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– Sí.

– ¿Y te han dado el número de tumba en el cementerio?

Grace asintió.

– Entonces, ¿cómo es posible que ande aún por ahí si está muerto? ¿Estamos ante un fantasma o algo así? Bueno, ése es tu terreno, ¿verdad? ¿Lo sobrenatural? ¿Crees que nos enfrentamos a un espíritu? ¿Un alma en pena?

– Nunca he oído que un fantasma eyaculara -dijo Grace-, o que condujera un coche, o que tatuara a la gente con taladros, o que apareciera en el servicio de urgencias de un hospital con una herida en la mano.

– Los muertos tampoco hacen esas cosas -dijo Branson-. ¿Verdad?

– Según mi experiencia, no.

– Entonces, ¿cómo es posible que tengamos uno que sí?

Al cabo de unos momentos, Grace contestó:

– Porque no está muerto del todo.

Capítulo 117

Por algún motivo, la barricada que había improvisado todavía aguantaba, pero no resistiría mucho tiempo. Con cada golpetazo, la puerta se abría un poquito más. La silla ya estaba destrozada; Cleo había ocupado su lugar, la espalda contra la pata de la cama, la estructura clavándosele en la columna con un dolor atroz, las piernas estiradas contra los cajones a cada lado del tocador.

El mueble no era robusto. Estaba resquebrajándose, las bisagras iban cediendo poco a poco. En cualquier momento quedaría hecho pedazos igual que la silla. Y cuando ocurriera, el maníaco podría abrir la puerta unos cincuenta centímetros por lo menos.

«¡Roy! ¿Dónde diablos estás? ¡Roy! ¡Roy! ¡Roy!»

Podía oír cómo sonaban los tonos débiles de su móvil, abajo. Ocho, luego paró.

Más golpes en la puerta.

Luego un pitido apenas perceptible en el piso de abajo, su móvil, que la avisaba de que tenía un mensaje.

Más golpes.

Una astilla voló de la puerta y un terror nuevo, profundo, se arremolinó en su interior.

Más golpes.

Más astillas y, esta vez, la cabeza del martillo atravesó totalmente la puerta.

Cleo intentó controlar su respiración dominada por el pánico, para evitar hiperventílar otra vez.

«¿Qué puedo hacer? Por favor, ¡Oh, Dios mío!, ¿qué puedo hacer?»

Si se movía, sólo tendría unos segundos antes de que el hombre abriera la puerta de un empujón. Si se quedaba donde estaba, el tipo sólo necesitaría unos minutos para hacer un agujero en la puerta, lo suficientemente grande como para meter las manos. O incluso pasar el cuerpo.

«¡Roy! Oh, por favor, Roy, ¿dónde estás? Oh, Dios mío, ¡Roy!»

Otro golpe fuerte, se desprendieron más astillas; ahora el agujero medía ya unos ocho o diez centímetros. Y podía ver una lente presionada contra él. La sombra tenue de un ojo parpadeando detrás.

Por un instante creyó que iba a vomitar. Imágenes de distintas personas cruzaron su mente a toda velocidad. Su hermana, Charlie, su madre, su padre, Roy, personas que tal vez no volvería a ver.

«No voy a morir aquí.»

Oyó un crujido seco, como un tiro. Por un momento creyó que el hombre le había disparado. Entonces, horrorizada, se dio cuenta de lo que había ocurrido. La madera del cajón inferior derecho del tocador se había partido y su pie descalzo lo había atravesado. Lo retiró y presionó contra el cajón de arriba. Pareció firme, por un momento. Luego, el mueble comenzó a desmoronarse.

¡Qué bien se lo estaba pasando! Era como abrir una lata de sardinas que se te resiste. Una de esas en que conseguías levantar la tapa sólo un poquito, de manera que podías ver las sardinas ahí debajo, tentadoras, pero aún no podías tocarlas ni saborearlas. ¡Aunque sabías que al cabo de unos minutos estarías comiéndotelas!

¡Cleo era batalladora! Ahora la miraba fijamente, tenía la cara roja, los ojos saltones, el pelo todo enmarañado y apelmazado por el sudor. ¡Sería genial hacerle el amor! Aunque era evidente que primero tendría que calmarla o dominarla. Pero no demasiado.

Retrocedió unos pasos, luego propinó tres golpes en la puerta con la suela del zapato, el zapato robusto, con tacón de metal. ¡Cedió al menos unos dos centímetros! ¡Lo máximo hasta ahora con un solo intento! ¡Ahora empezaba lo bueno! ¡La tapa se abría! ¡Unos minutos más y la tendría entre sus brazos!

Se lamió los labios. Ya podía saborearla.

Olvidándose ya del martillo, retrocedió de nuevo y dio otra patada.

Entonces oyó el timbre estridente de la puerta de entrada. Vio el cambio en la expresión de la zorra.

«¡No te preocupes, no voy a contestar! No queremos que nadie perturbe nuestro nidito de amor, ¿verdad?»

Le lanzó un beso. Aunque, por supuesto, ella no lo vio.

Capítulo 118

Había ventanas a ambos lados de la puerta de la casa de Cleo, pero tenía persianas venecianas colocadas cuidadosamente para que ella pudiera ver fuera, pero era imposible que nadie pudiera ver dentro. Grace, inquieto delante de la puerta, llamó al timbre por tercera vez. Luego aporreó el panel de la ventana por si acaso.

¿Por qué no contestaba?

Volvió a marcar su móvil. Al cabo de unos segundos lo oyó sonar en algún lugar al otro lado de la puerta. Abajo.

¿Había salido y se había dejado el teléfono en casa? ¿Había ido a comprar comida o a la licorería? Miró su reloj. Eran las nueve y media. Luego retrocedió, para ver si podía vislumbrar algún movimiento en una de las ventanas de arriba. ¿Tal vez estuviera en la terraza, preparando una barbacoa y no oía el timbre? Retrocedió un par de pasos más y chocó contra un joven con la cabeza rapada que vestía unos pantalones de lycra y una camiseta y empujaba una bici.

– ¡Lo siento! -dijo Grace.

– ¡Tranquilo!

Le resultaba vagamente familiar.

– Vives aquí, ¿verdad? -le preguntó Grace.

– ¡Así es! -El chico señaló una casa un poco más adelante-. Yo también le he visto alguna vez por aquí. Es amigo de Cleo, ¿verdad?

– Sí. ¿Por casualidad no la habrás visto esta noche? Me está esperando, pero parece que no está.

El joven asintió.

– Pues la verdad es que sí, sí la he visto… Antes. Me ha saludado desde la ventana de arriba.

– ¿Saludado?

– Sí… He oído un ruido y he mirado hacia arriba porque me preguntaba de dónde vendría. Y la he visto en la ventana. Sólo ha sido un saludo entre vecinos.

– ¿Qué clase de ruido?

– Una especie de estallido. Como un disparo.

Grace se puso rígido,

– ¿Un disparo?

– Es lo que pensé por un momento. Pero no lo era, obviamente.

Todas las alarmas de su cuerpo se dispararon.

– No tendrás la llave, ¿verdad?

El joven negó con la cabeza.

– No. Tengo la del apartamento 9, pero me temo que la de Cleo no. -Luego miró su reloj-. Tengo prisa.

Grace le dio las gracias. Luego, mientras el hombre se alejaba, arrastrando su bicicleta, el inspector oyó varios golpes apagados muy claros que procedían justo de arriba. Al instante, su inquietud se transformó en pánico ciego.

Miró a su alrededor buscando algo pesado y vio un montón de ladrillos debajo de una lona azul, delante de la casa de enfrente, al otro lado del patio.

Se precipitó hacia allí y cogió uno, luego se quitó la chaqueta mientras regresaba corriendo, se envolvió la mano que sujetaba el ladrillo y dio un puñetazo en la ventana izquierda de Cleo y la rompió. Mala suerte si no pasaba nada y sólo había salido un momento a la tienda. Mejor esto que correr el riesgo, pensó mientras seguía reventando el cristal. Luego, con la mano libre, apartó algunas de las tablillas de la persiana.

Y mientras se apoderaba de él un terror frío y absoluto, vio el caos del agua, la pecera hecha pedazos, la mesita de café volcada, los libros desparramados por el salón.

– ¡¡Cleo!! -chilló a voz en cuello-. ¡¡¡Cleooooo!!! -Volvió la cabeza y vio al joven de la bicicleta, que estaba abriendo la puerta de su casa y lo miraba asustado-. ¡Llama a la policía! -le gritó.