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Como el imbécil con traje de rayas diplomáticas y corbata rosa que entraba ahora. Todos le lanzaban una mirada que decía «en realidad yo no soy así», seguida de una especie de media sonrisa estúpida propia de quienes habían sufrido una apoplejía. Luego se ponían a tocar un consolador o un par de braguitas de encaje o unas esposas, como si el sexo aún no se hubiera inventado.

Ahora entraba otro hombre. La hora del almuerzo. Sí. Era un poco distinto. Un tipo con un chándal con capucha y gafas oscuras. Clyde levantó los ojos del monitor y le observó mientras cruzaba la puerta. Los de su calaña eran los típicos ladrones, que utilizaban la capucha para ocultar su rostro a las cámaras. Éste se comportaba de manera muy extraña. Acababa de pararse en seco y miró fuera por el cristal opaco de la puerta unos momentos, chupándose la mano.

Entonces se acercó al mostrador y preguntó sin mirarle a los ojos:

– ¿Venden máscaras antigás?

– De goma y de cuero -contestó Clyde, que señaló con el dedo la parte trasera de la tienda.

Allí había toda una selección de máscaras y capuchas, entre una variedad de uniformes de médico, enfermera, azafata de vuelo y conejita de Playboy y un tanga masculino de broma con una trompa de elefante colgando.

Pero en lugar de acercarse a estos artículos, el hombre regresó hacia la puerta y volvió a mirar fuera.

Al otro lado de la calle, la joven llamada Sophie Harrington, a quien había seguido desde su despacho, estaba en el mostrador de una charcutería italiana, con una revista bajo el brazo, esperando a que su chapata saliera del microondas mientras hablaba animadamente por el móvil.

Estaba deseando probarle la máscara antigás.

Capítulo 14

– Este lugar me pone siempre los pelos de punta -dijo Glenn Branson, mirando desde la oscuridad silenciosa de sus pensamientos al panorama aún más lúgubre que tenía delante.

Roy Grace puso el intermitente de la izquierda, aminoró su viejo sedán Alfa Romeo granate, giró en la rotonda de Lewes Road y pasó por delante de un cartel con letras doradas sobre fondo negro que anunciaba: «DEPÓSITO DE CADÁVERES DE BRIGHTON Y HOVE».

– Deberías donarles tu colección de música basura.

– Muy gracioso.

Como muestra de respeto hacia el lugar, Branson se inclinó hacia delante y bajó el volumen del CD de Katie Melua que estaba sonando.

– Y de cualquier forma -dijo Grace a la defensiva-, me gusta Katie Melua.

Branson se encogió de hombros. Luego otra vez.

– ¿Qué? -dijo Grace.

– Tendrías que dejar que yo te comprara la música.

– Estoy muy contento con mi música.

– También estabas muy contento con tu ropa hasta que te enseñé el aspecto tan triste que tenías con ella. Y también estabas contento con tu pelo. Ahora que has empezado a escucharme pareces diez años más joven… Y sales con una mujer, ¿verdad? ¡Es perfecta, sí, señor!

Delante, tras la verja de hierro forjado fijada a los pilares de ladrillo, se levantaba una estructura larga, de un solo piso, con las paredes revestidas de un material rugoso y gris que parecía eliminar todo el calor del aire, incluso en este día de verano achicharrante. A un lado, había una entrada cubierta, lo bastante profunda como para alojar una ambulancia -o con mayor frecuencia, la furgoneta verde oscura del forense-. Al otro lado, junto a la pared, había aparcados varios coches, incluido un Saab amarillo, con la capota bajada, que pertenecía a Nadiuska de Sancha y, mucho más importante para Roy Grace, un pequeño coche deportivo MG azul, lo que implicaba que Cleo Morey estaba hoy de guardia.

Y a pesar de todo el horror que los esperaba, le invadió una sensación de euforia. Era totalmente inapropiado, lo sabía, pero no pudo evitarlo.

Durante años, había odiado acudir a este lugar. Era uno de los ritos iniciáticos de convertirse en agente de policía: tener que ir a un depósito de cadáveres al principio de la formación. Pero ahora este sitio había adquirido un significado completamente distinto para él. Se volvió hacia Branson, sonriendo, y replicó:

– «Lo que para el gusano es el fin del mundo, para el maestro es una mariposa.»

– ¿Qué? -contestó Branson con voz cansada.

– Chuang Tsé -dijo él alegremente, intentando compartir su alegría con su compañero, intentando animar al pobre hombre.

– ¿Quién?

– Un filósofo chino. Murió en el año 275 antes de Cristo. -No reveló quién se lo había enseñado.

– Y está en el depósito, ¿no?

– Qué ignorante eres. -Grace aparcó el coche y apagó el motor.

Un poquito más animado, otra vez, Branson replicó:

– ¿Ah, sí? ¿Y desde cuándo te interesa la filosofía, viejo?

Las referencias a la edad de Grace siempre escocían. Acababa de celebrar -si ésa era la palabra correcta- su trigésimo noveno cumpleaños y no le gustaba la idea de que el año siguiente fuera a cumplir los temidos cuarenta.

– Muy gracioso.

– ¿Has visto El último emperador?

– No me acuerdo.

– Sí, bueno, cómo ibas a acordarte -dijo Glenn sarcástocamente-. Sólo ganó nueve Oscar. Increíble. Tendrías que alquilarla en DVD, salvo que seguramente estarás demasiado ocupado poniéndote al día con los episodios antiguos de Mujeres desesperadas. Y -añadió, señalando con la cabeza el depósito-, ¿todavía estáis…? Ya sabes, ¿todavía le va la marcha?

– ¡No es asunto tuyo!

Aunque en realidad sí que era asunto de Branson. Era asunto de todo el mundo, porque Grace estaba descentrado, en un lugar totalmente distinto de donde debería estar. Resistió su impulso de salir del coche y entrar en el depósito, para ver a Cleo. Cambió de tema rápidamente. Fue al asunto que los ocupaba:

– Bueno, ¿qué piensas? ¿La mató él?

– No ha pedido ver a un abogado -contestó Branson.

– Vas aprendiendo -dijo Grace, realmente satisfecho.

Era un hecho que, cuando eran detenidos, la mayoría de los delincuentes se sometían sin rechistar. Los que protestaban más vehementemente a menudo resultaban ser inocentes, de ese delito en concreto, al menos.

– Pero ¿mató a su mujer? No lo sé, no sabría decirte -añadió Branson.

– Yo tampoco.

– ¿Qué te han dicho sus ojos?

– Necesito hablar con él en una situación más tranquila. ¿Cómo ha reaccionado al darle la noticia?

– Se ha quedado destrozado. Parecía sincero.

– Es un hombre de éxito en sus negocios, ¿verdad?

Estaban a la sombra, al lado de un muro de sílex, junto a un laurel alto. El aire entró por el techo corredizo y las ventanillas abiertas. De repente, una araña minúscula descendió por su hilo desde el retrovisor.

– Sí. Sistemas de software de algún tipo -dijo Branson.

– ¿Sabes cuál es el mejor rasgo de personalidad para llegar a tener éxito en los negocios?

– Sea cual sea, yo no nací con él.

– Ser un sociópata. No tener conciencia, como la conoce la gente normal.

Branson pulsó el botón para bajar más la ventanilla.

– Un sociópata es un psicópata, ¿no?

Cogió la araña ahuecando la enorme palma de su mano y la tiró suavemente por la ventana.

– Tienen las mismas características, pero con una diferencia importante: los sociópatas pueden controlarse, los psicópatas no.

– O sea -dijo Branson-, Bishop es un hombre de negocios próspero, por lo tanto tiene que ser un sociópata, lo que significa que mató a su mujer. ¡Bingo! Caso cerrado. ¿Vamos a detenerle?

Grace sonrió burlonamente.

– Algunos traficantes de droga son altos, negros y llevan la cabeza rapada. Tú eres alto, negro y llevas la cabeza rapada. Por lo tanto, tienes que ser un traficante de drogas.

Branson frunció el ceño, luego asintió.