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– ¿Dónde durmió anoche, señor Bishop?

Con la mirada resueltamente fija al frente, sin revelar nada de manera intencionada o no, Bishop contestó:

– En mi piso de Londres.

– ¿Hay alguien que pueda confirmarlo?

Con aspecto agitado, los ojos de Bishop se movieron rápidamente hacia la izquierda. Hacia la memoria.

– El conserje, Oliver, supongo.

– ¿Cuándo lo vio?

– Ayer por la tarde, sobre las siete… Cuando regresé del despacho. Y luego esta mañana otra vez.

– ¿A qué hora ha llegado al campo de golf esta mañana?

– Pasadas las nueve.

– ¿Y ha ido en coche desde Londres?

– Sí.

– ¿A qué hora ha salido?

– Sobre las seis y media. Oliver me ha ayudado a cargar las cosas en el coche. Los palos de golf.

Grace se quedó pensando un momento.

– ¿Hay alguien que pueda confirmar dónde estuvo entre las siete de la tarde de ayer y las seis y media de esta mañana?

Los ojos de Bishop volvieron a desplazarse rápidamente hacia la izquierda, hacia el modo de la memoria, lo que indicaba que estaba diciendo la verdad.

– Cené con mi asesor financiero en un restaurante de Piccadilly.

– ¿Y su conserje le vio salir y volver?

– No. Normalmente no está después de las siete… Hasta la mañana.

– ¿A qué hora acabó la cena?

– Sobre las diez y media. ¿Qué es esto? ¿Una caza de brujas?

– No, señor. Lo siento si parezco un poco pedante, pero si podemos eliminarle como sospechoso nos ayudará a centrar nuestras pesquisas. ¿Le importaría decirme qué ocurrió después de cenar?

– Me fui a mi piso y caí rendido.

Grace asintió.

Bishop frunció el ceño, mirándole fijamente, luego a Branson y a Nick Nicholl.

– ¿Qué? ¿Cree que conduje hasta Brighton de noche?

– Parece un poco improbable, señor -le tranquilizó Grace-. ¿Puede darnos los números de teléfono de su conserje y su asesor financiero? ¿Y el nombre del restaurante?

Bishop los complació. Branson anotó los datos.

– ¿Podría darme también su número de móvil, señor? Y también necesitamos fotografías recientes de su esposa -le pidió Grace.

– Sí, por supuesto.

Entonces, Grace dijo:

– ¿Le importaría contestar a una pregunta muy personal, señor Bishop? No está obligado, pero nos ayudaría.

El hombre se encogió de hombros con impotencia.

– ¿Usted y su mujer realizaban alguna práctica sexual poco común?

Bishop se levantó con brusquedad.

– ¿Qué demonios es esto? ¡Acaban de asesinar a mi mujer! Quiero saber qué ha pasado, detective…, inspector cómo sea que se llame usted.

– Comisario Grace.

– ¿Por qué no puede contestarme a una pregunta sencilla, comisario Grace? ¿Es mucho pedir que me contesten a una pregunta sencilla? ¿Lo es? -cada vez más histérico, Bishop prosiguió, elevando la voz-: Me han dicho que mi mujer ha muerto… ¿Me están diciendo ahora que la maté yo? ¿Es eso lo que intentan decirme?

Los ojos del hombre se movían nerviosos. Grace tendría que tranquilizarlo. Lo miró. Miró sus pantalones ridículos y los zapatos, que le recordaron a los botines que llevaban los gánsteres de los años treinta. El dolor afectaba a todo el mundo de manera distinta. Tenía experiencia suficiente en el tema, tanto por su profesión como por su vida privada.

El hecho de que ese hombre viviera en una casa vulgar y condujera un coche ostentoso no lo convertía en un asesino. Ni siquiera lo convertía en un ciudadano menos honorable. Tenía que deshacerse de sus prejuicios. Era perfectamente posible que un hombre que vivía en una casa valorada en más de un par de millones de libras fuera un ser humano honrado y respetuoso con la ley. Que tuviera un armario lleno de juguetes sexuales en su dormitorio y un libro sobre fantasías eróticas en el despacho no significaba necesariamente que le hubiera puesto una máscara antigás en la cara a su mujer y luego la hubiera estrangulado.

Pero tampoco significaba que no lo hubiera hecho.

– Me temo que estas preguntas son necesarias, señor. No se las formularíamos si no lo fueran. Comprendo que todo esto sea muy difícil para usted y que quiera saber qué ha ocurrido. Le aseguro que se lo contaremos todo a su debido tiempo. De momento, tenga paciencia, por favor. Le aseguro que entiendo cómo debe de sentirse.

– ¿Ah, sí? ¿En serio, comisario? ¿Tiene idea de lo que es que le digan que su mujer ha muerto?

Grace estuvo a punto de responder: «Sí, en realidad, sí», pero mantuvo la calma. Anotó mentalmente que Bishop no había exigido ver a un abogado, lo que a menudo era un buen indicador de culpabilidad. Y, sin embargo, había algo que no cuadraba. Pero no sabía decir qué.

Salió de la sala, regresó a su despacho y llamó a Linda Buckley, una de las dos agentes de Relaciones Familiares designadas para ocuparse de Bishop. Era una policía muy competente con quien había trabajado varias veces en el pasado.

– Quiero que no pierdas de vista a Bishop. Infórmame de cualquier conducta extraña. Si es necesario, le pondré un equipo de vigilancia.

Ésas fueron sus instrucciones.

Capítulo 13

Clyde Weevels, alto y guapo, con el pelo negro de punta y una lengua con la que rara vez dejaba de lamerse los labios, estaba detrás del mostrador, inspeccionando sus dominios, vacíos en estos momentos. Su pequeño emporio de venta al por menor en Broadwick Street, a poca distancia de Wardour Street, llevaba la misma leyenda anónima que una docena de lugares más como el suyo que salpicaban las calles laterales -y no tan laterales- del Soho: «Tienda privada».

En el interior, monótonamente iluminado, había estanterías con consoladores, aceites y gelatinas lubricantes, preservativos de sabores, equipos de bondage, muñecas hinchables, correas, tangas, látigos, esposas, estantes de revistas porno, DVD de porno blando y porno duro y material aún más duro en el cuarto de atrás para clientes a quienes conocía bien. Aquí podían encontrar de todo para pasar una gran noche tanto heteros como homosexuales, bis y los típicos desgraciados solitarios, categoría esta última a la que pertenecía él, aunque no se lo reconocería jamás ni a sí mismo ni a nadie, ni de coña. Sólo estaba esperando a que surgiera la relación adecuada.

Salvo que no iba a surgir en este lugar.

Ella estaba ahí fuera en alguna parte, en una de esas columnas de corazones solitarios, en una de esas páginas web. Esperándole. Suspirando por él. Suspirando por un tipo alto, delgado, buen bailarín y también un luchador de kickboxing fantástico, una actividad que estaba practicando ahora, detrás del mostrador, detrás de la hilera de monitores de cámaras de seguridad que conformaban la ventana abierta a su tienda y al mundo exterior. Patada circular. Patada frontal. Patada lateral.

Y tenía una polla de veinticinco centímetros.

Y podía conseguirte lo que quisieras. De todo -en serio, de todo-, ¿Qué clase de porno querías? ¿Juguetes? ¿Drogas? Hecho.

La cámara cuatro era la que más le gustaba mirar. Mostraba la calle, tras la puerta. Le gustaba observar el modo que tenían los clientes de entrar en la tienda, en especial los hombres trajeados. Pasaban por delante con relativa tranquilidad, como si fueran de camino a otra parte, luego daban media vuelta y entraban corriendo por la puerta, como si los atrajera un imán invisible que alguien acababa de conectar.