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Diantre. Sin duda tanto Gordon como Colin debían de haber caído presas del hechizo que lady Victoria había pergeñado. Menudos idiotas… Aunque sin duda no le resultaría difícil endosarles a lady Victoria. Lo cierto es que la idea debería haberle complacido inmensamente. En cambio, al pensarlo se vio embargado por una inquietante sensación parecida a un calambre. De pronto se dio cuenta por segunda vez en lo que iba de día de que un hombre debía tener cuidado con lo que deseaba porque sus deseos podían cumplirse.

Cogió su copa, centró toda su atención en el suave clarete y apartó con firmeza a un lado la imagen inexplicablemente irritante de Colin y de Gordon pugnando por la atención de lady Victoria. La invitada estaba en posesión de una información que él necesitaba. Había llegado el momento de recuperarla y determinar así qué era exactamente aquello con lo que lidiaba… obviando, claro está, a la irritante flor de invernadero que estaba supuestamente en peligro.

Cuando la cena tocó a su fin, los presentes pasaron al salón para jugar a las cartas y disfrutar de los licores. Tras asegurarse de que todos estaban confortablemente instalados y ocupados, Nathan alegó una jaqueca y se retiró. Cierto es que le dolía la cabeza después de haber visto a Gordon y a Colin disputarse el favor de lady Victoria… y de haber sido testigo de la coqueta respuesta que la joven había dispensado a ambos. Avanzó por el pasillo profusamente alfombrado, pasó por delante de su habitación y la rebasó apresuradamente. Cuando estuvo delante del dormitorio de lady Victoria, pegó la oreja a la puerta. Satisfecho al comprobar el silencio que certificaba que la criada de la joven no estaba en el interior, entró oh la habitación. Tras cerrar la puerta silenciosamente, apoyó la espalda contra el panel de roble y dejó vagar la mirada por la estancia. La señora Henshaw había dado a lady Victoria la habitación azul de invitados que siempre había sido la favorita de Nathan, pues el color le recordaba el mar, sobre todo durante el verano, cuando el pálido aguamarina de los bajíos junto a la playa adquiría una tonalidad casi añil junto al horizonte.

A pesar de haber llegado a la casa hacía solo unas horas, lady Victoria había ya dado clara prueba de su presencia en la espaciosa estancia. Una media docena de libros estaban amontonados sobre la mesita de noche. Había un ornamentado joyero encima del tocador de caoba junto a un lustroso cepillo de plata y un delicado vial de cristal, sin duda lleno de perfume. Nathan inspiró hondo ante el recuerdo de la fragancia de la joven, un aroma tentador y esquivo que impregnaba todavía el aire y bastó para invocar una vivida imagen de ella en su mente. Rosas. Lady Victoria olía a rosas, aunque el suyo era el más sutil y delicado de los aromas, como si en vez de aplicarse el perfume se hubiera limitado a frotar los aterciopelados pétalos de la flor sobre su suave piel.

La mirada del doctor Oliver quedó fascinada al reparar en los enseres femeninos que tenía ante sí y, como sumido en un trance, cruzó la alfombra Axminster hacia el tocador. Incapaz de reprimirse, levantó con sumo cuidado el cepillo y despacio, muy despacio, pasó la yema del pulgar por las púas.

Varios largos oscuros cabellos de Victoria seguían enredados entre las ásperas púas, y Nathan fijó en ellos la mirada, recordando al instante la sensación de tener esos lustrosos bucles deslizándose entre sus dedos mientras su boca exploraba la de ella.

Tras volver a dejar el cepillo en su sitio, levantó despacio el vial de cristal. En cuanto retiró el tapón, la delicada esencia de lady Victoria le colmó los sentidos. Un gemido trepó por su garganta y cerró con fuerza los ojos, aunque resultó una débil defensa contra el intenso recuerdo que le embargó: volvió a deslizar sus labios sobre la suave piel satinada de Victoria, aspirando ese sutil aroma únicamente detectable cuando la distancia que les separaba era de apenas unos centímetros. Desde aquella noche vivida tres años atrás, cada vez que olía a rosas pensaba de inmediato en ella. Cada maldita y condenada vez. Para su mayor fastidio, no tardó en descubrir que aparentemente Inglaterra entera estaba infestada de rosas.

Cuando volvió a aspirar una vez más el aroma del vial, no logró reprimir el gemido. Lujuriosas curvas pegándose a él… los frágiles dedos de lady Victoria deslizándose entre sus cabellos hasta la nuca… su sabor delicioso y seductor contra su lengua…

Tras mascullar una obscenidad a la que en raras ocasiones permitía salir de sus labios, Nathan abrió de pronto los ojos y volvió a colocar el tapón en el vial. Dejó el frasco encima del tocador como si se hubiera quemado con él y rápidamente utilizó su pañuelo para desprenderse de cualquier vestigio de fragancia que pudiera haber quedado impregnada en él como lo estaban el recuerdo de ella y de su beso.

Lanzó una mirada ceñuda al ofensivo vial y, tras volver a guardarse el pañuelo, regresó resueltamente hacia el armario dispuesto a empezar a buscar la nota que, por lo que lord Wexhall le había escrito, debía de estar oculta en el equipaje de lady Victoria. Aunque reparó en los dos baúles dispuestos en un rincón, no cambió de rumbo. Wexhall había indicado en la carta codificada que utilizaría la maleta de lady Victoria para ocultar su nota.

Al pasar junto a la mesita de noche, Nathan se detuvo a mirar los libros, incapaz de resistirse a la tentación de descubrir la clase de material de lectura que prefería lady Victoria. Cogió los dos ejemplares que estaban encima del montón y leyó por encima los títulos. Carta a las mujeres de Inglaterra sobre la injusticia de la subordinación mental, de Mary Robinson, y Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft. Arqueó las cejas. Aparte de las extenuantes novelas de la señora Radcliffe, poco era lo que había esperado encontrar. Al parecer, lady Victoria albergaba ciertas tendencias intelectualoides. Cogió los tres libros restantes y vio, sonriendo para sus adentros, que dos de ellos eran en efecto novelas de la señora Radcliffe, y que el tercero era La fierecilla domada de Shakespeare. Arrugó los labios. Qué propio.

Dejó los libros en su sitio, intrigado a pesar de todo por los eclécticos gustos de lady Victoria en cuanto a su material de lectura. Había supuesto que la joven no era capaz de pensar en nada más profundo que en el vestido que se pondría para su siguiente compromiso social. Apartando la idea de su cabeza, cruzó la estancia hacia el armario.

Asió con firmeza las manillas de bronce del armario y abrió las puertas de roble de un tirón. Al instante, sus sentidos quedaron atrapados por la delicada esencia a rosas que desprendía el vestuario de Victoria. Apretó los dientes, se dijo con voz firme que detestaba las rosas y se arrodilló. Apartó a un lado el colorido surtido de vestidos. En el rincón posterior izquierdo vislumbró una maleta. Tiró de la bolsa de viaje con paneles laterales de suave piel y la abrió sin dilación, escudriñando el borde superior. Al instante vio el punto en que unas torpes puntadas habían reparado el relleno y sus cejas se unieron en un ceño inmediato. Wexhall debía de estar perdiendo facultades, a la vista del trabajo tan chapucero que había dejado tras él. Sin molestarse en actuar con cuidado, pues un desgarrón siempre podía explicarse con facilidad, Nathan arrancó el rellano de satén marrón y metió la mano por la abertura. El detallado examen del hueco abierto en el cuero de la maleta resultó del todo infructuoso.

Maldición, ¿dónde estaba la maldita nota? Volvió a palpar el hueco, pero no encontró nada. Sacó la mano, frustrado, y la introdujo en el interior de la maleta. Sus dedos encontraron lo que, a juzgar por el tacto, debía de ser un libro, y rápidamente lo sacó de la maleta. Inclinando el delgado volumen hacia la luz que proyectaba el fuego que ardía en la chimenea, leyó el título: Guía femenina para la consecución de la felicidad personal y la satisfacción íntima, de Charles Brightmore.