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Victoria tragó saliva.

– Por supuesto que me siento ultrajada -reconoció-. Y, ya que es obvio que no se da usted por enterado, le recuerdo que un caballero pide permiso para tocar a una dama.

– Jamás he afirmado ser un caballero. -Incapaz de resistirse, Nathan acarició de nuevo ese tentador rubor con la yema del pulgar antes de volver a apoyar la mano contra la pared-. Prefiero pedir perdón después… siempre que sea necesario… que pedir permiso antes.

– Qué cómodo para su conciencia… aunque mucho me temo que usted carece de ella.

– Todo lo contrario. De hecho, en este preciso instante es mi conciencia la que me está invitando a preguntarle si me daría permiso para que la tocara.

– Por supuesto que no.

– Ah, ya ve usted por qué mi método es mucho más preferible.

– Sí… para usted.

– En ese caso, deberé pedir disculpas.

– Denegadas.

Nathan soltó un suspiro largamente contenido y negó con la cabeza.

– Al parecer, está usted decidida a negármelo todo esta noche. -Se acercó un paso más y se inclinó sobre ella de modo que sus labios quedaron a escasos centímetros de la oreja de la joven. La sutil fragancia de rosas embotó los sentidos y sus manos se cerraron contra el papel de seda que cubría las paredes-. En algún momento tendrá que quitarse la ropa, mi señora. Y ahora acaba de darme un magnífico incentivo para asegurarme de estar presente cuando lo haga.

Victoria inspiró un siseante jadeo. Nathan retiró la cabeza, maldiciendo la tentadora fragancia de la joven, ahora grabada en su mente.

– Eso jamás ocurrirá, se lo aseguro.

– No diga nunca de este agua no beberé.

Capítulo 6

La mujer moderna actual debe ser consciente de que el conocimiento equivale a poder. Por tanto, le resultará esencial descubrir cuanto pueda sobre un caballero, sea amigo, enemigo o amante. Cuanto más sepa de él, mayor será el poder que podrá ejercer en la relación y menores devendrán las posibilidades de que se aprovechen de ella.

Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.

Con los ojos hinchados tras una noche agitada resumida en mucho pensar, un deambular agotador y poco sueño, Victoria pidió que le subieran la bandeja del desayuno a la habitación. Después de un ligero tentempié compuesto por té, tostadas y huevos -en los que clavó una mirada glacial, preguntándose si procederían de las gallinas de Nathan-, se levantó. No llamó a su criada, deseosa como estaba de quedarse a solas con sus cavilaciones, y se puso su traje de montar favorito de color verde oscuro. Tras cerciorarse de que la tan disputada carta estaba perfectamente escondida, se dirigió a las cuadras. Un enérgico paseo a caballo siempre ayudaba a aclararle las ideas y a mejorar su estado de ánimo. Y bien sabía Dios que necesitaba ambas cosas.

Y todo por culpa de él. De ese médico que se fingía espía que a su vez se fingía médico. No era de extrañar que Nathan no hubiera vuelto a pensar en ella en el encuentro que había tenido lugar entre ambos tres años antes. Sin duda, tenía una mujer en cada ciudad, pueblo y aldea. Ella no había sido más que una diversión momentánea para un experto rufián. Al recordar cómo había flirteado con él durante su primer encuentro, Victoria se estremeció. Indudablemente, él debía de haberse divertido de lo lindo. Pues bien, no tenía el menor deseo de volver a divertirle.

Después de que el doctor Oliver se había marchado de su habitación la noche anterior, Victoria había cerrado la puerta con llave y había colocado una silla contra la manilla para más seguridad. Luego había pasado las horas examinando la carta, intentando encontrar en ella algún significado secreto, aunque sin éxito. ¿Cómo iba a descifrarse una carta que solo hablaba de arte, de museos y del tiempo en un relato de peligros y de joyas? Por fin reconoció su derrota cuando, presa del cansancio, las palabras empezaron a difuminarse ante sus ojos. Aun así, volvería a intentarlo a la vuelta de su paseo, renovada y fresca.

Sin embargo, más frustrante aún que su fracaso a la hora de descifrar la nota era el familiar desasosiego que la embarcaba. No recordaba haberse sentido tan bombardeada con sentimientos tan encontrados. Cierto era que, hasta ese viaje en que había descubierto la nota en su equipaje y luego al doctor Oliver en su habitación, su vida había consistido en una agradable aunque rutinaria sucesión de temporadas en la ciudad, veranos en el campo y vacaciones anuales en Bath. Con la excepción de ese único beso robado hacía tres años, nada extraordinario le había ocurrido jamás y su vida había transcurrido exactamente en la dirección que ella misma se había trazado.

No obstante, tenía en ese momento la sensación de verse zarandeada a merced de aguas tormentosas, inmersa en un torbellino de emociones. La preocupación por la seguridad de su padre estaba en clara confrontación con una sensación de confusión, descrédito y traición al haber tenido noticia de la auténtica naturaleza de su vida secreta. Sumada a la rabiosa tempestad de sus emociones estaba la ira contra su padre por haberla tratado como a una niña. Docenas de preguntas zumbaban en su mente, y, por Dios, estaba decidida a exigirle las respuestas en cuanto regresara a Londres. ¿Cuánto tiempo llevaba involucrado con la Corona? ¿Lo había sabido su madre? A buen seguro que no. Victoria imaginaba que una revelación semejante habría sido recibida con una sesión de sales que bien podría haberse prolongado unos cuantos meses.

Sin embargo, subyacente a todo eso estaba el innegable orgullo y excitación que sentía tras haberse impuesto y haber hecho frente al doctor Oliver. Las enseñanzas que había asimilado de la Guía femenina le habían sido de gran ayuda y, aunque había tenido que alterar sus planes para adaptarse al nuevo giro que habían dado los acontecimientos, se las había ingeniado para tender un desafío al doctor Oliver sin dejar de disponer de la oportunidad perfecta para arrancarle su venganza. Al obligarle a aceptar su ayuda en su misión tendrían que pasar mucho tiempo juntos y podría así tentarle para que volviera a besarla. Entonces regresaría a Londres, se casaría con uno de los barones y ocuparía su sitio en la sociedad como siempre había planeado. Esta vez, sin embargo, se aseguraría de que fuera un beso, un encuentro, que el doctor Oliver no olvidara fácilmente.

Durante un breve y angustioso instante en el curso de la noche anterior, Victoria había creído que Nathan deseaba besarla. El modo en que la había arrinconado contra la pared… esos brazos fuertes, ese pecho ancho y firme ante ella. Había sido presa de esa sensación de cálida vertiginosidad que no había vuelto a experimentar desde aquella noche acontecida tres años antes. El corazón le había latido con fuerza, aunque no de miedo, sino de pura excitación ante su proximidad. La fragancia limpia que desprendía el doctor, un olor a ropa blanca, a almidón y a algo más que Victoria no alcanzaba a definir pero que le resultaba agradable y embriagador, le había embotado los sentidos. El cuerpo de Nathan emanaba un calor intoxicante que la había forzado a pegar la espalda firmemente contra la pared para evitar acercarse más a él y absorber de una vez ese calor. Se había sentido total y absolutamente rodeada por él, por su dúctil fortaleza. Todo ello, sumado a la convincente expresión de su mirada, había logrado cautivarla mucho más que sus brazos.

Y el contacto de su piel… La suave caricia del dedo de Nathan sobre su rostro encendido la había obligado a tensar las rodillas para no desmayarse. Y esa ultrajante sugerencia de que se desnudara delante de él… Una segunda oleada de calor la recorrió por entero. Eso no ocurrirá jamás, doctor Oliver, se dijo. Aunque me ocuparé personalmente de que lo desee.