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Posó la mano sobre la negra y brillante barandilla de hierro forjado y siguió escalera arriba tras los pasos del doctor Oliver. Alzó la mirada y se encontró mirándole la espalda. Había que estar ciega (y ella tenía una vista excepcionalmente aguda) para no percatarse del modo en que los pantalones se adaptaban a sus musculosas piernas. En cómo esos músculos se flexionaban con cada escalón. En la firmeza de sus caderas. En la anchura de la espalda. La fascinante forma de su… trasero.

Qué terriblemente exasperante resultaba que Nathan tuviera un aspecto tan maravilloso por detrás como por delante. Cuan increíblemente irritante que, a pesar de lo sucio que estaba, del sudor y de oler como si hubiera estado retozando el día entero en un granero sucio, Victoria tuviera que agarrarse con fuerza a la barandilla para dominar el abrumador deseo de estirar la mano y tocarle.

Y cuan absolutamente turbador y frustrante que el corazón le hubiera dado un vuelco en el pecho en cuanto había visto a Nathan. Exactamente como le había ocurrido tres años atrás, la primera vez que sus ojos habían reparado en él. Diantre. ¿Qué demonios le ocurría? Sin duda el largo viaje le había mermado el juicio, pues simplemente el descuidado aspecto del doctor Oliver era ya prueba fehaciente de que seguía siendo tan poco caballero como el día en que se habían visto por vez primera. Bien, en cuanto se hubiera dado un baño, se hubiera cambiado de ropa y hubiera disfrutado de una comida caliente y de una buena noche de descanso en una cama decente volvería a recuperar el juicio.

Aun así, era innegable que el doctor Oliver seguía siendo demoníacamente atractivo. Quizá aún más. Por fortuna, Victoria sabía la clase de grosero que era y eso le impediría perder la cabeza. Sin embargo, durante los breves segundos en que ambos se habían estudiado, había notado que había en él algo distinto… algo en sus ojos en lo que no había reparado hasta entonces. Sombras… de dolor, quizá. O de secretos. De haberse tratado de otra persona, Victoria se habría compadecido de él. Bien era cierto que una fisura de compasión a punto había estado de colarse en su corazón antes de que la aplastara como a una cucaracha. Si el doctor tenía heridas, sin duda las merecía. Y, en cuanto a los secretos… bien, no había de qué preocuparse. También ella tenía los suyos.

Levantó la mirada y de nuevo se deleitó con la panorámica que le ofrecía la espalda del doctor Oliver. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, flexión, flexión… Cielos, ¿cuántos escalones había? Logró apartar la mirada de aquel trasero exageradamente fascinante y se dio cuenta, aliviada, que solo quedaban cinco escalones. Cuando llegó a lo alto de la escalera, el doctor Oliver se volvió y se detuvo a esperar a tía Delia, que ejecutaba su ascenso a paso más lento. Victoria también se detuvo. Se notó desconcertada al verse de pie a menos de un metro de él. Y el hecho de percibirse desconcertada no hizo sino aumentar su irritación. ¿Cómo podía ser que, a pesar del aspecto desaliñado de Nathan, no pudiera apartar los ojos de él? Sin duda, de haber sido ella la que hubiera estado sucia y con la ropa arrugada, y de haber olido como si acabara de revolcarse en un granero, nadie se habría atrevido jamás a calificarla de atractiva.

– ¿Está usted bien, lady Victoria? -preguntó el doctor-. La noto sofocada.

Victoria le regaló una de esas miradas distantes y frías que tan diligentemente había estado practicando para la ocasión en el espejo de cuerpo entero de su cuarto.

– Estoy perfectamente, doctor Oliver.

– Espero que no se haya fatigado demasiado subiendo la escalera. -La comisura de los labios del doctor experimentó una ligera sacudida, y Victoria se dio cuenta de que se estaba burlando de ella. Obviamente, la consideraba poco más que una simple flor de invernadero. El muy arrogante…

– Por supuesto que no. Estoy en perfecta forma. De hecho, me atrevería a decir que podría subir esta escalera sin perder el aliento. -Contuvo la premura por taparse la boca con la mano. Maldición, su intención había sido limitarse a responder con un simple «por supuesto que no».

El doctor arqueó una ceja oscura y pareció realmente divertido.

– Una gesta que ansío presenciar, mi señora.

– Hablaba metafóricamente, doctor Oliver. Puesto que soy incapaz de imaginar una situación que me obligara a correr a ningún sitio, y menos aún escaleras arriba, me temo que no será usted testigo de ello.

– Quizá tendría que correr si se viera perseguida.

– ¿Por quién? ¿Por el mismísimo diablo?

– Quizá. O puede que por un ardiente admirador.

Victoria rió. Y no dudó en aplaudir mentalmente el despreocupado sonido de su risa.

– Ninguno de mis admiradores se comportaría de un modo tan indigno y tan poco caballeresco. Sin embargo, incluso si, por alguna extraña razón, así lo hicieran, estoy convencida de que correría más que ellos, pues soy muy ágil y rápida en la carrera.

– ¿Y si no lo deseara?

– ¿Si no deseara qué?

– ¿Correr más que él?

– Bien, en ese caso supongo que dejaría que…

– ¿La atrapara?

Victoria guardó silencio ante la intensa expresión que colmó los ojos del doctor, expresión que nada tenía que ver con el tono alegre y despreocupado que empleaba al hablar. Pegó con firmeza los labios para contener el torrente de palabras nerviosas que se le arremolinaron en la garganta y notó cómo la mirada de Nathan se posaba en su boca. Una oleada de calor serpenteó en su interior y tuvo que tragar saliva para recuperar la voz.

– Que me atrapara, quizá -concedió, agradecida de poder responder con voz firme-. Que me capturara, jamás.

– Vaya. Eso casi suena a desafío.

Sintió que la recorría una sensación. «Atorméntale con un desafío…» ¡Excelente! El primer paso de su plan estaba ya en marcha y apenas acababa de llegar. A ese ritmo, conseguiría su objetivo en un tiempo récord. Quizá incluso podría estar de regreso en Londres antes de que finalizara la temporada.

Alzando apenas la barbilla, dijo:

– Tómeselo usted como prefiera, doctor Oliver.

Fuera cual fuese la posible respuesta de doctor, quedó silenciada por la llegada de tía Delia.

– Por aquí, señoras -murmuró Nathan, conduciéndolas lucia la puerta.

Aunque usted, doctor Oliver, puede guiarme al interior de la casa, pensó, dé por seguro que soy yo quien tiene intención de guiarle a una divertida cacería. Luego desapareceré alegremente, como lo hizo usted hace ahora tres años, se dijo.

Capítulo 4

La mujer moderna actual debe rebelarse contra la noción de que una dama está obligada a ocultar su inteligencia a los hombres. Debe, asimismo, dar la bienvenida al conocimiento y luchar por aprender algo nuevo cada día; disfrutar de su inteligencia y no mantenerla en el secreto. Solo un hombre estúpido desearía a una mujer estúpida.

Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.

Nathan estaba sentado a la mesa de caoba del comedor sintiéndose casi como el hijo pródigo. De hecho, se sentía exactamente como el experimento científico del hijo pródigo que moraba bajo un microscopio con cinco pares de pupilas fijas en él. Cada vez que miraba a alguien, descubría sobre él la mirada del comensal en cuestión. Y mientras tanto tenía que seguir atado como un ganso cebado en el formal atuendo que exigía la cena que tenía lugar en el comedor. En cuanto la comida tocara a su fin, pensaba arrancarse el agobiante pañuelo del cuello y echar al fuego de la chimenea el maldito cuello de la camisa. Aunque, naturalmente, primero tendría que soportar esa interminable e inoportuna cena.