Выбрать главу

Miró al secretario del club, que llevaba un blazer azul y pantalones grises de franela; se detuvo en el extremo más alejado del green y señaló hacia él. Los dos hombres que lo flanqueaban, un tipo negro alto y calvo que vestía un traje marrón elegante, y un hombre blanco igual de alto pero muy delgado, ataviado en un traje azul que le sentaba muy mal, asintieron con la cabeza. Se quedaron inmóviles, observando. Bishop se preguntó quiénes serían.

El irlandés mandó la pelota a un búnker y lanzó un taco. Ian Steel golpeó después, empuñando un hierro 9 perfectamente elegido, y su pelota rodó hasta detenerse a unos centímetros del banderín. El compañero de Bishop, Glenn Mishon, dio demasiada altura a su pelota y ésta aterrizó a seis metros largos del green.

Bishop jugueteó con el putter, luego decidió que tenía que realizar una buena actuación delante del secretario, lo dejó en la bolsa y sacó el wedge.

Se colocó, su sombra alta y delgada caía sobre la pelota, practicó el swing, dio un paso adelante y armó el tiro. La cabeza del palo golpeó el suelo demasiado pronto, levantó un terrón enorme y Bishop observó con consternación cómo su pelota caía oblicuamente en un búnker, tras describir un ángulo recto casi perfecto respecto a donde se encontraba.

«Mierda.»

Con una lluvia de arena, sacó la pelota del búnker, pero ésta aterrizó a nueve metros largos del banderín. Logró un gran putt que hizo rodar la pelota a menos de un metro del agujero y la introdujo en él para conseguir un uno sobre par.

Anotaron las puntuaciones en sus respectivas tarjetas; aún registraba un meritorio dos bajo par para los últimos nueve hoyos. Pero para sus adentros maldecía. Si se hubiera decidido por la opción más segura, podría haber acabado con un demoledor cuatro bajo par.

Luego, mientras tiraba de su carrito por el borde del green, el hombre negro alto y calvo le bloqueó el paso.

– ¿Señor Bishop? -Su voz era firme, profunda y segura.

Él se detuvo, irritado.

– ¿Sí?

Lo siguiente que vio fue una placa de policía.

– Soy el sargento Branson del Departamento de Investigación Criminal de Sussex. Él es mi compañero, el inspector Nicholl. ¿Sería posible hablar un momento con usted?

Como si una sombra enorme hubiera cubierto el cielo, preguntó:

– ¿De qué?

– Lo siento, señor -dijo el agente, con una expresión que parecía de disculpa auténtica-. Preferiría no decirlo… aquí.

Bishop miró a sus tres compañeros de juego. Acercándose más al sargento Branson y manteniendo la voz baja con la esperanza de que no pudieran oírle, dijo:

– La verdad es que ahora no es un buen momento. Estoy en mitad de un torneo de golf. ¿Podría esperar a que termináramos?

– Lo siento, señor -insistió Branson-. Es muy importante.

El secretario del club le lanzó una mirada breve, inescrutable, y luego pareció encontrar algo de gran interés para él en la hierba relativamente densa.

– ¿A qué viene todo esto?

– Tenemos que hablar con usted sobre su mujer, señor. Me temo que tenemos malas noticias. Le agradecería que entrara en el club con nosotros unos minutos.

– ¿Mi mujer?

El sargento señaló el edificio.

– Es realmente necesario que hablemos con usted en privado, señor.

Capítulo 8

Sophie Harrington hizo un rápido recuento del número de cadáveres. En esta página había siete. Volvió atrás. Cuatro páginas antes, once. Y había que sumar cuatro muertos por coche bomba en la página 1, tres por los disparos de una metralleta Uzi en la página 9, seis en un jet privado en la 19, y cincuenta y dos en el fumadero de crac por una bomba incendiaria en Willesden en la 28. Y ahora estos siete, unos traficantes de drogas en un yate secuestrado en el Caribe. Ya ascendían a ochenta y tres, y sólo iba por la página 41 de un guión de 136 folios.

¡Menudo montón de mierda!

Sin embargo, según el productor que se lo había enviado por correo electrónico hacía dos días, Anthony Hopkins, Matt Damon y Laura Linney estaban atados, Keira Knightley estaba leyéndolo y SimOn West, que había realizado Lara Croft, película que le había parecido pasable, y Con Air, que le había gustado mucho, al parecer estaba loco por dirigirla.

Sí, ya.

El metro estaba entrando en una estación. El rastafari sentado frente a ella, auriculares en las orejas, continuaba juntando las rodillas harapientas siguiendo el ritmo también con la cabeza. A su lado estaba un anciano de pelo ralo, dormido, con la boca abierta. Y junto a éste una hermosa joven asiática que leía una revista, muy concentrada.

Al fondo del vagón, sentado debajo de un asa que se balanceaba y un anuncio de una agencia de colocación, había un tipo de aspecto espeluznante ataviado con un chándal con capucha y gafas de sol. Llevaba el pelo largo y barba y tenía la cara enterrada en uno de esos periódicos gratuitos que repartían en hora punta en la entrada del metro. De vez en cuando, se chupaba el dorso de la mano derecha.

Sophie había adquirido el hábito hacía ya algún tiempo de observar a todos los pasajeros en busca del perfil que imaginaba que tendría un terrorista suicida. Se había convertido en un mecanismo de supervivencia más de los que había integrado en su rutina, como mirar a ambos lados antes de cruzar la calle. Y en estos momentos, su rutina andaba un poco confusa.

Llegaba tarde porque había tenido que hacer un recado antes de ir a la ciudad. Eran las diez y media y, por lo general, estaba en el despacho una hora antes. Vio pasar las palabras Green Park; los anuncios en la pared dejaron de verse borrosos y se convirtieron en una imagen clara. Las puertas se abrieron con un silbido. Regresó al guión, el segundo de los dos que había querido terminar anoche antes de que la interrumpieran. ¡Qué interrupción! Dios mío… ¡Sólo pensar en ello la excitaba peligrosamente!

Pasó la página, intentando concentrarse dentro de aquel vagón caluroso y mal ventilado durante los pocos minutos que quedaban para la siguiente estación, Piccadilly, su destino. Cuando llegara al despacho, tendría que escribir un informe sobre el guión.

La historia de momento… Un padre riquísimo, destrozado tras la muerte por sobredosis de heroína de su hermosa -y única- hija de veinte años, contrata a un ex mercenario convertido en sicario. El asesino a sueldo dispone de un presupuesto ilimitado para localizar y matar a todas las personas de la cadena, desde el hombre que plantó la semilla hasta el camello que vendió la dosis mortal a su hija.

Resumen: pulsión de muerte y tráfico de drogas.

Y ahora estaban entrando en Piccadilly. Sophie metió el guión con su elegante portada rojo brillante en la mochila, entre el ordenador, un libro para chicas solteras, Juegos de letras, del que llevaba leído la mitad, y un ejemplar de la edición de agosto de Harpers & Queen. No era su tipo de revista, pero su novio -su «amigo», como se refería a él discretamente delante de todo el mundo, excepto de sus dos mejores amigas- era unos años mayor que ella y mucho más sofisticado, así que intentaba estar a la última en moda, comida, en casi todo, para ser la chica refinada, moderna y cosmopolita que encajara con su gigantesco ego.

Unos minutos después, caminaba por la sombra de Wardour Street bajo el calor pegajoso. Alguien le había dicho un día que Wardour Street era la única calle del mundo con sombra en ambas aceras, en referencia a que era el hogar tanto de la industria musical como de la cinematográfica. En su opinión, no era del todo incierto.

A sus veintisiete años, con el pelo castaño largo balanceándose en torno a su cuello y un rostro atractivo con la nariz respingona, no era guapa en el sentido clásico de la publicidad, pero había algo muy sexy en ella. Llevaba una chaqueta caqui ligera encima de una camiseta color crema, vaqueros anchos y estaba deseando, como siempre, empezar su jornada en el despacho. Aunque hoy echaba muchísimo de menos a su amigo y estaba muy celosa porque él pasaría esta noche en su casa, durmiendo en la cama con su mujer.