Era en momentos como aquél, y Grace había vivido demasiados a lo largo de su carrera, cuando deseaba ser otra cosa que no fuera policía. Uno de sus compañeros del colegio se dedicaba a la banca y ahora era director de sucursal de una sociedad de crédito hipotecario en Worthing, disfrutando de un buen salario y una vida relajada. Otro organizaba excursiones de pesca desde Brighton y, aparentemente, no tenía ninguna preocupación.
Grace seguía observándolo, incapaz de desconectarse de sus emociones, incapaz de evitar sentir el dolor de aquel hombre en cada célula de su cuerpo. Apenas pudo contener sus propias lágrimas.
– Joder, está sufriendo -le dijo Glenn en voz baja.
Grace se encogió de hombros; habló el policía que llevaba dentro, no su corazón:
– Tal vez.
– Dios mío, eres un cabrón desalmado.
– Antes no lo era -dijo Grace-. No lo fui hasta que dejé que me llevaras en coche. Tengo que ser un cabrón desalmado para sobrevivir a eso.
– Muy gracioso.
– Bueno, ¿aprobaste el examen de conducción avanzada de la policía?
– Suspendí, ¿vale?
– ¿En serio?
– Sí. Por conducir demasiado despacio. ¿Te lo puedes creer?
– ¿Yo, creerlo?
– Dios santo, me sacas de quicio. Siempre haces igual. Cada vez que te hago una pregunta, contestas con otra. Maldita sea, ¿es que no puedes dejar nunca de ser policía?
Grace sonrió.
– No tiene gracia. ¿Vale? Te he hecho una pregunta sencilla, ¿puedes creerte que me suspendieran por conducir demasiado despacio?
– Qué va.
¡Y realmente no se lo creía! Grace recordaba la última vez que Glenn le había llevado en coche, un día que su amigo practicaba la conducción a gran velocidad para el examen. Cuando Grace se bajó del coche con las extremidades intactas -más por suerte que por las aptitudes de Glenn para la conducción- decidió que antes prefería que le sacaran la vesícula sin anestesia que permitir que volviera a llevarle en coche.
– Pues es verdad, tío -dijo Branson.
– Es bueno saber que aún queda gente cuerda en el mundo.
– ¿Sabes cuál es tu problema, inspector Roy Grace?
– ¿Mi problema con qué?
– El que tienes con mi manera de conducir.
– Dime.
– No tienes fe.
– ¿En ti o en Dios?
– Dios evitó que esa bala me causara daños graves.
– Realmente lo crees, ¿verdad?
– ¿Tienes una teoría mejor?
Grace se quedó callado, pensativo. Siempre le resultaba más fácil aparcar sus preguntas sobre Dios en un lugar seguro y pensar en ellas sólo cuando le convenía. No era ateo, ni siquiera agnóstico, en realidad. Creía en algo -o al menos quería creer-, pero nunca sabía definir exactamente en qué. Nunca lograba aceptar abiertamente el concepto de Dios. Y luego, justo después, se sentía culpable. Pero después de que Sandy desapareciera, y ninguna de sus plegarias fuera atendida, perdió casi toda la fe.
Cosas que pasan.
Como policía, gran parte de su deber consistía en establecer la verdad. Los hechos. Igual que sucedía con todos sus colegas policías, sus creencias eran un asunto privado. Miró a Brian Bishop, al otro lado de la ventana. El hombre estaba totalmente abatido por el dolor.
O hacía puro teatro.
Pronto lo sabría.
Aunque en esos momentos, y aunque no fuera correcto pensar en un tema personal, Sandy ocupaba un lugar prioritario en su mente.
Capítulo 24
Skunk tuvo la tentación de llamar al móvil de su camello con el teléfono que acababa de robar, porque el suyo se había quedado sin saldo, pero decidió que no merecía la pena arriesgarse a desencadenar su ira. O peor, que lo plantara como cliente, con lo cabronazo que era el tipo. Al camello no le molaría que su nombre figurara en la lista de llamadas de un móvil mangado, en particular uno que iba a vender.
Así que entró en una cabina telefónica que había delante de una hilera de casas mugrientas de la época de la Regencia en el Level y dejó que la puerta bloqueara el barullo del tráfico del viernes por la tarde. Fue como si un horno se cerrara tras él, el calor era casi insoportable. Marcó el número, manteniendo la puerta abierta con el pie. Después de dos tonos, descolgaron el teléfono con un «¿Diga?» cortante.
– Wayne Rooney -dijo Skunk, proporcionándole la clave que habían acordado el último día.
La cambiaban cada vez que quedaban.
El hombre tenía acento del este de Londres.
– Sí, muy bien, ¿lo de siempre? ¿Caballo? ¿Bolsa de diez o de veinte?
– De veinte.
– ¿Qué tienes? ¿Metálico?
– Un Motorola Razor. T-Mobile.
– Tengo tantos que me salen por las orejas. Sólo puedo darte diez por él.
– No me jodas, tío, pido treinta.
– Entonces no puedo ayudarte, colega. Lo siento. Adiós.
– Eh, no, no -gritó con urgencia Skunk, presa de un pánico repentino-. No me cuelgues.
Hubo un silencio breve. Entonces, se oyó de nuevo la voz del hombre.
– Estoy ocupado. No puedo perder el tiempo. El precio de la calle está subiendo y hay escasez. Voy a andar corto durante dos semanas.
Skunk tomó nota del comentario.
– Podría aceptar veinte.
– Diez es mi mejor oferta.
Había otros camellos, pero al último al que había recurrido lo habían trincado, y ahora estaba fuera de circulación, en alguna cárcel. Otro, estaba seguro, le había pasado un material de mierda. Podía llevar el teléfono a un par de compradores, conseguir un precio mejor, pero estaba cada vez más inquieto; necesitaba algo ya, necesitaba poner en orden sus pensamientos. Hoy tenía un trabajo que iba a reportarle mucho más dinero que esto. Luego podría comprar más tema.
– Vale, sí. ¿Dónde quedamos?
El camello, a quien sólo conocía por el nombre de Joe, le dio las instrucciones.
Skunk salió de la cabina, notó el sol abrasándole la cabeza y serpenteó por los carriles atestados de coches de Marlborough Place, justo delante de un pub en el que algunas noches compraba éxtasis en el servicio de hombres. Tal vez incluso tendría el dinero para comprar un poco esta tarde, si todo iba bien.
Giró a la derecha en North Road, una calle de un sentido larga y concurrida que subía por una colina pronunciada. La parte más baja era asquerosa, pero a medio camino, justo después de un Starbucks, comenzaba la zona más vanguardista de Brighton.
El distrito de North Laine era un laberinto de calles estrechas que se extendían por casi toda la colina que bajaba desde la estación hacia el este. Si doblabas en cualquier esquina te encontrabas ante una fila de chimeneas antiguas de mármol en la acera o percheros de ropa curiosa o una hilera de casas adosadas victorianas, construidas originalmente para trabajadores del ferrocarril en el siglo XIX y que ahora eran viviendas modernas, o bien con la fachada arenada de una fábrica vieja transformada en un bloque de elegantes lofts urbanos.
Aunque se trataba de un tramo corto de la colina, le costó un gran esfuerzo subirlo. Hubo un tiempo en que podía correr como el viento, robar con confianza un bolso o un artículo de una tienda, pero ahora sólo podía llevar a cabo una actividad física durante un breve período de tiempo sin extenuarse, aparte de las horas inmediatamente posteriores a un chute o cuando iba colocado de anfetas. Nadie se fijó en él, salvo dos policías de paisano sentados a una mesa en el abarrotado Starbucks, y que gozaban de una clara panorámica de los tejemanejes que tenían lugar en la calle a través de la ventana.
Los dos, vestidos de forma desaliñada, podrían haber pasado por estudiantes que alargaban el café tanto como podían. Uno, más bajo y fornido, con la cabeza rapada y perilla, llevaba una camiseta negra y vaqueros rotos; el otro, más alto, de pelo fino, vestía una camiseta ancha suelta sobre unos pantalones militares. Conocían de vista a la mayoría de los delincuentes de Brighton, y desde que ambos habían ingresado en el cuerpo la foto de Skunk permanecía colgada en una pared de la comisaría central, junto a las de otros cuarenta malhechores, aproximadamente.