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Era una persona de costumbres, pero éstas cambiaban con su estado de ánimo. Durante varios meses, día tras día, había comprado una caja de sushi en Itsu para almorzar en su despacho, pero luego leyó un artículo sobre gente que se intoxicaba con unos gusanos que había en el pescado crudo. Desde entonces, se había enganchado a una chapata de mozzarella, tomate y jamón de Parma que compraba en esa charcutería. Era mucho menos sana que el sushi, pero estaba deliciosa. Había comido una casi todos los días durante el mes pasado -tal vez incluso más-. Y hoy, más que nunca, necesitaba el consuelo de algo familiar.

– Dime -dijo al teléfono-. Cariño, ¿qué ha pasado? Dímelo, por favor.

Él farfullaba, incoherentemente.

– Golf… Muerta… No me dejan entrar en casa… La policía. Oh, Dios mío, está muerta.

De repente, el italiano bajito y calvo de detrás del mostrador empujó hacia ella el sándwich humeante, envuelto en papel.

Sophie lo cogió y, todavía con el teléfono pegado a la oreja, salió a la calle.

– Creen que he sido yo. Bueno, quiero decir… Dios mío. Oh, Dios mío.

– Cariño, ¿puedo hacer algo? ¿Quieres que vaya para allí?

Hubo un largo silencio.

– Me han interrogado…, acribillado a preguntas -espetó Bishop-. Creen que he sido yo. Creen que la he matado yo. No han parado de preguntarme dónde estuve anoche.

– Bueno, eso es fácil -dijo ella-. Estuviste conmigo.

– No. Gracias, pero no es muy inteligente. No nos hace falta mentir.

– ¿Mentir? -contestó, asustada.

– Dios santo -dijo-. Estoy tan confuso…

– ¿Qué quieres decir con que «no nos hace falta mentir»? ¿Cariño?

Un coche patrulla pasó rugiendo por la calle, la sirena aullando. Él dijo algo, pero su voz quedó ahogada. Cuando el vehículo acabó de pasar, Sophie dijo:

– Lo siento, no te he oído. ¿Qué has dicho?

– Les he contado la verdad. Cené con Phil Taylor, mi asesor financiero, luego me fui a dormir. -Hubo un largo silencio, luego le oyó sollozar.

– Cariño, creo que te dejas algo. Lo que hiciste después de cenar con tu asesor financiero.

– No -contestó él, y parecía un poco sorprendido.

– ¡Ey! Ya sé que estás en estado de shock. Pero viniste a mi piso. A medianoche. Pasaste la noche conmigo y te marchaste sobre las cinco de la mañana porque tenías que ir a recoger el equipo de golf a tu casa.

– Eres muy dulce -dijo él-. Pero no quiero tener que empezar a mentir.

Sophie se detuvo en seco. Un camión pasó con gran estruendo, seguido de un taxi.

– ¿Mentir? ¿Qué quieres decir? Es la verdad.

– Cariño, no necesito inventarme una coartada. Es mejor decir la verdad.

– Lo siento -dijo ella, confusa de repente-. No te entiendo. Es la verdad. Viniste, nos acostamos y luego te fuiste. Eso es lo mejor, ¿no? Decir la verdad.

– Sí. Por supuesto. Es lo mejor.

– ¿Entonces?

– ¿Entonces? -repitió él.

– Pues que viniste a mi piso después de medianoche, hicimos el amor, bastante salvajemente, y te marchaste pasadas las cinco.

– Salvo que no lo hice -negó con voz firme.

– ¿No hiciste qué?

– No fui a tu piso.

Sophie se apartó el teléfono de la oreja un momento, lo miró, luego volvió a acercárselo con fuerza, preguntándose por un instante si se había vuelto loca. O si el loco era él.

– No…, no lo entiendo.

– Tengo que irme -dijo él.

Capítulo 16

Había una pequeña tarjeta, con una fotografía que mostraba a una atractiva chica oriental en una postura provocativa. Las palabras «Transexual preoperada» impresas junto a un número de teléfono. Al lado había otra tarjeta de una mujer con una voluminosa cabellera, vestida con ropa de cuero y blandiendo un látigo. De una mancha húmeda que había en el suelo y que Bishop había evitado pisar se elevaba un hedor a orina. Era la primera vez en años que entraba en una cabina telefónica y ésta no despertó en él ninguna nostalgia. Y salvo por el olor, era como estar en una sauna.

Una parte del auricular estaba aplastado y había varios cristales agrietados y una cadena con trozos de papel, supuestamente de la guía telefónica. Un camión se había detenido fuera y el motor sonaba como si mil hombres aporrearan un cobertizo de hojalata. Miró su reloj. Las dos y treinta y uno de la tarde. Ya le parecía el día más largo de su vida.

¿Qué diablos iba a decir a sus hijos? A Max y a Carly. ¿Les importaría realmente haber perdido a su madrastra? ¿Que la hubieran asesinado? Su ex mujer les había puesto tan en contra de él y de Katie que seguramente no les afectaría demasiado. ¿Y cómo iba a darles la noticia? ¿Por teléfono? ¿Tendría que volar a Francia para decírselo a Max, y a Canadá para decírselo a Carly? Tendrían que volver pronto, para el funeral. Oh, Dios mío. ¿Lo harían? ¿Debían hacerlo? ¿Querrían? De repente, se dio cuenta de lo poco que los conocía.

Madre mía, había tanto en lo que pensar.

¿Qué había pasado? Dios mío, ¿qué había pasado?

«Mi querida Katie, ¿qué te ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto? ¿Quién? ¿Por qué?»

¿Por qué la maldita policía no quería contarle nada? Ese poli negro alto y engreído. Y ese inspector o comisario o lo que fuera, Grace, mirándole como si fuera el único sospechoso, como si supiera a ciencia cierta que la había asesinado él.

Mareado, salió al sol abrasador de Prince Albert Street, frente al ayuntamiento, totalmente confuso por la conversación que acababa de tener y preguntándose qué iba a hacer ahora. Había leído un libro que hablaba sobre lo mucho que un teléfono móvil podía revelar acerca de donde te encontrabas, a quién llamabas y, para quien quisiera averiguarlo, qué decías. Por eso cuando había salido por la entrada de la cocina del Hotel du Vin, había apagado el móvil y había buscado una cabina.

Pero la respuesta que había obtenido de Sophie era sumamente extraña: «Bueno, es una locura, estuviste conmigo… Viniste a mi piso, nos acostamos…».

Aquello no era cierto.

Se despidió de Phil Taylor delante del restaurante y el portero le paró un taxi, que cogió para volver a su piso en Notting Hill. Se desplomó, cansado, directamente en la cama, pues quería dormir bien antes de su partido de golf. No había ido a ninguna parte, estaba seguro.

¿Su memoria estaba jugándole una mala pasada? ¿La conmoción?

¿Era eso?

Luego, como una ola enorme, invisible, el dolor lo invadió y lo absorbió hacia un vacío de oscuridad, como si de repente hubiera habido un eclipse total de sol y de todos los sonidos de la ciudad que lo rodeaban.

Capítulo 17

La sala de autopsias del depósito no se parecía a ningún lugar de la tierra que Roy Grace pudiera imaginar. Era un crisol donde se desmontaba a los seres humanos hasta sus elementos más básicos, o eso parecía a veces. Independientemente de lo limpio que pudiera estar, el olor a muerte flotaba en el aire, se te aferraba a la piel y a la ropa y volvías a sentirlo estuvieras donde estuvieses horas después de haberte marchado.

Aquí todo era muy gris, como si la muerte eliminara el color de los alrededores, y de los propios cadáveres. Las ventanas eran de un gris opaco que sellaba la habitación a los ojos de los curiosos. Los azulejos de las paredes eran grises, como el suelo de baldosas moteadas con el desagüe que recorría toda la sala. En ocasiones, cuando había estado aquí solo, con tiempo para meditar, le parecía incluso que la luz era de un gris etéreo, teñida por las almas de los cientos de víctimas de muertes repentinas o inexplicables que cada año sufrían una última humillación aquí, entre estas paredes.

Dominaban la habitación dos mesas de autopsia de acero, una fijada al suelo y la otra, en la que descansaba Katie Bishop -su rostro más pálido ya que cuando la había visto antes-, provista de ruedecillas. Había un torno hidráulico azul y una hilera de neveras con puertas de metal que iban del suelo al techo. En una pared había fregaderos y una manguera amarilla enrollada. En la otra, una encimera ancha, una tabla de cortar metálica y una vitrina de «trofeos» macabros, un expositor lleno de artículos truculentos -marcapasos y prótesis de cadera en su mayoría- extraídos de los cadáveres. Al lado, había un gráfico de pared donde se detallaba el nombre de cada fallecido, con columnas para los pesos de su cerebro, pulmones, corazón, hígado, ríñones y bazo. Lo único que aparecía escrito por el momento era: «KATHERINE BISHOP». Como si fuera la afortunada ganadora de una competición, pensó Grace con aire sombrío.