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Dos títulos supuestamente accesibles, Las consolaciones de la filosofía y Zenón y la tortuga, estaban arriba del montón. Libros para profanos que comenzaba a comprender. Bueno, algunos trozos, en cualquier caso. Al menos le proporcionaban conocimientos suficientes para salir del apuro en las conversaciones que mantenía con Cleo sobre algunos de los temas de los que hablaba. Y descubrió que le interesaban de verdad, lo cual era bastante sorprendente. Conectaba en particular con Sócrates. Un solitario, condenado a muerte por sus pensamientos y enseñanzas, que en una ocasión dijo: «Una vida sin examen no es digna de ser vivida».

Y la semana pasada ella lo había llevado al Glyndebourne, a ver Las bodas de Fígaro, de Mozart. Algunos pasajes de la ópera se le hicieron largos, pero hubo momentos de una belleza tan intensa, tanto por la música como por el espectáculo, que casi se le escapó una lágrima de la emoción.

Ahora, se sentía atrapado por la película en blanco y negro que estaba viendo, ambientada en la Viena de posguerra. En escena, Orson Welles, que interpretaba a un estraperlista llamado Harry Lime; estaba con Joseph Cotten en la cabina de una noria en un parque de atracciones. Cotten reprobaba a su viejo amigo Harry que se hubiera vuelto un corrupto. Welles contraatacaba diciendo: «En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, no hubo más que terror, guerras, matanzas… Pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? El reloj de cuco».

Bebió otro trago largo de whisky. Welles interpretaba a un personaje simpático, pero Grace no sentía ninguna simpatía por él. El hombre era un villano y, a lo largo de sus veinte años de carrera hasta la fecha, el comisario jamás había conocido a un delincuente que no intentara justificar lo que había hecho. En sus mentes retorcidas, era el mundo el que estaba mal, no ellos.

Bostezó y movió el vaso vacío; los cubitos de hielo repiquetearon. Pensaba en mañana viernes y en la cena con Cleo. No la había visto desde el viernes anterior, pues había pasado el fin de semana fuera, en una gran reunión familiar en Surrey. Sus padres celebraban su trigésimo octavo aniversario de boda y él había sentido una punzadita de malestar porque no le había invitado, como si guardara las distancias para marcar que aunque estuvieran saliendo e hicieran el amor, en realidad no eran una pareja. Luego, el lunes, se había marchado a un curso de formación. Aunque habían hablado todos los días, y se habían enviado mensajes por móvil e internet, la echaba muchísimo de menos.

Mañana lo aguardaba una reunión a primera hora con su impredecible jefa, la agridulce Alison Vosper, la subdirectora de la Policía de Sussex. Muerto de cansancio de repente, se debatía entre servirse otro whisky y ver el resto de la película o dejarlo para la noche siguiente cuando llamaron a la puerta.

¿Quién diablos lo visitaba a medianoche?

El timbre volvió a sonar. Lo siguió un golpeteo seco. Luego otro más.

Perplejo y cauteloso, paró el DVD, se levantó, algo tambaleante, y salió al recibidor. Más golpes, insistentes. Luego sonó otra vez el timbre.

Grace vivía en un barrio tranquilo, casi residencial, en una calle de casas pareadas que llegaba hasta el paseo marítimo de Hove. Quedaba lejos del lugar que frecuentan los drogatas y los marginados que poblaban las noches de Brighton y Hove, pero de todas formas, estaba alerta.

A lo largo de los años, debido a su trabajo, se había peleado -cabreado- con muchos sinvergüenzas de esta ciudad. La mayoría eran meros delincuentes comunes, pero algunos eran actores poderosos. Había un sinfín de personas que podían tener una buena razón para ajustar las cuentas con él. Sin embargo, nunca se había molestado en instalar una mirilla o una cadena de seguridad en la puerta.

Así que, confiando en su ingenio y un tanto confundido por el exceso de whisky, abrió la puerta de par en par. Se encontró mirando al hombre a quien más quería en este mundo, el sargento Glenn Branson, un tipo de un metro noventa, negro y calvo como una bola de billar. Pero en lugar de ofrecerle su habitual sonrisa alegre, el sargento tenía los ojos llorosos.

Capítulo 4

La hoja del cuchillo le presionó el cuello con más fuerza y le pinchó la piel. Le dolía más y más con cada bache de la carretera.

– Ni se te ocurra pensar en lo que sea que estés pensando hacer -dijo él con voz tranquila y llena de buen humor.

La sangre le bajaba por el cuello; o quizás era sudor, o ambas cosas. No lo sabía. Intentaba desesperadamente vencer el terror que sentía y pensar con calma. Abrió la boca para hablar, mirando a los faros que se acercaban, agarrando el volante del BMW con manos resbaladizas, pero el filo sólo se le clavó más y más.

Estaban subiendo por una colina, las luces de Brighton y Hove a su izquierda.

– Ponte en el carril de la izquierda. Toma la segunda salida en la rotonda.

Katie obedeció y entró en la ancha avenida de dos carriles de Dyke Road. El resplandor naranja del alumbrado de la calle. Casas grandes a cada lado. Sabía adonde iban y sabía que tenía que hacer algo antes de que llegaran. De repente, el corazón le dio un brinco de alegría. Al otro lado de la calle vio el destello de unas luces azules. ¡Un coche de la policía! Estaba deteniéndose delante de otro coche.

Soltó la mano izquierda del volante y la movió hacia la palanca de las luces. Tiró hacia ella, con fuerza. Los limpiaparabrisas arañaron el cristal seco.

«Mierda.»

– ¿Por qué has puesto los limpiaparabrisas, Katie? No está lloviendo -oyó su voz desde el asiento trasero.

«Oh, mierda, mierda, mierda. ¡Se había equivocado de palanca, joder!»

Ahora ya habían dejado atrás el coche patrulla. Vio las luces, que desaparecían como un oasis, en el retrovisor, y luego el contorno de la cara barbuda del hombre, ensombrecido por la gorra de béisbol y más oculto aún por las gafas de sol que llevaba, pese a ser de noche. El rostro de un desconocido, pero al mismo tiempo un rostro -y una voz- que le resultaban inquietantemente familiares.

– Vas a tener que girar a la izquierda, Katie. Deberías reducir. Ya sabrás dónde estamos, espero.

El sensor del salpicadero activaría automáticamente el interruptor de la verja. En unos segundos comenzaría a abrirse y luego se cerraría tras ella y se quedaría a oscuras, sola, nadie podría verla, excepto el hombre que tenía detrás.

No. Tenía que evitar que eso sucediera.

Podía dar un volantazo, empotrar el coche en una farola. O chocar contra los faros del vehículo que venía de frente. Se puso más tensa aún. Miró el indicador de velocidad. Intentaba elaborar un plan. Si frenaba en seco o colisionaba con algo, el hombre saldría disparado hacia delante. Con el cuchillo. Era lo más inteligente. Lo más inteligente no. Era la única opción.

«Oh, Dios mío, ayúdame.»

Algo más frío que el hielo se revolvió en su estómago. Tenía la boca seca. Luego, de repente, su teléfono móvil, en el asiento de al lado, comenzó a sonar. El tono estúpido que su hijastra Carly, que acababa de cumplir trece años, había programado y tenía que soportar. La maldita Chicken song, que le hacía pasar una vergüenza terrible cada vez que sonaba.