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Luego, haciendo caso omiso a los fragmentos irregulares de cristal que quedaban alrededor del marco, Grace se subió al alféizar y, metiendo primero la cabeza en la habitación, aterrizó en el suelo con las manos, se puso de pie tan deprisa como pudo y miró a su alrededor como un loco.

Entonces vio el rastro de sangre en el suelo en dirección a las escaleras.

Muerto de miedo por Cleo, las subió corriendo. Cuando llegó al descansillo del primer piso y se asomó por la puerta abierta del despacho vacío, volvió a gritar su nombre.

Justo encima de él oyó su voz, apagada y tensa:

– ¡¡Roy, ten cuidado!! ¡¡Está aquí!!

Sus ojos saltaron a las escaleras que llevaban al descansillo de la segunda planta. El dormitorio de Cleo a la derecha, el cuarto de invitados a la izquierda. Y la escalera estrecha que subía a la terraza. ¡Al menos estaba viva, gracias a Dios! Contuvo la respiración.

Ningún indicio de movimiento. Ningún sonido salvo los latidos acelerados de su corazón.

Debería llamar para pedir refuerzos, pero quería escuchar, oír todos los sonidos de la casa. Lentamente, paso a paso, tan silenciosamente como pudo con sus zapatos con suelas de goma, subió la escalera hacia el segundo piso. Justo antes de llegar al rellano, se detuvo, sacó el móvil otra vez y llamó al 112.

– Soy el comisario Grace, necesito ayuda inmediatamente en el…

Lo único que vio fue una sombra. Luego notó como si le atropellara un camión.

Al momento siguiente, estaba cayendo en el aire. Se despeñó escaleras abajo. Luego, después de lo que pareció una eternidad, aterrizó de espaldas en el descansillo, con las piernas levantadas encima de los escalones y un dolor agudo en el pecho, quizás una costilla fisurada o rota, pensó confuso, mirando arriba, fijamente a Brian Bishop.

Bishop estaba descendiendo las escaleras, vestido con un mono verde, con un martillo de orejas en una mano y una máscara antigás en la otra. Pero no era Bishop. No podía serlo, pensó su mente aturdida. Estaba en la cárcel. En la prisión de Lewes.

Era la cara de Brian Bishop. Su corte de pelo. Pero esa expresión no se parecía a ninguna que hubiera visto en el rostro del hombre. Estaba arrugado, casi torcido, por el odio. Norman Jecks, pensó. Tenía que ser Jecks. Eran absolutamente idénticos.

Jecks bajó otro peldaño, levantando el martillo, los ojos encendidos.

– Me llamaste «ser maligno» -dijo-. No tienes ningún derecho a llamarme «ser maligno». Debes tener cuidado con lo que dices de la gente, comisario Grace. No puedes ir por ahí insultando.

Grace miró al hombre, preguntándose si su teléfono aún estaría encendido y conectado al operador de emergencias. Con la esperanza de que así fuera, gritó tan fuerte como pudo:

– ¡Apartamento 5, Gardener's Yard, Brighton!

Vio que el hombre movía los ojos, nervioso.

Entonces, arriba, se oyó de repente un chirrido de madera sobre madera.

Norman Jecks giró la cabeza un instante y miró inquieto hacia atrás.

Grace aprovechó el momento. Se aupó apoyándose en los codos y le asestó una patada con el pie derecho, tan fuerte como pudo, justo entre las piernas.

Jecks profirió un grito ahogado y se quedó sin respiración, se dobló de dolor y soltó el martillo, que rodó por las escaleras y pasó al lado de la cabeza de Grace. El comisario volvió a levantar la pierna para darle otra patada pero, de algún modo, a pesar del dolor, Jecks se la agarró y se la retorció bruscamente con furia. Con un dolor terrible en el tobillo, Grace rodó sobre sí mismo en el sentido de la torcedura para impedir que el hombre se lo rompiera, sacudió el otro pie, golpeó algo con fuerza y oyó un grito de dolor.

¡Vio el martillo! Se lanzó a cogerlo. Pero antes de que pudiera levantarse, Jecks se abalanzó sobre él y le fijó las muñecas al suelo. Empleando toda la fuerza de su cuerpo, Grace embistió con los codos hacia atrás y se liberó, rodando sobre sí mismo otra vez. El hombre rodó con él y le propinó un puñetazo en el pecho, luego otro en la nuca. Grace se quedó con la cara en el suelo, respirando el olor del barniz de la madera, un peso muerto lo inmovilizaba, su garganta aprisionada por una mano que presionaba cada vez más fuerte.

Sacudió el codo hacia atrás, pero la mano siguió apretando, asfixiándole. Casi no podía respirar.

De repente, la presión aflojó. Una fracción de segundo después, el peso que le aplastaba el cuerpo se levantó. Entonces vio por qué.

Dos policías estaban entrando por la ventana.

Oyó unos pasos subiendo las escaleras.

– ¿Se encuentra bien, señor? -dijo el agente.

Grace asintió, se puso en pie con dificultad -la pierna derecha y el pecho le estaban matando- y salió disparado escaleras arriba. Llegó al descansillo y pisó la máscara antigás. No había rastro de Jecks. Siguió subiendo hasta la segunda planta y vio la cara de Cleo, muy magullada y sangrando por un corte profundo en la frente, que miraba nerviosa por la puerta de su dormítorio entreabierta y destrozada.

– ¿Estás bien? -le preguntó jadeando.

Ella asintió, en un estado de shock absoluto.

Oyeron un ruido arriba. Ajeno al dolor, Grace subió corriendo y vio que la puerta de la terraza chocaba contra la pared. Luego, salió cojeando a los tablones de madera y sólo vislumbró un destello verde oliva que desaparecía, en la luz mortecina, por la escalera de incendios al fondo.

Echó a correr, esquivó la barbacoa, las mesas, las sillas y las plantas. Bajó deprisa los peldaños metálicos y empinados. Jecks ya había llegado a la mitad del patio y se dirigía a la verja.

Ésta se cerró de golpe delante de la cara de Grace cuando llegó a ella. Pulsó el botón rojo de apertura, indiferente a todo lo demás, tiró de la pesada puerta para abrirla sin esperar a que lo alcanzaran los dos policías que tenía detrás y salió a la calle tropezándose, jadeando. Jecks le aventajaba por lo menos en cien metros, esprintando y renqueando al mismo tiempo por delante de una hilera de tiendas de antigüedades cerradas y un pub con música de jazz a todo volumen. Afuera la gente bebía; abarrotaban la acera y parte de la calle.

Grace corrió tras él, decidido a atrapar a ese mamón. Total y absolutamente decidido, todo lo demás en el mundo había quedado apartado de su mente.

Jecks dobló a la izquierda en York Place. El cabrón era rápido. Dios santo, qué rápido era. Grace corría al límite de sus fuerzas, el pecho encendido, los pulmones como si los tuviera aplastados entre dos rocas. No estaba recortando la distancia, pero al menos la mantenía. Dejó la iglesia Saint Peter a la derecha. Luego un restaurante de comida china para llevar, seguido de innumerables tiendas a su izquierda, todos los locales cerrados, excepto los de comida rápida, sólo las luces de los escaparates encendidas. Pasaban autobuses, camionetas, coches, taxis. Esquivó a un grupo de jóvenes, siempre con los ojos clavados en el traje verde oliva que se confundía cada vez más con la oscuridad donde York Place se convertía en London Road.

Jecks llegó a la intersección con Presten Circus. Tenía un semáforo rojo enfrente y una hilera de coches que circulaban delante de él. Pero cruzó y siguió por London Road. Grace tuvo que detenerse un momento porque pasaba un camión, seguido de una fila interminable de vehículos.

«¡Vamos, vamos, vamos!»

Giró la cabeza y vio a los dos agentes a cierta distancia. Luego, con absoluta imprudencia, se lanzó a cruzar la calle delante de los coches que le hicieron luces y un autobús que tocó el claxon.

Estaba en forma porque salía a correr regularmente, pero no sabía cuánto tiempo resistiría.

Jecks, que ahora estaba a unos doscientos metros de él, aflojó la marcha, volvió la cabeza, vio a Grace y aceleró de nuevo.

¿Adónde diablos iba?

Ahora había un parque a la derecha de la calle. A su izquierda estaban las casas que habían transformado en despachos y bloques de pisos. Captó la ironía de estar pasando justo por delante del Instituto para la Infancia, la Familia y la Educación del Ayuntamiento de Brighton y Hove, donde había estado hoy.