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– Pobrecito -dijo-. Lo siento mucho.

– Sí. -Su voz era monótona, porosa. Parecía absorber la de ella, como un papel secante.

Hubo un silencio largo e incómodo. Al final, Sophie lo rompió.

– ¿Dónde estás?

– En un hotel. La maldita policía no me deja entrar en casa. No me deja entrar en casa. No me dicen qué ha pasado, ¿te lo puedes creer? Dicen que es la escena de un crimen y que no puedo entrar. Yo… Dios mío, Sophie, ¿qué voy a hacer? -Se echó a llorar.

– Estoy en Brighton -dijo ella en voz baja-. He salido temprano de trabajar.

– ¿Por qué?

– Yo… He pensado… He pensado que quizá… No sé… Lo siento… He pensado que podría hacer algo. Ya sabes. Ayudar.

Su voz se apagó. Miró el reloj ornamentado. Una paloma se posó de repente encima.

– No puedo quedar contigo -dijo él-. No es posible.

Sophie se sintió estúpida por haberlo sugerido siquiera. ¿En qué diablos estaría pensando?

– No -dijo, la dureza repentina de la voz de Brian le dolió-. Lo entiendo. Sólo quería decirte que si puedo hacer algo…

– Nada. Eres muy amable por llamar. Yo… Tengo que ir a identificar el cuerpo. Ni siquiera se lo he contado a los niños todavía. Yo…

Se calló. Sophie esperó con paciencia, intentando comprender la clase de emociones que él debía de estar sintiendo y percatándose de lo poco que lo conocía en realidad, de lo intrusa que era en su vida.

Entonces, con voz ahogada, Brian dijo:

– Te llamo luego, ¿de acuerdo?

– Cuando quieras. A la hora que sea, ¿vale? -le dijo para tranquilizarlo.

– Gracias -dijo-. Lo siento… Yo… Lo siento.

Después de esta conversación, Sophie llamó a Holly, se moría por hablar con alguien. Pero lo único que escuchó fue el nuevo saludo de su buzón de voz, aún más irritantemente alegre que el anterior. Dejó un mensaje.

Paseó sin rumbo por el vestíbulo de la estación unos minutos, antes de salir a la brillante luz del sol. No le apetecía ir a su piso -en realidad no sabía qué hacer-. Un torrente continuo de personas bronceadas subía la calle hacia la estación, muchas en camisetas de manga corta, sin mangas o camisas de colores chillones y pantalones cortos, con cestos de playa, como si fueran excursionistas que habían venido a pasar el día y ahora volvían a sus casas. Un hombre larguirucho, con unos vaqueros cortados por la rodilla, balanceaba una radio enorme con música rap a todo volumen, el rostro y los brazos del color de una langosta asada. La ciudad estaba de vacaciones y su estado de ánimo era muy distinto al de sus vecinos.

De repente volvió a sonar el móvil. Recuperó la alegría por un instante, pues esperaba que fuera Brian, pero vio el nombre de Holly en la pantalla. Pulsó la tecla para responder.

– Hola.

La voz de Holly quedó prácticamente ahogada por un zumbido continuo. Estaba en la peluquería, informó a su amiga, debajo del secador. Tras un par de minutos intentando explicarle lo que había sucedido, Sophie se rindió y sugirió hablar luego. Holly prometió llamarla en cuanto saliera.

El hombre de la capucha la seguía a una distancia prudencial, con su bolsa de plástico roja y chupándose el dorso de la mano libre. Era agradable estar de vuelta en la costa, lejos del aire sucio de Londres. Esperaba que Sophie bajara a la playa; sería una delicia sentarse allí, comerse un helado tal vez. Sería una buena forma de pasar el rato, una de esos millones de horas que tenía en depósito en su banco.

Mientras caminaba, pensó en la compra que había efectuado a la hora del almuerzo y sacudió la bolsa. En los bolsillos con cremallera de la chaqueta, además de la cartera y el móvil, llevaba un rollo de cinta adhesiva plateada, un cuchillo, cloroformo y un frasco de Rohypnol, la droga fulminante llamada también «de la violación». Y otras cosas, nunca se sabía cuándo iba a necesitarlas…

Le esperaba una buena noche. Otra vez.

Capítulo 23

Cleo desplegó sus habilidades cuando, poco después de las cinco de la tarde, Nadiuska de Sancha terminó al fin la autopsia de Katie Bishop.

Utilizando un cucharón sopero grande, Cleo sacó la sangre que se había escurrido en el abdomen de Katie, cucharada a cucharada, y la vertió en el desagüe. La sangre se almacenaría en un tanque temporal debajo del edificio, donde las sustancias químicas la disolverían poco a poco, antes de filtrarse al alcantarillado principal de la ciudad.

Después, mientras Nadiuska se inclinaba sobre la encimera, para dictar su resumen y rellenar el informe de la autopsia, la hoja de histología y la de la causa de la muerte, Darren entregó a Cleo una bolsa blanca de plástico que contenía todos los órganos vitales que habían extraído del cadáver y que había pesado en la balanza. Grace observó -con la misma fascinación mórbida que lo embargaba cada vez- cómo Cleo introducía la bolsa en el abdomen de Katie, como si rellenara un pollo con menudillos.

Observaba con la sombra de la llamada acerca de Sandy planeando sobre él. Pensativo. Necesitaba volver a llamar a Dick Pope, hacerle más preguntas, sobre cuándo exactamente había visto a Sandy, a qué mesa estaba sentada, si había hablado o no con los camareros, si estaba sola o con alguien.

Munich. Esa ciudad siempre había tenido una resonancia especial para él, en parte por las conexiones familiares de Sandy y en parte porque era una ciudad que estaba constantemente, de un modo u otro, en la conciencia del mundo. La Oktoberfest, el estadio de fútbol del Mundial, la sede de BMW, y creía recordar que, antes de Berlín, Adolf Hitler había vivido allí. Lo único que quería hacer en estos momentos era subirse a un avión y volar a Munich. Y podía imaginarse exactamente cómo le sentaría aquello a su jefa, Alison Vosper, que buscaba cualquier ocasión, por pequeña que fuera, para hundirle más en la espalda el cuchillo que ya le había clavado y librarse de él.

Darren salió de la sala y regresó con una bolsa de basura negra llena de correspondencia hecha trizas de la contribución municipal del ayuntamiento de Brighton y Hove. Sacó un puñado y comenzó a rellenar con el papel la cavidad craneal vacía de la mujer muerta. Mientras tanto, utilizando un alfiler grueso e hilo, Cleo comenzó a coser diligentemente pero con oficio el abdomen de la mujer.

Cuando acabó, lavó con la manguera el cuerpo de Katie para eliminar todas las manchas de sangre y luego inició la parte más sensible del procedimiento. Con sumo cuidado, la maquilló, añadiendo algo de color a sus mejillas, y le arregló el pelo. Al terminar parecía que Katie estuviera echándose una siesta.

Al mismo tiempo, Darren comenzó a limpiar la sala de autopsias alrededor de la mesa de Katie Bishop. Roció el suelo con un desinfectante con olor a limón, lo fregó luego con lejía, con el desinfectante Trigene y, por último, pasó el autoclave.

Una hora después, debajo de una mortaja púrpura, con los brazos cruzados y un pequeño ramo de rosas blancas y rosas frescas en la mano, Daniel llevó a Katie Bishop a la sala de observación, un área pequeña y estrecha con una ventana grande y el espacio justo para que los seres queridos se colocaran alrededor del cuerpo. Parecía una especie de capilla, con bonitas cortinas azules; allí, en lugar de un altar, había un pequeño jarrón con flores de plástico.

Grace y Branson estaban al otro lado de la sala, observando por el cristal mientras Brian Bishop entraba acompañado por la agente de Relaciones Familiares Linda Buckley, una mujer rubia con el pelo corto, de aspecto agradable y vigilante y unos treinta y cinco años, que vestía un traje sobrio azul oscuro y blusa blanca.

Los policías observaron cómo Bishop miraba el rostro de la mujer muerta, luego cómo buscaba debajo de la mortaja, sacaba su mano y la besaba. Después la apretaba con fuerza. Las lágrimas rodaron por su cara. Entonces cayó de rodillas, absolutamente superado por el dolor.