un arma en la habitación.

«La botella de vino en el suelo junto al sofá.»

Ahora el hombre ya se había puesto de pie.

Ella estaba junto a la estantería. Cogió un libro de tapa dura y se lo lanzó. Falló. Sacó otro, una recopilación gruesa y pesada de Conan Doyle, se puso de rodillas y se lo tiró en el mismo movimiento. Le dio en el pecho, lo que hizo que se tambaleara hacia atrás un par de pasos, pero todavía sujetaba el martillo. Avanzaba hacia ella.

Ahora, por encima del dolor y de la ira, de repente volvió a sentir miedo. Mirando desesperadamente a su alrededor, vio la pecera sin Pez sobre la mesa. Corrió hacia ella, la cogió, la levantó, el agua balanceándose. Pesaba tanto que apenas podía sostenerla. Le tiró todo el contenido -varios litros de agua y las piezas del templo griego en miniatura-. El peso del agua lo cogió por sorpresa y le hizo retroceder varios pasos. Entonces, con todas sus fuerzas, Cleo le lanzó la pecera. Le golpeó en las rodillas y el hombre se tambaleó hacia atrás como un bolo, profirió un alarido furioso y apagado de dolor y aterrizó en el suelo.

Todavía con el martillo en la mano, comenzó a ponerse de pie otra vez, de algún modo. Cleo miró a su alrededor frenéticamente, intentando evaluar sus opciones. Había cuchillos en la cocina, pero tendría que pasar por delante de él para alcanzarlos.

«Arriba», pensó. Le llevaba unos momentos de ventaja. Si lograba llegar arriba, a su cuarto, cerrar la puerta… ¡Ahí tenía un teléfono!

Mientras se ponía de pie tambaleándose, haciendo caso omiso del dolor insoportable, el sonido de su respiración resonando a su alrededor como si estuviera dentro de una campana de inmersión, observó, con un odio puro y absoluto, matizado por un grado de satisfacción, cómo sus tobillos desnudos y sus pies descalzos desaparecían escaleras arriba.

Y notó una punzada profunda de lujuria.

¡Arriba no hay nada, querida!

Se conocía cada rincón de la casa. Tintineando en el bolsillo de sus pantalones, dentro del traje protector, estaban las llaves de la puerta de la terraza y de las cerraduras de todas las ventanas de triple cristal. El móvil de la zorra estaba en el sofá junto a una carpeta abierta que contenía un proyecto en el que, al parecer, estaba trabajando.

Ahora estaba excitado. Cleo había opuesto una resistencia enérgica, igual que Sophie Harrington, y con ella se había puesto muy caliente. Sonrió al pensar en todas las noches que se habían acostado, cuando ella siempre pensó que estaba con Brian Bishop.

Pero la mayor excitación la sentía ahora. Al saber que dentro de unos minutos estaría haciéndole el amor a la chica del comisario Grace.

«Ser maligno.»

«Te lo pensarás dos veces antes de volver a llamar a alguien “SER MALIGNO”, comisario Grace.»

Avanzó renqueando, la espinilla izquierda le dolía bastante, se arrodilló y desconectó el enchufe del teléfono de la base inalámbrica. Mientras volvía a levantarse, vio que tenía una herida irregular en la pierna izquierda, justo debajo de la rodilla, y que estaba sangrando. Mala suerte, ahora no podía hacer nada. Con cuidado, puso el pie en el primer peldaño de las escaleras. No era fácil con la máscara antigás, porque no veía demasiado bien lo que tenía justo debajo.

Además, desde hacía un par de días su equilibrio no acababa de funcionar del todo bien. Aún tenía fiebre y, a pesar de la medicación que estaba tomando, la mano no parecía sanar. Había sido una gran decisión, ponerse esto. Le gustaba la idea de asustar a la zorra. Pero más que nada, le gustaba que al encontrar a una tercera víctima con una máscara antigás, el comisario Grace fuera a quedar como un estúpido, porque se demostraría que había encerrado al hombre equivocado.

Eso le encantaba.

En realidad, ¡la máscara antigás había sido una jugada maestra! Tenía que agradecérselo a Brian, la había encontrado por casualidad en un armario junto a la cama de los Bishop cuando buscaba juguetes con los que entretener a Katie.

Era lo único que tenía que agradecerle a su hermano.

Cleo cerró de golpe la puerta de su habitación, hiperventilando. Casi cegada por el pánico, cogió el arcón Victoriano de madera a los pies de su cama, lo arrastró y lo puso contra la puerta. Luego corrió a la cama grande, la agarró por una pata e intentó tirar de ella. Pero no se movía. Volvió a probar. Nada.

– ¡Mierda, joder, vamos!

Sus ojos repasaron toda la habitación, examinando qué podía utilizar como barricada. Arrastró el pequeño tocador negro de madera lacada, luego la silla, que colocó en el espacio que quedaba entre el tocador y su cama. No era una idea genial, pero al menos debería poder aguantar el tiempo suficiente para llamar a Roy, o quizás al 112. Sí, primero al 112 y luego a Roy.

Pero cuando pulsó la tecla para activar el teléfono, soltó un quejido de terror. No había línea.

Y el pomo de acero inoxidable de la puerta estaba girando. Despacio. Increíblemente despacio. Como si viera una película a cámara lenta.

Entonces oyó golpes fuertes, como si el hombre diera patadas a la puerta o la aporreara con el martillo. El terror le agarrotó el estómago. La puerta estaba moviéndose, sólo un poquito. Oyó que la madera se astillaba y se dio cuenta, horrorizada, de que el arcón y la silla del tocador estaban desintegrándose, lentamente.

Desesperada, corrió a la ventana. Estaba en un segundo piso, pero tal vez fuera posible saltar. Mejor que estar allí dentro. Al menos fuera en el patio, incluso herida, estaría a salvo, razonó. Entonces, un escalofrío sacudió su cuerpo.

La ventana estaba cerrada y la llave había desaparecido.

Fuera de sí, buscó algo pesado, repasando con la mirada los frascos de maquillaje, botes de laca, zapatos. ¿Qué? ¿Qué? Oh, por favor, Dios mío, ¿qué?

Tenía una lámpara portátil de metal en la mesita de noche. Cogiéndola por arriba, aporreó el cristal con la base plana y redonda. Rebotó.

Abajo, vio a uno de sus vecinos, un joven con quien intercambiaba algunas palabras amables de vez en cuando, empujando su bici por el patio, enfrascado en una llamada de móvil. Estaba mirando hacia arriba, como si intentara ver de dónde venían los golpes. Ella le hizo señales frenéticas con los brazos. Él la saludó alegremente, y luego, mientras continuaba hablando, se dirigió con su bici hacia la verja.

Detrás de ella, oyó más golpes.

Y más madera astillada.

Capítulo 116

Branson encontró un pequeño Nokia plateado de tarjeta escondido debajo del colchón de Norman Jecks y se lo llevó a Grace, que miraba su reloj, inquieto. Eran casi las nueve de la noche y estaba cada vez más preocupado porque Cleo se encontraba sola en casa, a pesar de la seguridad relativa de vivir en una urbanización vallada.

– Mételo en una bolsa -dijo distraído, pensando que debería enviar un coche patrulla para comprobar que Cleo estuviera bien.

Ya hacía más de tres cuartos de hora que Nick Nicholl había llamado al centro de operaciones para pedir que redactaran una orden de registro de los garajes de Norman Jecks y se la llevaran al mismo juez que había firmado la otra para esta casa. Deberían haber tardado un máximo de diez minutos en completar el maldito documento, quince en llegar a la casa del juez, y la firma tendría que haber sido una formalidad de diez segundos. Luego quince minutos más en regresar. De acuerdo, sabía que su impaciencia no le dejaba contemplar retrasos, atascos de tráfico, lo que fuera, pero no le importaba. Tenía miedo por Cleo. Ahí fuera había algo.

Tal vez un hombre que creía que estaba bien encerrado en la cárcel de Lewes.

Un hombre que había hecho las cosas más espeluznantes que había visto a una mujer.

PORQUE LA QUIERES