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La mirada de Nathan se afiló al instante y bajó la mano.

– ¿La primera vez? ¿De qué me habla?

Victoria puso los ojos en blanco.

– Creía que había dicho que se habían terminado los juegos. ¿Acaso no me he explicado con suficiente claridad?

Nathan salvó la distancia que les separaba con una larga zancada y la agarró de los antebrazos.

– Esto no es ningún juego. ¿Me está diciendo que alguien ha registrado hoy su habitación?

El calor que desprendían sus dedos pareció quemarla a través de la fina tela del vestido. Victoria se liberó de un tirón de las manos de Nathan y dio un paso atrás.

– Sí, eso es precisamente lo que estoy diciendo. Como si usted no lo supiera. -La ira que la embargaba casi le hizo olvidar la sensación de calor que la impronta de los dedos del médico había dejado en ella. O casi-. Dígame, ¿se impone usted a todos sus invitados de este modo tan impropio, o soy yo la única afortunada?

– ¿Cómo sabe que alguien ha registrado su habitación? -preguntó Nathan, haciendo caso omiso del sarcasmo de lady Victoria, así como de su pregunta.

– Tengo la costumbre de ser muy precisa sobre dónde y cómo dejo mis pertenencias. Obviamente alguien había tocado mis cosas, y mi querida Winifred no tuvo nada que ver en ello. Supuse que habría sido alguna de las criadas de Creston Manor… hasta que le he pillado con las manos en la masa.

– Si sospechaba de alguna de las criadas de Creston Manor, ¿por qué no ha dado cuenta del incidente?

– Porque no he echado nada en falta. No me ha parecido motivo para instigar una investigación que sin duda terminaría con alguna acción disciplinaria contra alguien cuya única falta habría sido dejarse llevar por la curiosidad.

Aunque la expresión de Nathan no varió, Victoria percibió en ella la sorpresa al oír sus palabras. Decidida a sacar el mayor partido de su pequeña ventaja, alzó la barbilla.

– He respondido a sus preguntas y exijo la misma muestra de cortesía por su parte… aunque sospecho que la palabra «cortesía» y usted poco tienen en común.

– Ni siquiera ha empezado todavía a responder a mis preguntas. -Nathan señaló con la cabeza el armario de lady Victoria-. Esa maleta… ¿es la única que tiene?

– Por supuesto que no. Tengo una docena.

– ¿Dónde están?

Fingiendo dar al asunto seria consideración, lady Victoria se dio unos golpecitos en el mentón y frunció el ceño.

– Dos están en la casa de Londres y tres en Wexhall Manor. ¿O quizá haya tres en Londres y solo dos en el campo…?

Nathan dejó escapar un sonido grave que sonó como un gruñido.

– Aquí. ¿Tiene otras con usted aquí, en Cornwall?

Victoria apenas logró reprimir una sonrisa al ver la frustración del médico y abrió los ojos de par en par en un gesto de fingida inocencia.

– Oh, no. Esta es la única que he traído a Cornwall.

Sin apartar de ella la mirada, Nathan bajó la mano y buscó tras él. Con la maleta abierta contra su pecho, señaló el relleno desgarrado.

– ¿Cómo ha ocurrido esto?

– Sin duda eso es algo que debería explicarme usted.

Nathan avanzó un paso y Victoria tuvo que contenerse para no retroceder. Los ojos de él destellaron a la luz del fuego y un músculo se le contrajo en la mejilla.

– Lady Victoria -dijo empleando una voz engañosamente suave y sedosa-, está usted poniendo severamente a prueba mi paciencia.

– Excelente. Odiaría pensar que soy la única irritada.

Nathan frunció los labios y Victoria casi pudo oírle contar hasta diez.

– Cuando he llegado, este relleno estaba ya desgarrado y había sido torpemente reparado. -Habló despacio, pronunciando cada sílaba con esmerada precisión, como si se estuviera dirigiendo a una niña, un hecho que enfureció aún más a Victoria-. ¿Tiene usted idea de cómo sucedió eso?

– De hecho, sí.

Nathan clavó en ella la mirada, esperando a que Victoria elaborara su respuesta al tiempo que su paciencia, normalmente tan equilibrada y fiable, se acercaba peligrosamente a su tenue fin. Ella siguió plantada delante de él con el mentón alzado, las cejas arqueadas y los labios fruncidos, aparentemente tan impaciente como lo estaba él, cosa que por supuesto era del todo imposible, puesto que en ese instante Nathan habría apostado a que era el individuo más impaciente en todo el condenado país. Y eso no hizo sino fastidiarle aún más, puesto que no se consideraba un hombre impaciente en ninguna de las facetas de su vida. Aun así, había algo en esa mujer que sacaba lo peor de él.

Tras espirar despacio y profundamente, dijo en un tono de voz perfectamente calmo:

– Cuénteme lo que sabe.

– Me temo que no se me da bien responder a órdenes imperiosas, doctor Oliver -objetó Victoria con tono altanero-. Quizá si formulara su petición de forma más cortés…

Las palabras de lady Victoria cayeron en el silencio, y Nathan se juró que antes de que la entrevista hubiera concluido sus dientes habrían quedado reducidos a simples trocitos.

– Se lo ruego -logró mascullar.

– Mucho mejor así -dijo ella con tono remilgado-. Aunque no estoy segura de que merezca una explicación después de haber insultado como lo ha hecho mis habilidades con la aguja.

– ¿Fue usted quien cosió el relleno?

– Así es.

– ¿Cuándo?

– Esta misma tarde. -Victoria volvió a guardar silencio, aunque sin duda lo que vio reflejado en la mirada de Nathan la empujó a proseguir sin necesidad de ningún otro aviso-. Después de refrescarme del viaje, mi tía y yo hemos salido a dar un paseo por los jardines… que, por cierto, son preciosos.

– Gracias. Prosiga.

– Ejem… Cierta cortesía, aunque bastante brusca. Como le decía, hemos dado un paseo por los jardines. Al volver a mi habitación para prepararme para la cena, me he dado cuenta de que alguien había estado en mi habitación. Las alteraciones que he observado en mis cosas eran apenas sutiles: una arruga en el edredón, mi frasco de perfume que no estaba exactamente donde yo lo había puesto, la puerta del armario cerrada en vez de unos centímetros abierta para ayudar a ventilar los vestidos, la cerradura del baúl abierta. Si hubiera encontrado manipulada una sola cosa o solo una parte de la habitación, habría atribuido lo sucedido a mi criada, pero había señales de lo ocurrido en toda la estancia. Me he encargado de deshacer y ordenar mi equipaje antes de salir a pasear por los jardines, de modo que no había razón alguna para que nadie tocara mi armario ni mi baúl.

– Así que llevó usted a cabo una investigación para ver si faltaba algo.

– Sí. Y no eché nada en falta. Ni siquiera algún objeto de mi joyero. Sin embargo, durante mi registro descubrí una costura desgarrada en mi bolsa de viaje, cosa que me afligió sobremanera, pues la bolsa había pertenecido a mi madre y es una de mis favoritas. Al examinar la bolsa con más detalle, me di cuenta de que las puntadas eran sin duda obra de una mano extremadamente aficionada y no la de un reputado sastre ni la de mi madre, cuya mano era extremadamente competente con la aguja y el hilo. Lo cierto es que sentí curiosidad y deshice las puntadas. Al terminar, registré el espacio que había tras el relleno.

– Y descubrió una carta. -No fue una pregunta.

– Cierto.

«Maldita sea.»

– ¿La leyó? -Tampoco es que importara, pues naturalmente Wexhall la habría escrito en código.

– Vamos, doctor Oliver, creo que aquí la pregunta pertinente es: ¿Cómo sabía usted que había una carta escondida en el relleno de mi equipaje?

Nathan la observó atentamente durante unos largos segundos. Maldición, esa era una complicación que no necesitaba. Ni deseaba. A decir verdad, no deseaba ni necesitaba nada de todo aquello. Tendría que haber estado en Little Longstone, atendiendo a sus pacientes, cuidando de sus animales, disfrutando de la pacífica existencia que tanto trabajo le había costado construir. Pero ahí estaba, enfrentándose a una auténtica arpía que tenía su nota y que, a juzgar por su expresión testaruda, no pensaba dársela fácilmente.