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– ¡Fuera!

Se retorció, se los sacudió de encima, volvió a insultarlos, aún más fuerte, y luego se dio cuenta de que, como el escorpión, no existían. Sólo era su mente, que le decía algo. Igual que todos los días. Le decía que necesitaba jaco o farlopa. Lo que fuera, Dios mío.

Le decía que necesitaba alejarse de este hedor a pies, ropa fétida y leche cortada. Tenía que levantarse, ir al despacho. A Bethany le gustaba eso, que lo llamara su «despacho». Le parecía gracioso. Tenía una risa extraña, torcía un poco la boca minúscula hacia arriba y el aro que llevaba en el labio superior desaparecía un momento. Y Skunk nunca sabía si se reía con él o de él.

Pero se preocupaba por él. Eso sí lo notaba. Nunca antes había conocido esa sensación. Había visto en los culebrones de televisión a personajes que hablaban de preocuparse los unos por los otros, pero no supo lo que significaba hasta que la conoció a ella -la recogió- en el Escape-2 un viernes por la noche unas semanas -o unos meses- atrás.

«Se preocupaba por él» en el sentido de que se pasaba a verle de vez en cuando como si fuera su muñeca preferida. Le traía comida, limpiaba la caravana, le lavaba la ropa, le vendaba las llagas que tenía a veces y se acostaba torpemente con él antes de salir corriendo otra vez, de día o de noche.

Rebuscó a tientas en la estantería que había detrás de su cabeza doblemente golpeada, alargó el brazo delgado, cubierto de arriba abajo por un tatuaje de una cuerda enroscada, y encontró el paquete de cigarrillos, el encendedor de plástico y el cenicero de papel de aluminio, junto a la hoja de su navaja, que siempre tenía abierta, a punto.

Tras balancearlo y dejarlo en el suelo, el cenicero escupió varias colillas y una estela de ceniza. Skunk sacudió el paquete y sacó un Camel, lo encendió, se recostó en la almohada llena de bultos con el cigarrillo aún en la boca, dio una calada, inhaló con fuerza y luego expulsó el humo lentamente por la nariz. ¡Qué sabor tan dulce, tan increíblemente dulce! Por un momento, la penumbra se evaporó. Notó que el corazón le latía con más fuerza. Energía. Estaba reviviendo.

Fuera en el «despacho», había actividad. Una sirena se acercó y alejó. Un autobús pasó con gran estruendo, levantando el aire a su alrededor. Alguien tocó la bocina con impaciencia. Una moto cruzó a toda mecha. Skunk alargó la mano para coger el mando, lo encontró, lo pulsó varias veces hasta que dio con la tecla correcta y el televisor se encendió. Esa chica negra que le gustaba bastante, Trisha, estaba entrevistando a una mujer deshecha en sollozos cuyo marido acababa de confesarle que era homosexual. La luz de debajo de la pantalla indicaba las 22.36.

Era temprano. Nadie estaría levantado. Ninguno de sus «socios» habría salido aún al «despacho».

Se oyó otra sirena. El humo le hizo toser. Salió de la cama arrastrándose, pasó con cuidado por encima del cuerpo dormido de un capullo de Liverpool, cuyo nombre no recordaba y que había vuelto aquí con su amigo en algún momento de la noche. Habían fumado algo y habían bebido una botella de vodka que uno de ellos había robado en una licorería. Esperaba que se largaran cuando se despertaran y descubrieran que no quedaba ni comida ni drogas ni alcohol.

Abrió la puerta de la nevera y sacó lo único que contenía, una botella medio llena de Coca-Cola caliente -el frigorífico llevaba sin funcionar el mismo tiempo que hacía que tenía la caravana-. Se oyó un leve silbido al desenroscar el tapón; el líquido sabía bien. A gloria.

Se inclinó sobre el fregadero de la cocina, lleno de platos por fregar y recipientes para tirar -cuando Bethany volviera- y separó las cortinas moteadas de naranja. La luz brillante del sol le dio en la cara como un rayo láser hostil. Notó cómo le quemaba las retinas. Parecía que se las iba a incendiar.

La luz despertó a Al, su hámster. A pesar de que tenía una pata entablillada, dio una especie de brinco hacia su rueda y comenzó a correr. Skunk miró entre los barrotes para comprobar que el animal tenía agua y bolitas de comida suficientes. Parecía estar bien. Después vaciaría los excrementos de la jaula. Era casi la única tarea doméstica que hacía.

Volvió a cerrar las cortinas bruscamente. Bebió un poco más de Coca-Cola, cogió el cenicero del suelo y dio una última calada al cigarrillo, apurándolo hasta el filtro, después lo apagó. Volvió a toser, esa larga tos convulsiva que tenía desde hacía días. Quizás incluso semanas. Entonces, de repente, se sintió mareado, se agarró con cuidado al fregadero, luego al borde del amplio asiento de la zona del comedor y volvió a su litera. Se tumbó y dejó que los sonidos del día se arremolinaran a su alrededor. Eran sus sonidos, sus ritmos, el pulso y las voces de su ciudad. El lugar donde había nacido y donde, sin duda, moriría algún día.

Esta ciudad que no lo necesitaba. Esta ciudad de tiendas con cosas que jamás podría permitirse, de arte y acontecimientos culturales que no entendía, de barcos, golf, inmobiliarias, abogados, agencias de viajes, visitantes, delegados de conferencia, policías… Todo eran ganancias potenciales para su supervivencia. No le importaba quién fuera la gente, nunca le había importado. Eran «ellos» y «yo».

Ellos tenían las posesiones. Las posesiones significaban dinero.

Y el dinero significaba sobrevivir veinticuatro horas más.

Invertiría veinte libras del teléfono en una bolsita de jaco o farlopa -heroína o crac, lo que hubiera-. Las otras cinco, si las conseguía, serían para comida, bebida, tabaco. Y lo complementaría con lo que pudiera robar hoy.

Capítulo 7

Prometía ser una de esas cosas tan extrañas, un día de verano inglés sublime. Incluso en lo alto de los Downs no soplaba ni una pizca de brisa. A las 10.45 de la mañana, el sol ya había evaporado la mayor parte del rocío de los greens y calles elegantes del club de golf North Brighton, lo que había dejado la tierra seca y dura y, en el aire, el perfume embriagador de la hierba recién cortada y el dinero. El calor era tan intenso que casi podías arrancártelo de la piel.

El metal caro relucía en el aparcamiento y los únicos sonidos, aparte del pitido intermitente de la alarma solitaria de un coche, eran el zumbido de los insectos, los toques del titanio contra el polímero poroso, el runrún de los carros eléctricos, los tonos rápidamente silenciados de los móviles y los tacos que susurraba entre dientes algún golfista que había ejecutado un golpe espantoso.

Las vistas desde aquí arriba le hacían sentir a uno como si estuviera en la cima del mundo. Al sur se extendía toda la panorámica del municipio de Brighton y Hove: los tejados, el grupo de bloques de pisos alrededor del paseo marítimo en el lado de Brighton, la única chimenea de la central eléctrica de Shoreham y, detrás, el agua normalmente gris del canal de la Mancha, que hoy aparecía tan azul como el Mediterráneo.

Más al suroeste se distinguía la silueta de la refinada ciudad costera de Worthing, desdibujada, como muchos de sus residentes ancianos, en la calima distante. Al norte se abría la vista casi ininterrumpida, salvo por algunas torres de alta tensión, de la hierba verde de los Downs y los campos de trigo. Algunos estaban recién segados, con balas cuadradas o cilíndricas colocadas como si fueran fichas de un enorme juego de mesa; en otros, las cosechadoras estaban trabajando, tan pequeñas desde aquí arriba como coches de juguete.

Pero la mayoría de los miembros presentes esta mañana en el campo de golf tenían tan vista la panorámica que apenas se fijaban en ella. Los jugadores formaban una mezcla de la élite de profesionales y empresarios de Brighton y Hove (y de aquellos que querían imaginar que eran parte de la élite), un bonito desfile de señoras para quienes el golf se había convertido en el sostén de su mundo y un gran número de jubilados, principalmente hombres con aire perdido que aquí parecían de todo menos vivos.