Sus cejas volvieron a arquearse. Incluso viviendo en la pequeña y recluida aldea de Little Longstone, estaba al corriente del escándalo que ese explícito tratado sobre el comportamiento femenino estaba provocando. Le resultó fascinante descubrir un libro como aquel oculto en el equipaje de lady Victoria. Fascinante y excitante.
Hojeó el ejemplar para asegurarse de que la nota de lord Wexhall no estuviera insertada entre sus páginas, y no le sorprendió descubrir que no era así. Volvió a hojear el libro y se detuvo cuando su mirada tropezó con la expresión «hacer el amor». Abrió el libro por la página y leyó con atención el párrafo.
La mujer moderna actual ha de ser consciente de que hacer el amor no es algo que deban disfrutar solo los hombres y que las mujeres simplemente hayan de soportar. Debe ser una participante activa. Decirle a su compañero cuáles son sus deseos. Lo que le gusta. No dudar de que él estará encantado de complacerla. Y no temer tocarle… sobre todo del modo en que a ella le gustaría que la tocaran. Y el mejor modo de determinar cómo nos gusta que nos toquen es tocarnos para descubrir lo que nos resulta placentero. De obrar así, la mujer moderna actual sin duda diría a su caballero lo que había aprendido. O mejor aún, se lo mostraría.
Una oleada de calor devoró a Nathan, y, antes de poder controlar su desbocada imaginación, su mente se colmó de una fantasía erótica en la que aparecía Victoria desnuda, de pie delante de un espejo y acariciando despacio su esbelto cuerpo. Sin dejar de observar su reflejo en el cristal del espejo, él se acercaba a ella por detrás, deslizaba las manos por su cintura y ascendía hasta cerrarlas sobre la plenitud de sus senos. Victoria entornaba los párpados y posaba las manos sobre las de él. Apoyándose entonces contra Nathan, susurraba: «Deja que te muestre lo que me gusta…».
Maldición. Por mucho que sacudió la cabeza para deshacerse del hechizo de semejante espejismo, sus efectos no desaparecieron. Le dolía el cuerpo entero y sentía como si alguien hubiera prendido fuego a sus pantalones. Con una exclamación de fastidio, se arrancó el pañuelo, que parecía estar estrangulándole. Sin embargo, eso no era más que una ligera incomodidad en comparación con el estrangulamiento que tenía lugar en sus pantalones. Volvió a meter el libro en la maleta, negándose a admitir que Victoria hubiera leído semejantes palabras. Negándose a preguntarse qué efecto habrían tenido sobre ella. No importaba. Lo único que importaba era encontrar la condenada nota de Wexhall… y, puesto que no estaba en esa maleta, debía de haber alguna otra maleta. De nuevo apartó a un lado los metros de tela que conformaban los vestidos de la joven y buscó en los rincones más recónditos del armario. Tenía que estar ahí…
– No veo el momento de que me explique qué hace usted registrando mi equipaje, doctor Oliver.
Capítulo 5
La mujer moderna actual sabe que a menudo media un gran abismo entre lo que debería y lo que desea hacer. Naturalmente, hay ocasiones en que los dictados del deber exigen atención preferente. No obstante, hay otras, en especial aquellas en las que se halla implicado un atractivo caballero, en que debería olvidarse de la cautela y hacer lo que le dicte el deseo.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima.
Charles Brightmore.
Victoria se plantó las manos en las caderas y clavó la mirada en el doctor Oliver, que parecía petrificado y cuya expresión resultaba absolutamente indescifrable… aunque lo cierto es que no detectaba en ella ni un atisbo de la culpa que cualquier persona decente habría sentido de haber sido sorprendida en semejante situación.
Arqueando una desdeñosa ceja, la joven dijo:
– No negaré que en más de una ocasión he deseado verle de rodillas. Sin embargo, en mi imaginación siempre le he visto arrodillarse ante mí… y no ante mi maleta.
Sin apartar la mirada de ella, Nathan se levantó lentamente. En lugar de mostrar un ápice de vergüenza, tuvo la audacia de saludarla con un guiño.
– Vaya, así que ha estado pensando en mí.
– Le aseguro que sin el menor afecto.
Nathan respondió al comentario con una mueca de dolor.
– Me hiere usted, señora.
– No, aún no. -La mirada de lady Victoria se posó con inconfundible elocuencia en el atizador de la chimenea-. Aunque eso podría arreglarse.
Él negó con la cabeza y chasqueó la lengua.
– No tenía la menor idea de que abrigara usted tan violentas tendencias, mi señora. En cuanto a arrodillarme ante usted, me temo que eso es algo que sus ojos jamás verán.
– Nunca diga de este agua no beberé, doctor Oliver.
Nathan respondió con un ademán despreciativo.
– Estoy convencido de que no es una gran pérdida, ya que sin duda está usted muy acostumbrada a que los hombres desempeñen el papel de sus adoradores esclavos.
Victoria oyó un sonido amortiguado y se dio cuenta de que era su zapato repiqueteando contra la alfombra. Se obligó a mantener quieto el pie y fijó en el doctor su mirada más glacial.
– Mis admiradores no son asunto suyo. Y no piense ni por un momento que su transparente táctica para desviar mi atención de su ultrajante comportamiento ha surtido efecto, ¿Qué hacía revolviendo mis cosas?
– No estaba revolviéndolas.
– ¿Ah, no? ¿Y cómo lo llamaría usted?
– Simplemente buscaba.
– ¿Qué es lo que buscaba?
Por respuesta, el insufrible rufián se limitó a lanzar una significativa mirada a la maleta de lady Victoria, que descansaba a los pies de su dueña.
– Interesante material de lectura el que esconde en su equipaje, lady Victoria.
El calor bañó el rostro de Victoria hasta que no le cupo duda de que se había sonrojado. Antes de poder recuperarse e inflingirle el correctivo que Nathan se merecía con creces, él se le adelantó:
– Creía que las jovencitas como usted leían solo tórridas novelas y poesía bobalicona -dijo con voz sedosa.
De nuevo Victoria tuvo que obligarse a mantener inmóvil el pie, aunque esta vez para no propinar un raudo puntapié a Nathan.
– ¿Las jovencitas como yo, dice? Vaya, vaya… así que no solo ladrón, sino además encantador. Y, en caso de que no haya reparado en ello, cosa en absoluto sorprendente, dado que sus poderes de observación dejan mucho que desear, ya no soy ninguna jovencita. Soy una mujer.
Algo destelló en los ojos de Nathan. La mirada del médico cayó a los pies de Victoria y desde allí ascendió trazando una lenta y evaluadora lectura como la que ningún caballero decente osaría prestar a una dama. Una hormigueante sensación de calidez que sin duda era ultraje se encendió en los pies de Victoria, y fue abriéndose camino cuerpo arriba conjuntamente con la mirada de Nathan hasta que casi sintió el calor en las raíces de sus cabellos. Cuando él terminó de recorrerla con los ojos, las miradas de ambos se encontraron. El brillo encendido que iluminaba los ojos del doctor la dejó sin aliento.
– Mis poderes de observación están en perfecto estado, lady Victoria. Sin embargo, he terminado ya con estos juegos. -Entrecerró los ojos-. ¿Dónde está?
– ¿A qué se refiere?
– Deje de hacerse la tímida. Sabe muy bien de lo que estoy hablando. La nota que lleva oculta en el relleno de la maleta. La correspondencia me pertenece. Démela. Ahora. -Tendió la mano con gesto imperioso y ella cerró los dedos sobre la suave tela de su vestido para evitar apartársela de un manotazo.
– Habrase visto semejante descaro. No solo entra a hurtadillas en mi habitación…
– La puerta estaba abierta.
– … y toca mis enseres personales…
– Solo muy brevemente.
– … ¡sino que me acusa de robarle algo! ¿Por qué no se llevó la nota que según dice es propiedad suya la primera vez que registró mi habitación?