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Como un quirófano, la sala no contenía nada que tuviera un propósito decorativo, nada superficial o frívolo, nada que aliviara el trabajo deprimente que allí dentro se llevaba a cabo. Pero al menos en un quirófano la gente tenía la motivación de la esperanza. En esta sala no había esperanza alguna, sólo curiosidad clínica. Un trabajo que realizar. La maquinaria fría e impersonal de la ley en funcionamiento.

En cuanto morías, dejabas de pertenecer a tu cónyuge, pareja, padres, hermanos. Perdías todos tus derechos y te convertías en propiedad del forense local, hasta que él, o ella, quedara satisfecho y determinara que efectivamente eras tú el que había muerto, hasta que estuviera claro qué te había matado. No importaba que tus seres queridos no quisieran que tu cuerpo fuera eviscerado. No importaba que tu familia tuviera que esperar semanas, a veces meses, para enterrarte o incinerarte. Tú dejabas de ser tú. Para ser un ejemplar de la biología. Una masa de fluidos, proteínas, células, fibras y tejidos en descomposición, cualquier fragmento microscópico de los cuales tal vez tuviera una historia que contar sobre tu muerte.

Pese a la repugnancia que sentía, Grace estaba fascinado. Debía observar siempre la profesionalidad aparentemente inagotable de los patólogos y le imponía respeto el cuidado meticuloso que tenían. La causa de la muerte no era lo único que se establecería con seguridad en esta mesa de autopsias; el cuerpo podía proporcionar innumerables pistas más, como la hora aproximada de la muerte, el contenido del estómago o si había habido una pelea, una agresión sexual o una violación. Y con suerte, quizás en un arañazo o en el semen, se podría hallar el santo grial de las pruebas actuales: el ADN del asesino. A menudo, la sala de autopsias es el lugar donde en realidad se resuelven los crímenes hoy en día.

Por todo aquello, Grace, como investigador jefe, tenía que estar presente, acompañado por otro agente -Glenn Branson- por si debía ausentarse por algún motivo. Derek Gavin, del equipo del SOCO, también se encontraba allí, grabando cada etapa en vídeo, así como una agente del juzgado de instrucción, una ex policía de pelo gris y de unos cuarenta y cinco años, tan callada y discreta que casi pasaba desapercibida. También presentes estaban Cleo Morey y su compañero Darren, el ayudante del técnico de patología anatómica, un joven astuto y guapo de veinte años, moreno con el pelo de punta, que había comenzado su vida laboral de manera bastante apropiada, pensó Grace. De aprendiz de carnicero.

Nadiuska de Sancha, la patóloga, y los dos técnicos llevaban delantales gruesos sobre los uniformes verdes, guantes de goma y botas de agua blancas. El resto de las personas de la sala llevaba trajes protectores verdes y chanclos. El cuerpo de Katie Bishop estaba envuelto en un plástico blanco, con bolsas atadas con bandas elásticas en las manos y los pies, para proteger cualquier prueba que hubiera quedado atrapada debajo de las uñas. En estos momentos, la patóloga estaba desenvolviendo el plástico, escudriñándolo en busca de cabellos, fibras, células epidérmicas o cualquier otra materia, por muy pequeña que fuera, que pudiera haber pertenecido al agresor y que pudiera habérsele pasado por alto cuando examinó el cadáver de Katie en su dormitorio.

Se alejó para dictar a su grabadora. Veinte años mayor que Cleo, o tal vez más, Nadiuska era, a su manera, una mujer igual de atractiva. Guapa y circunspecta, tenía los pómulos altos y unos ojos verde claro que podían ponerse tremendamente serios un momento y brillar con humor al siguiente; lucía una cabellera pelirroja encendida que ahora llevaba recogida perfectamente. Tenía un porte aristocrático, apropiado para alguien que era, según se decía, la hija de un duque ruso, y usaba unas gafas pequeñas de montura gruesa de las que gustan a los intelectuales de los medios. Dejó la grabadora cerca del fregadero, volvió con el cadáver y desenvolvió despacio la mano derecha de Katie.

Cuando por fin el cuerpo estuvo completamente desnudo y Nadiuska hubo retirado y registrado los restos de debajo de las uñas, la patóloga centró su atención en las marcas que la mujer presentaba en el cuello. Después de examinarlas unos minutos con una lupa, estudió los ojos antes de dirigirse a Grace.

– Roy, esto de aquí es una herida de arma blanca superficial, con una marca de atadura sobre el mismo lugar. Acércate a mirar la esclerótica, el blanco de los ojos. Verás la hemorragia. -En su voz había una ligera inflexión gutural centroeuropea.

El comisario, ataviado con los chanclos toscos y el traje verde, que hacía frufrú al caminar, se acercó a Katie Bishop y miró a través de la lupa, primero el ojo derecho, luego el izquierdo. Nadiuska tenía razón: en el blanco de los dos ojos podían verse con total claridad varias manchitas rojas, del tamaño de un pinchazo. En cuanto hubo visto suficiente, retrocedió un par de pasos.

Derek Gavin avanzó y fotografió cada ojo con un macro.

– La presión en el cuello fue suficiente para comprimir las venas, pero no las arterias -explicó Nadiuska, ahora más alto, como si hablara tanto para Roy como para todos los demás presentes en la sala-. La hemorragia es un buen indicador de estrangulamiento o asfixia. Lo extraño es que no tiene marcas en el cuerpo. Es de imaginar que si se resistió a su agresor tendría que haber arañazos o moratones, ¿no? Sería lo normal.

Tenía razón. Grace había pensado lo mismo.

– Entonces, ¿pudo tratarse de alguien a quien conocía? ¿Un juego sexual que se torció? -preguntó.

– ¿Con la herida de arma blanca? -intervino Glenn Branson con recelo.

– Estoy de acuerdo -dijo Nadiuska-. No encaja necesariamente.

– Bien visto -les concedió Grace, sorprendido de que se le hubiera pasado por alto algo tan obvio; lo achacó al cansancio mental.

Luego la patóloga comenzó por fin la disección. Con un bisturí en una mano enguantada, levantó el pelo enmarañado de Katie y realizó una incisión alrededor de la parte trasera del cuero cabelludo, luego lo retiró hacia delante, con el pelo aún pegado, de forma que quedó colgando, del revés, sobre la cara de la mujer muerta, como una máscara horrorosa y sin facciones. Entonces Darren, el técnico asistente, se acercó con la sierra giratoria.

Grace se preparó para aguantar aquel momento y se fijó en la expresión de los ojos de Glenn Branson. Éste era uno de los momentos que más le desagradaba -éste y cuando abrían el estómago, que siempre liberaba un olor que podía provocarte arcadas-. Darren pulsó el botón de encendido, la máquina gimió y sus dientes afilados empezaron a girar. Luego se oyó ese chirrido que le golpeó la boca del estómago y todos los nervios de su cuerpo, cuando los dientes penetraron en el borde superior del cráneo de Katie.

Era tan horrible, tan especialmente horrible con el estómago revuelto y la martilleante resaca, que Grace quiso retirarse a un rincón y taparse los oídos con los dedos. Pero no podía, por supuesto. Tuvo que resistir mientras el joven técnico del depósito repasaba todo el cráneo con la sierra, los fragmentos de hueso volando como serrín, hasta que al fin terminó. Luego levantó el casquete del cráneo, como si fuera la tapa de una tetera, y el cerebro, de aspecto brillante, quedó al descubierto.