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– Nunca he fingido ser médico. Lo soy. Y condenadamente bueno. -Inclinó la cabeza-. Indudablemente, es usted algo más que la bobalicona heredera que finge ser.

– Nunca he fingido ser una heredera. Lo soy. Y tampoco he sido jamás una bobalicona… eso no es más que una muestra de su arrogancia y de sus infundadas suposiciones.

– Quiero esa nota, lady Victoria.

– Sí, lo sé. Qué mala suerte para usted que obre en mi poder.

– No puedo pretender protegerla sin estar al corriente del peligro que su padre teme inminente.

– ¿Usted? ¿Protegerme? -se burló Victoria-. ¿Usted, que está sordo como una tapia? ¿Cuál es su plan para protegerme… ordenar a sus gallinas y a sus patos que reduzcan a picotazos a todo aquel que amenace mi seguridad?

Buen Dios. ¿En algún momento había considerado a lady Victoria una mujer atractiva? Debía de haber perdido el juicio. Era una joven exasperante. Y sin duda estaba jugando con él. Maldición, pero si no era más que una… una exasperante niña mimada. Y su paciencia se encontraba oficialmente al borde de sus límites.

Con su mirada entornada firmemente sobre la de ella, Nathan preguntó:

– ¿Por qué se niega a devolverme la nota?

– No me he negado a devolvérsela.

– Entonces ¿accederá a mi petición?

– No… al menos, no todavía.

– No soy la clase de hombre al que pueda hacer bailar al son que prefiera, lady Victoria.

– Nunca he dicho que sea ese mi propósito.

– Bien. Aunque es obvio que algo quiere.

– Cierto.

– Gracias a Dios, no soy propenso a derrumbarme al oír declaraciones sorprendentes. ¿Qué es lo que quiere?

– Quiero que me incluya. Quiero ayudarle.

– ¿Ayudarme a qué?

– A llevar a cabo la misión que mi padre le ha asignado. A recuperar las joyas.

Afortunadamente, Nathan tenía la mandíbula tensa, de lo contrario habría ido a estrellarse contra sus botas. Aun así, no logró reprimir una risotada de incredulidad.

– Ni hablar.

Ella se encogió de hombros.

– Bien, en ese caso mucho me temo que no puedo hacerle entrega de su carta.

– ¿Por qué iba usted a desear involucrarse en algo que no solo no es de su incumbencia sino que podría resultar potencialmente peligroso?

– Teniendo en cuenta que tanto mi padre como yo podemos estar en peligro, y que esa carta es la razón por la que se me ha despachado hasta este rincón apartado del mundo, creo que eso es sin duda de mi incumbencia. Veo ahora con absoluta claridad que he sido víctima de mentiras y secretos durante más años de los que puedo llegar a imaginar. Me niego a seguir sujeta a ellos. -Su expresión se endureció, tornándose enojada. Y resuelta. Dos expresiones que pondrían a cualquier hombre de inmediato en guardia-. ¿Sabe usted lo que se siente al ser víctima de la mentira, doctor Oliver?

Lo sabía, sí. Y no había disfrutado de la experiencia. Inclinó la cabeza al reconocer que Victoria le había ganado el tanto.

– Pero no puede ser tan estúpida como para albergar rencor simplemente porque su padre no le dijo aquello que podría haber comprometido la seguridad de este país.

– No, aunque no niego que me siento como una estúpida… y resentida también… al darme cuenta de lo poco que conozco al hombre con el que me crié, al que creía conocer y comprender extremadamente bien. Estoy, sin embargo, muy enojada por el hecho de que no me haya informado de que podía correr peligro.

– Ya se lo he dicho… sabe cuidar de sí mismo. Y de modo más eficaz si se ve libre de tener que preocuparse por la seguridad de su hija. Su padre quería, necesitaba, que usted se marchara de Londres. Obviamente creía que usted no lo haría si en algún momento llegaba a conocer la verdad.

– No me ha dejado elección -dijo lady Victoria, encendida-. Merecía saberlo. Tener la oportunidad de ayudarle. Ser partícipe del auténtico motivo por el que se me enviaba fuera de la ciudad. Saber que quizá también yo podía correr peligro. -Soltó un bufido-. Al menos así habría dispuesto de la oportunidad de prepararme. De ponerme en guardia. Pero, no, en vez de eso se me ha acariciado la cabeza y se me ha empujado al desierto, al cuidado de un hombre al que apenas conozco y al que hace tres años que no veo, como si por el mero hecho de ser mujer estuviera indefensa. -Todo su comportamiento rezumaba testaruda determinación-. Pues bien, ha cometido un error. Soy una mujer moderna. No permitiré que se me aparte a un lado ni que se me trate como si fuera una pobre imbécil. He diseñado un plan, y, a diferencia de usted y de mi padre, estoy más que dispuesta a ser franca y compartirlo con ambos. Es un plan sencillo, un plan que incluso usted será capaz de comprender. Tengo su nota. Se la devolveré si accede a incluirme en su misión.

– ¿Y si me niego a acceder?

Una radiante sonrisa asomó a labios de lady Victoria.

– En ese caso, no se la devolveré. ¿Lo ve? Ya le he dicho que es muy sencillo.

Nathan se apartó de la chimenea y se acercó despacio a ella como un gato salvaje que acechara a su presa. La sonrisa de Victoria se desvaneció y, lentamente, se apartó de él. Nathan siguió avanzando al ritmo de su retirada, desplazándose para acorralarla en el rincón… exactamente donde la quería, tanto física como estratégicamente. Victoria dio un nuevo paso atrás y sus hombros golpearon contra el ángulo donde las dos paredes se encontraban. Un destello de sorpresa le iluminó los ojos y a continuación irguió la espalda y alzó una pizca más el mentón, con los ojos desorbitados pero enfrentándose a la mirada de Nathan sin el menor titubeo. Si Nathan no hubiera estado tan irritado con ella, habría admirado su valor al verse atrapada y luchando por salir airosa de la situación. Victoria podía ser para él una indudable molestia, pero no era ninguna cobarde. Una gran sorpresa, pues Nathan habría apostado que ante la simple mención de la palabra «peligro» la habría visto correr en busca de sus sales.

– No logrará intimidarme para que le entregue la nota dijo Victoria, empleando un tono de voz que no desvelaba el menor ápice de temor.

Nathan plantó una mano en cada una de las dos paredes, encerrándola en el paréntesis de sus brazos.

– Nunca he tenido que intimidar a una mujer para que me dé lo que quiero, lady Victoria.

La mirada de ella se posó en sus brazos, posicionados junto a su cabeza, antes de volver a su rostro.

– Nunca la encontrará.

– Le aseguró que se equivoca.

– No. Está escondida en un lugar donde jamás podrá localizarla.

Nathan ocultó su victoria ante la inadvertida admisión de ella de que la nota seguía intacta y de que no la había destruido. Dejó descender lentamente la mirada y volvió a elevarla trazando con ella el contorno de sus formas femeninas. Cuando su mirada volvió a encontrarse con la de ella, dijo con suavidad:

– La lleva usted encima. La cuestión es averiguar si la lleva metida en una de sus ligas, o si… -Volvió a bajar la mirada hacia la elevación de piel clara que se elevaba desde el cuerpo del vestido color bronce de Victoria-. ¿Quizá la oculta entre sus pechos?

La expresión de perplejidad de la joven, sumada a su furioso acaloramiento, confirmó la exactitud de la suposición.

– Jamás había sido sometida a un escrutinio tan poco digno de un caballero -dijo, jadeante como si acabara de subir apresuradamente un tramo de escalera.

Nathan le acarició despacio la mejilla con la yema del dedo, memorizando la sedosa textura de su cálida piel y el sonido de su presurosa respiración.

– Si piensa que va a convencerme de que el sonrojo carmesí que tiñe su piel es el simple resultado del ultraje propio de una doncella, me subestima usted, lady Victoria, y eso, sin duda, sería un error.