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Sabía que la relación no iba a ninguna parte, no se lo imaginaba dejándolo todo por ella, a pesar de que había puesto fin a un matrimonio anterior, del que habían nacido dos hijos. Pero eso no impedía que estuviera loca por él. No podía evitarlo, maldita sea.

Estaba absolutamente loca por él. Por cada centímetro de él. Por todo en él. Incluso por la naturaleza clandestina de su relación. Le encantaba la forma que tenía de mirar furtivamente a su alrededor cuando entraban en un restaurante, meses antes de que comenzaran a acostarse, por si descubría a algún conocido. Los mensajes. Los e-mails. Su olor. Su sentido del humor. El modo como había empezado, últimamente, a llegar de improviso en plena noche, como ayer. Siempre se desplazaba a su pequeño apartamento en Brighton, algo que a ella le parecía raro, puesto que él tenía un piso en Londres, donde vivía solo durante la semana.

«Mierda -pensó, alargando la mano a la puerta de la oficina-. Mierda, mierda, mierda.»

Se detuvo y tecleó un mensaje:

¡Te echo de menos! ¡Estoy loca por ti!

¡Estoy muy excitada! Besos.

Abrió la puerta y cuando había subido la mitad de las escaleras estrechas oyó dos pitidos en su móvil. Se paró y miró el mensaje entrante.

Decepcionada, vio que era de su mejor amiga, Holly:

Pueds fies mñn nche?

«No -pensó-. No quiero ir a ninguna fiesta mañana por la noche. Ni ninguna noche. Lo único que quiero… ¿Qué demonios quiero?»

En la puerta que tenía delante había un logotipo: un símbolo de un rayo de celuloide. Y debajo, en letras sombreadas, las palabras PRODUCCIONES BLINDING LIGHT.

Luego entró en la sala pequeña y moderna. Todos los muebles eran de metacrilato, sillas y mesas Ghost, moquetas de color aguamarina y pósteres en las paredes de películas en las que los socios de la empresa habían participado en algún momento: El mercader de Venecia, con las caras de Al Pacino y Jeremy Irons, y una de las primeras películas de Charlize Theron, que había salido directamente en vídeo. También un largometraje de vampiros con Dougray Scott y Saffron Burrows.

Había una pequeña área de recepción con su mesa y un sofá naranja que daba paso a un despacho abierto donde trabajaban Adam, jefe de operaciones y asuntos legales -cabeza rapada, pecas, encorvado delante de su ordenador, ataviado con una de las camisas más horrorosas que había visto en su vida (al menos desde la de ayer)- y Cristian, el director financiero, que miraba un gráfico de colores en su pantalla con suma concentración. Vestía una de las camisas de seda fabulosamente caras de su colección, infinita al parecer, ésta de color crema, y unos mocasines de ante muy elegantes. A su lado estaba el cuadro negro de su bicicleta plegable.

– ¡Buenos días, chicos! -dijo Sophie.

Como respuesta, ambos la saludaron brevemente con un gesto de mano.

Ella era la jefa de desarrollo de la empresa. También era la secretaria, la que preparaba el té y, como la mujer de la limpieza polaca estaba de baja por maternidad, la encargada de limpiar el despacho. Y la recepcionista. Y todo lo demás.

– Acabo de leer una mierda de guión -dijo-. La mano de la muerte. Es una basura.

Ninguno de los dos le prestó atención.

– ¿Alguien quiere un café? ¿Un té?

Esto sí que obtuvo una respuesta instantánea. Lo de siempre para los dos. Fue a la cocina americana, llenó el hervidor, lo enchufó y comprobó la caja de galletas -que sólo contenía unas migajas, como siempre-. Daba igual cuántas veces la llenara al día, esos glotones la vaciaban. Mientras abría un paquete de galletas digestivas de chocolate, miró su teléfono. Nada.

Marcó su número.

Unos instantes después, él contestó y el corazón le dio un vuelco. ¡Sólo oír su voz era una pasada!

– Hola, soy yo -dijo ella.

– Ahora no puedo hablar. Te llamo luego. -Frío como un témpano de hielo.

La línea enmudeció.

Era como si acabara de hablar con un completo desconocido. No con el hombre con quien había compartido la cama, y mucho más, hacía sólo unas horas. Se quedó mirando el teléfono, horrorizada, con una sensación profunda e indefinida de pavor.

Delante de la oficina de Sophie había un Starbucks. El capullo del chándal con capucha y gafas de sol sentado al fondo del vagón del metro estaba en la barra, el periódico gratuito enrollado bajo el brazo, pidiendo un latte desnatado. Grande. No tenía prisa.

Se llevó la mano derecha a la boca y se la chupó para intentar aliviar el dolor suave, hormigueante como la picadura de una ortiga.

Como si esperara el momento justo, una canción de Louis Armstrong comenzó a sonar. Quizá la oía dentro de su cabeza, quizá dentro de la cafetería. No estaba seguro. Pero no importaba, la escuchó, Louis la cantaba sólo para él. Su melodía privada preferida. Su mantra más efectivo: «Tenemos todo el tiempo del mundo».

La tarareó mientras recogía su latte, pedía dos biscotti, pagaba en metálico y lo llevaba todo a un asiento junto a la ventana. Tenemos todo el tiempo del mundo, volvió a tararear para sus adentros. Y así era. Dios santo, el hombre que casi era «multimillonario de tiempo» no tenía nada que hacer en todo el puto día, ¡alabado sea Dios!

Y, desde aquí, gozaba de una vista perfecta de la entrada de la oficina de la chica.

Un Ferrari negro pasó por la calle. Un modelo reciente, un F430 Spider. Lo miró desapasionadamente mientras se detenía delante de él porque un taxi del que se apeaba un pasajero le bloqueaba el camino. Nunca le habían atraído los coches modernos. No como atraían a muchas personas. No en ese sentido de «algo que había que poseer». Pero los conocía bien, muy bien. Conocía todos los modelos de casi todas las marcas de coches del planeta y llevaba la mayoría de sus especificaciones y precios grabados en la cabeza. Otra de las ventajas de disponer de mucho tiempo. Observando las ruedas, se fijó en que este coche llevaba frenos Brembo, con discos cerámicos de 380 milímetros con calibradores de ocho pistones delante y de cuatro detrás. El ahorro de peso era de 20,5 kilos respecto a los discos de acero.

El Ferrari desapareció de su línea de visión. Sophie estaba arriba en el segundo piso, pero no sabía seguro en qué ventana. No importaba; sólo iba a entrar y salir por una puerta, que sí podía ver.

La canción seguía sonando.

Tarareó para sí alegremente.

Capítulo 9

El despacho del secretario del club de golf North Brighton tenía un aire militar que reflejaba el propio pasado de su ocupante, un comandante jubilado del Ejército que había logrado sobrevivir al servicio activo en las Malvinas y en Bosnia manteniendo intactas sus partes imprescindibles, y lo más importante de todo, su hándicap de golf.

Había una mesa de caoba pulida, en la que se amontonaban varios fajos de papeles ordenados, así como dos pequeñas banderas: la Union Jack y otra con el emblema verde, azul y blanco del club. En las paredes colgaban fotografías enmarcadas, algunas en sepia, de golfistas y hoyos, y una colección de putters antiguos, cruzados como espadas de duelo.

Bishop estaba sentado solo en un sofá grande de piel, mirando al sargento Glenn Branson y al inspector Nick Nicholl, que ocupaban sillas delante de él. Bishop, que aún llevaba su ropa de golf y los zapatos con tacos, sudaba copiosamente, por el calor y por lo que estaba escuchando.

– Señor Bishop -dijo el sargento negro y alto-, siento tener que comunicarle esto, pero su mujer de la limpieza -volvió un par de páginas de su libreta-, la señora Ayala, ha llegado a su casa en Dyke Road Avenue, Hove, a las ocho y media de esta mañana y ha descubierto que su mujer, la señora Katherine Bishop…